El Senado: donde pararse a pensar

Que gran parte de la ciudadanía de este país tiene una imagen poco positiva del Senado es cosa de sobra conocida. Se encuentra muy extendida la opinión acerca de la inutilidad de la Cámara Alta, que tiende a ser vista como una réplica escasamente eficaz del Congreso, como el lugar al que se envían las leyes para ser ratificadas en su redactado inicial y que, de verse enmendadas, regresan a su punto de origen para que de nuevo los diputados decidan su suerte final.

Otra opinión asimismo muy extendida es la de que el Senado es un cementerio de elefantes al que son destinados los políticos más veteranos cuando entran en el último tramo de su carrera, a modo de semirretiro confortable para que, no perdiendo del todo su relación con la esfera pública, puedan ocuparse en tareas más relajadas y apacibles. A esta imagen-balneario contribuyen eficazmente los medios de comunicación, con su escasa cobertura acerca de lo que allí ocurre y del trabajo que llevan a cabo los senadores. El hemiciclo del Senado solo resulta fugazmente visible para los espectadores de cualquier cadena de televisión los martes alternos a primera hora de la tarde, cuando los miembros del Gobierno reciben las preguntas más aceradas de la oposición en la sesión de control.

El Senado donde pararse a pensarNo voy a ocultar que voté a favor de la Lomloe (o “ley Celaá”) en el último pleno del año porque entendí que en su conjunto supone un inequívoco avance respecto a la Lomce, aquella famosa “ley Wert” de infausto recuerdo y que en su momento concitó un unánime rechazo en la totalidad de partidos de la oposición, sin excepción alguna. Pero tampoco tengo por qué ocultar mis desacuerdos parciales. Especialmente con la desaparición de la asignatura de Ética en 4º de ESO, cuya presencia ahí reclamaban no solo los profesores de Filosofía, sino también amplios sectores sociales.

Pero que los árboles no nos impidan ver el bosque. Tal vez lo que más importe en estos momentos no sea tanto el resultado, con el que me podría considerar globalmente satisfecho, como el procedimiento, esto es, el hecho de que este y otros aspectos de la ley no hayan sido objeto de discusión en profundidad en el Senado, cámara a la que, junto con el Congreso, corresponde debatirlos, omisión que me produce una severa inquietud. Sobre todo por lo que pueda tener de síntoma o de indicador.

Porque la oportunidad histórica que está viviendo dicha cámara no debería ser desaprovechada. La loable iniciativa de activar la conferencia de presidentes de comunidades autónomas —el organismo informal más federal del que disponemos—, tal y como se hizo durante la pandemia, debería encontrar su acomodo natural en las actividades del Senado. Que dichas conferencias, así como las diversas conferencias sectoriales que en el futuro se celebren, tengan lugar en su sede es algo que algunos llevábamos tiempo reclamando y que debería institucionalizarse.

Pero con lo simbólico, por importante que sea, no basta, precisamente por la relevancia de todo lo que está en juego. En un momento como el actual, aquellas fuerzas políticas que defienden el orden constitucional y disponen de una propuesta propia para las reformas de orden territorial que precisa este país deberían hacerlas valer. El independentismo catalán, que tanto tiempo ha perdido a lo largo de la década pasada anunciando mutantes hojas de ruta, se ha quedado en los purititos huesos propositivos: con una reivindicación inmediata, a corto plazo, con la que mantener movilizadas a sus bases (la amnistía), y con otra, a un impreciso largo plazo, para defenderse de las acusaciones de sus más directos adversarios electorales (la independencia). La pregunta crucial llegados a este punto es: ¿qué hay enfrente de esto? ¿Qué proponen aquellas otras formaciones que aceptan el marco constitucional como marco de convivencia idóneo, esto es, como la mejor manera de vivir juntos? Algunas, las más conservadoras, dicen presentar una propuesta que en realidad no es tal, puesto que se limita a enunciar una obviedad: el cumplimiento de la ley. En cambio, quienes, desde la izquierda, elaboraron en Granada un documento que no solo establece un objetivo claro, sino que dibuja con detalle los pasos para aproximarse al horizonte de una España federal más habitable para todos son los únicos que disponen de una hoja de ruta. Pues bien, el Senado debería reclamar el protagonismo de este insoslayable debate, que ha devenido una auténtica urgencia histórica.

Quede claro, para evitar malentendidos, que no pertenezco al grupo de esos representantes de los ciudadanos que convierten la menor discrepancia con la formación política en cuyas listas resultaron elegidos en ocasión teatral para salir a escena y rasgarse aparatosamente unas presuntas vestiduras morales. Entiendo a la perfección que en ocasiones puede haber un bien superior que obligue a determinadas renuncias sobre alguna decisión particular. Sin duda, gran número de militantes del PCE discrepaban en su fuero interno de la decisión de la dirección del partido al aceptar, en la primavera de 1977, una bandera y una forma de Estado con la que nunca se habían sentido identificados, y no por ello abandonaron en masa la organización ni montaron escandalera alguna.

Pero, volviendo al ejemplo-test al que me refería poco antes, ¿cuál es el valor superior por el que se renunció en el mes de diciembre a llevar a cabo un debate en profundidad sobre la Lomloe en el Senado? Porque en el caso de los Presupuestos existía una respuesta perfectamente atendible para ello: la urgencia de que el Gobierno de la nación y los Gobiernos de las autonomías dispusieran cuanto antes de los recursos que necesitaban para afrontar una situación de extraordinaria gravedad colectiva. Pero este mismo argumento ¿resultaba aplicable también a una ley educativa? ¿No deberíamos hacernos más bien el planteamiento contrario y defender que el valor superior por salvaguardar era en ese momento un debate democrático abierto al máximo y crítico hasta el límite, habida cuenta de la trascendencia del proyecto precisamente en el ámbito de la formación de los futuros ciudadanos? ¿Podemos andar alardeando de que somos partidarios de una educación que fomente el espíritu crítico entre los más jóvenes si nosotros mismos somos incapaces de practicarlo desde las propias instituciones, y en este caso desde el propio Senado? ¿Acaso el escrupuloso respeto por el debate no forma parte de lo que bien podríamos denominar el garantismo democrático? ¿Hay mejor lugar que el Senado, como la cámara de reflexión que debería ser, para llevar a cabo una discusión sosegada y profunda sin las urgencias y servidumbres que se dan en el Congreso?

La principal amenaza que se cierne en estos momentos sobre el Senado no es que vaya a desaparecer y que en una futura reforma constitucional resulte lisa y llanamente eliminado. La principal amenaza consiste en que mute en algo parecido a una de esas estaciones de metro que por alguna razón se cerraron al público, quedando convertidas en meras estaciones-fantasma. Los pasajeros que viajan en los convoyes, al pasar a gran velocidad, las entreven fugazmente, iluminadas y con todas sus instalaciones a punto, pero despojadas de cualquier función. Sin duda, esta no puede ser la metáfora del Senado. Aunque haya otra, íntimamente unida a ella, todavía peor si cabe: la del ágora vacía.

Manuel Cruz es filósofo y expresidente del Senado. Autor de Transeúnte de la política (Taurus).

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