El señor de los pactos

El señor de los pactos

Cuando el PSOE llegó al poder en Andalucía en 1978, el presidente de Estados Unidos era Jimmy Carter, Sony no había inventado el Walkman y Arconada acababa de debutar como portero de la selección. El futuro líder de Ciudadanos, Albert Rivera, no había nacido.

El mundo cambia y los socialistas siguen gobernando a los andaluces, sobreviviendo incluso a la contradicción de que haya tenido que ser el rostro de la nueva política el que ha terminado por alargar la vida de esa agencia de colocación y clientelismo que es la Junta, donde todo suele cambiar para seguir igual y se cumple la regla de Francis Underwood en House of Cards de que en política «siempre está bien que te deban favores».

Y, sin embargo, no se puede negar a Rivera cierta coherencia dentro de esa supuesta incoherencia, porque las posibilidades de que algo cambie en Andalucía habrían sido mucho menores –nulas, en realidad– sin el pacto con el que Ciudadanos desbloqueó la gobernabilidad. Al dejar de lado siglas y trincheras durante la negociación, en Sevilla o Madrid, poniendo sobre la mesa medidas contra la corrupción antes que cargos, Rivera ha logrado en un par de semanas introducir en ayuntamientos y comunidades más reformas de regeneración que los partidos tradicionales en décadas.

La facilidad con la que populares y socialistas aceptan ahora esas demandas para aferrarse al poder pone en duda su sinceridad –¿tan difícil era?– y va en contra de la naturaleza de un bipartidismo herido por sus propias promesas incumplidas: pido todas las medidas de regeneración posibles mientras cruzo el largo desierto de la oposición y las olvido al llegar al poder. Me quejo de la falta de independencia de la Justicia en la oposición y en cuanto tengo mayoría absoluta cambio para mi beneficio la forma de elegir el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Protesto por el trato que me da la televisión pública y cuando está en mis manos pongo al frente a alguien tan neutral como José Antonio Sánchez («Yo voto al PP y seguiré votando al PP»). Aseguro estar a favor de la democracia interna de los partidos y nombro a mis candidatos a dedo, alejando de la política a cualquiera con aspiraciones de hacer carrera mediante el mérito.

El Gobierno puede propagar todo lo que quiera las mejoras económicas, y es cierto que de los países que estaban al borde del precipicio nos va mejor que al resto, pero no debería confiar en el regreso del electorado que le acaba de dar la espalda hasta que envíe una señal clara de que los sacrificios exigidos a los ciudadanos en estos años servirán para algo más que volver al modelo económico que nos llevó a la ruina en primer lugar. Si vas a exigir impuestos noruegos a cambio de servicios griegos, alegando una emergencia nacional, lo mínimo que puedes ofrecer a cambio es un plan de austeridad política a la alemana y la expectativa de una verdadera regeneración. No se trata de reducir el número de asesores y coches oficiales, que también, sino de demostrar que se pone el interés del país por encima del propio y que se tiene el coraje político para asumir reglas del juego imparciales, incluso cuando no te convienen.

La percepción de que rara vez ha sido así ha permitido la irrupción de Podemos, Ciudadanos y los demás partidos que ayer transformaron el mapa político municipal. Mientras el Partido Popular se lame las heridas de su «victoria» –ha perdido el poder en las 10 principales ciudades del país a excepción de Málaga– y los socialistas buscan justificar la irresponsabilidad de algunos de sus pactos, queda la familiar sensación de que los partidos tradicionales siguen sin entender el cambio que ha vivido el país tras la crisis económica. Con Albert Rivera al menos queda la duda y, en adelante, la posibilidad de despejarla allí donde ha emergido como guardián de la vieja política.

David Jiménez, director de El Mundo.

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