El sentido de la Democracia

Por Pedro González Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos (ABC, 08/09/06):

LA democracia, aseveraba Winston Churchill, «es el menos malo de los sistemas, exceptuando todos los demás». Una democracia, la española, que debe ser objeto de algunas reflexiones, aprovechando el sosiego de estos días de asueto veraniego.
En España -esgrimiría el político británico- la democracia, en estos cerca de treinta años de régimen constitucional -podemos fijar su comienzo en junio de 1977, con ocasión de los primeros comicios democráticos, o, mejor, en diciembre de 1978, al hilo de la aprobación de nuestra Carta Magna-, habría demostrado sobradamente que es no sólo la menos mala, sino la mejor de las formas de gobierno. Gracias a ella se reconocían y garantizaban las libertades y los derechos fundamentales; se reintegraba la soberanía al pueblo; se cerraban las heridas fraticidas de una Guerra Civil; y se procedía a igualarnos a todos, a través del establecimiento de un auténtico Estado de Derecho, entendido, según el presidente John Adams siguiendo a la Constitución de Massachusetts de 1790, como «government of law, not of men».
Todo ello fue posible gracias a la generosidad de españoles y partidos políticos que, desde la responsable asunción del pasado, decidieron, con conocimiento y libremente, cerrar las heridas pretéritas, y alumbrar un deseable futuro en el que, esta vez sí, clausurábamos la puerta a los abismos del odio y entrábamos a vivir, esto es, a convivir, en paz y libertad. Este fue el legado de la Transición Política y de su síntesis político-constitucional, es decir, de la Constitución de 1978. Esta, y no otras extrañas reivindicaciones, es la que tendría que centrar nuestra atención, y hasta conmemoración, y no injustificadas búsquedas de una problemática e inoportuna Memoria histórica.
No sabemos, sin embargo, por qué extraño motivo seguimos empecinados en querer descubrir o redescubrir ad infinitum nuestros rasgos identitarios. ¡Como si no fueran ya suficientemente conocidos, correctamente estudiados y debidamente respaldados por el contrastado análisis histórico! Un proceso que, además de reabrir cerradas heridas, despertando discordias ya felizmente enterradas, promueve la desconfianza, favorece las dudas, crea la desavenencia, da alas a la división y dificulta la convivencia.
¡Mucho ojo! En este hacer, la clase política, y de manera especial los que gobiernan -ya sea a nivel nacional, autonómico o municipal-, pero también los que, estando en la oposición hoy, desean hacerlo mañana, tienen una responsabilidad histórica. Lo apuntaba acertadamente Cicerón en sus De Officiis: «Los que aspiren al gobierno del Estado deberán tener presentes siempre dos máximas: la primera, que han de mirar de tal manera por el bien común, que a él se refieran todas sus acciones, olvidándose de sus propias conveniencias; la segunda, que todas sus preocupaciones y toda su vigilancia se extiendan a la totalidad del Estado, no sea que por mostrarse celosos de una parte se desentiendan de las demás». No me negarán ustedes, si proceden a releer con atención tales palabras, su rabiosa actualidad.
Dicho en otros términos, podríamos concretar dos obligaciones principales en todo gobernante que se precie. De una parte, que hay que gobernar para todos, con independencia de filias o fobias, de semejanzas o desencuentros, de apoyaturas o críticas. No caben güelfos ni gibelinos, ni discriminatorias dádivas ni ejemplarizantes castigos. Todos los sectores de la ciudadanía, incluidos los que presumible o contrastadamente no hayan respaldado con su voto a los gobernantes elegidos, gozan en una democracia del status de actores, y además principales. No existen, cual fractura insuperable, de un lado, los activos figurantes, y, de otro, los diletantes espectadores. Y, de otra, que el refrendo popular legitima evidentemente para poner en marcha los correlativos programas de gobierno. ¡Faltaría más en democracia, donde vox populi, vox Dei y Roma locuta, causa finita! Pero tampoco deberíamos echar en saco roto otra obligación frecuentemente pospuesta. Me refiero a la simultánea tutela de los derechos de las minorías -obligadas, claro que sí, a aceptar los resultados electorales adversos-; especialmente, si éstas son muy significativas, cuando no casi equiparables a la mayoría. Este es el significado del decir de otro presidente norteamericano, Abraham Lincoln, para desgranar tan benévola manera de organizarnos participativamente en libertad: «El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo».
Pero -¡no olvidemos!- a los gobernados también se les ha de exigir. De un lado, a ejercer responsablemente su derecho de sufragio, y a reclamar de sus gobernantes la satisfacción de sus promesas electorales y, sobre todo, el buen gobierno del Estado, que es afirmar el gobierno de todos, pues a todos afecta y a todos compete. Nadie queda al margen, porque la marginalidad no es postulable en democracia, toda vez que en ella no caben exclusiones no deseadas. Y, de otro, que no podemos estar sólo satisfechos, en cuanto que ciudadanos o integrantes de un grupo social, cuando se nos satisfacen todas y cada una de nuestras pretensiones, aunque puedan ser razonables, e incluso justas.
Desde tales consideraciones debemos poner término al sectarismo y la estigmatización de los que no piensan y actúan como uno. La democracia, como queríamos destacar con el título que abre las presentes reflexiones, es de todos y para todos. Esta es su estructura más consustancial, y la que ha hecho posible, entre todos nosotros, un desarrollo social, político y económico que nadie hubiera augurado no hace demasiados años. En la democracia se han de satisfacer, pues, colegiadamente dos premisas. Primera, que la democracia es coparticipada y coparticipativa, ya que en ella el hombre, en tanto que zoon politikon, encuentra y define su vida social. Y segunda, que hay que saber preservarla y encauzarla. El mal gobierno de los asuntos públicos arrastra, a la postre, ¡no seamos ingenuos!, el bienestar de la Nación, que asimismo integramos todos, afectando inexorablemente también a los propósitos más privados. De aquí que Aristóteles afirmara, con razón, que de la democracia sólo se desinteresan los necios.
Quizá muchos de ustedes piensen que estas consideraciones son excesivamente genéricas, pero creo que llevan implícitas las explícitas causas del diagnóstico de las diatribas que zarandean nuestra convivencia. ¡Unas cuestiones tan significativas como lo eran ya en la época de la Atenas de Aristóteles y Pericles, en los tiempos de los presidentes John Adams y Abraham Lincoln y del reverenciado Winston Churchill! Un concierto de voluntades que debemos seguir codecidiendo entre todos, ciudadanos y partidos de toda clase y factura. Enterremos definitivamente los brotes inquisitoriales y de facción. Recuperemos el sentimiento e impulso común, y abordemos las tareas que, en realidad, a todos importan. El objetivo, reforzar nuestra encomiable forma de gobierno, la manera de ser y de comportarnos en sociedad, y que merece mucho la pena. ¡Se llama democracia, y hablamos de España, de la España democrática y constitucional!