El sentido de la vida

El marco de nuestra civilización está herido y el Covid-19 no ha hecho sino agudizar y visibilizar el dañino estado de las desigualdades sociales, las gravísimas consecuencias de la destrucción de los ecosistemas, las fracturas y polarizaciones que se van ahondando, el papel grotesco de los populismos que pueden llegar hasta el punto de asaltar las instituciones democráticas, como estupefactos vimos semanas atrás en el Capitolio y, en fin, lo lejos que estamos de comportarnos como hermanos y hermanas de una única familia humana. Las carencias y los problemas, con todo, no nos impiden ver la grandeza del servicio y la entrega de tantas mujeres y hombres que nos sostienen y se afanan por hacer el bien, a veces arriesgando sus vidas.

En medio de un contexto social tan preocupante, la pandemia está afectando seriamente a nuestro estado de ánimo y provocando en no pocas personas una crisis -los psicólogos hablan de ‘fatiga pandémica’- ante la que afloran malestares diversos junto a preguntas sobre el modo de vida que llevamos, así como sobre el origen y el destino de nuestra existencia. Con atinadas palabras recoge el Papa Francisco en ‘Fratelli tutti’ esta experiencia mundial: «El dolor, la incertidumbre, el temor y la conciencia de los propios límites que despierta la pandemia, hacen resonar el llamado a repensar nuestros estilos de vida, nuestras relaciones, la organización de nuestras sociedades y sobre todo el sentido de nuestra existencia» (FT, 33).

A lo largo de estos meses se ha ido repitiendo la cantinela de si de ésta saldremos mejores o peores. Respuestas hay para todos los gustos, según sea el estado de ánimo del que responde. En general, nos damos cuenta de que el mero hecho de vivir algo no garantiza que uno sea capaz de convertirlo en una oportunidad de mejora; necesitamos poner en juego la fuerza débil, pero decisiva, de la libertad orientada hacia el bien para que salga de nosotros algo que nos permite decir: ‘Esto me ha reforzado en mi humanidad, me ha hecho mejor’; o ‘gracias a esta dura experiencia estoy descubriendo lo esencial’.

Yo creo que para dar ese paso hace falta, sobre todo, poner lo que nos hace sufrir, amedrenta, entristece, inquieta o duele, a la luz de la ‘claridad’. Con versos de Claudio Rodríguez: «Siempre la claridad viene del cielo;/ es un don: no se halla entre las cosas,/ sino muy por encima, y las ocupa/ haciendo de ello vida y labor propias».

Que la claridad viene del cielo y es un don fue hace casi cinco siglos también la experiencia del santo fundador de la Compañía de Jesús, cuyo quinto centenario de su conversión celebraremos este año 2021. El tiempo propicio para Ignacio no vino de una vivencia magnífica y placentera, sino de una grave herida en una batalla en la defensa de Pamplona, seguida de una larga y penosa convalecencia en su casa familiar de Loyola. Se le truncaron todos los planes de honor y gloria y se le fueron abriendo otros caminos de servicio y humildad tras las huellas de Cristo. No ocurrió de repente, sino después de mucho y abnegado trabajo interior, en ocasiones con grandes dosis de angustia.

Durante su estancia en Loyola entre 1521 y 1522, tal como nos cuenta su autobiografía, «así su hermano como todos los demás de casa fueron conociendo por lo exterior la mudanza que se había hecho en su ánima interiormente», y sospechaban que «quería hacer una gran mutación». Ya en Manresa se pregunta Ignacio: «¿Qué nueva vida es esta que ahora comenzamos?», reconociendo, más adelante, «que le parecían todas las cosas nuevas», cuando sus ojos estaban ya iluminados por la claridad que alumbra las cosas, pero no procede de ellas, sino de lo alto, y necesita del concurso humano libre.

Ignacio no luchó contra molinos de viento, sino contra enemigos reales y contra los gigantes que tenía dentro de sí. Afrontó un combate interior intenso del cual nació su capacidad para discernir y para ofrecer un método para que lo hicieran también otros. Sus tiempos más recios se convirtieron en tiempos de gracia. Trabajó a fondo por bucear en su interior y por formar un grupo de hombres dedicados al mayor servicio divino, y gracias a las crisis sufridas descubrió que últimamente la claridad no se conquistaba, ni se podía comprar, era un puro don, sin precio y con valor inestimable.

Descubrió también que el don de la claridad, en la valiosísima forma de sentido de la vida, permite ante la dificultad mantener la capacidad de amar y luchar, y exige constante trabajo interior y ardientes deseos de conseguirlo. No se recibe el don contra la libertad, ni adviene de forma mágica, sino a través de las mediaciones humanas y los procesos donde se da el afloramiento de sentimientos y el ponerle nombre a las cosas que nos afectan (culpas, remordimientos, sinsentidos, vivencias negativas y positivas...). Ignacio lo tuvo que hacer bastante solo y autodidácticamente, pero a nosotros, para adentrarnos por esas veredas, nos conviene normalmente el acompañamiento de alguien experimentado, alguien confiable que sepa escuchar y aconsejar. Ciertamente no me refiero a la compañía de manuales de autoayuda o de recetarios facilones que se encuentran en internet.

Hay muchos momentos que ofrecen una oportunidad para redescubrir lo esencial de la vida: eso que vemos que aconteció en la conversión de san Ignacio. Para él comenzó con la recuperación de las heridas y el cierre de las vías de realización y éxito que hasta ese momento había anhelado, pero encontramos momentos similares en otras situaciones que estos meses están siendo muy comunes: en la pérdida de algún ser querido o la visita de la enfermedad; en la culpa por haber sido canales de contagio para otros o por no haber podido despedir a un padre, una madre, un hermano o un amigo; en las quiebras económicas o en los fracasos vitales en ámbitos profesionales o afectivos... Son momentos en los que se produce una sacudida especial que puede encender un proceso de cambio para peor o para mejor. Son puntos de inflexión para entrar en un camino de transformación interior duradero. No por casualidad el de Loyola se consideró siempre a sí mismo más como un peregrino que como alguien que ya hubiera alcanzado la meta.

En medio de todo lo que nos conmociona, tenemos una gran ocasión para dejar que la crisis tremenda que nos está tocando vivir provoque una búsqueda existencial y espiritual de la que salgamos más humanos y dispuestos a buscar caminos de reconciliación con nosotros mismos, con los demás, con la creación y con Dios; más abiertos a la sencillez, a la gratuidad, a la sorpresa y a la pequeña-gran tarea de redescubrir lo esencial, donde se halla el sentido de la vida.

Julio L. Martínez, SJ es rector de la Universidad Pontificia Comillas.

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