El sermón de las porras y las cabezas

Cuando todo lo agita la maldita crisis, hay gentes razonables, incluso políticos profidén al borde de un ataque penal, que cantan: «Hay que empezar por la educación». La crisis agudiza la lírica. Pero cuando los estudiantes se manifiestan en las calles libro en mano, unos en defensa de la escuela pública y otros solo para poder quitarse la bufanda en el aula, son torpemente disueltos a golpes de porra en la cabeza, justamente ahí donde se aloja su mayor capital cultural y su mejor herramienta de trabajo; o en las piernas, para que salgan corriendo y consideren la huida a Laponia como un recurso vital.

La cuestión educativa es muy grave y merecería mejores modos. No tenemos aún las palabras para conceptualizarla en todo su alcance, ni tampoco la imaginación libre de servidumbres epistemológicas para pensar a fondo sus alternativas. Nada ayuda el tempo de la política, plazo corto y porra fácil. Llegan al foro los nuevos, quitan esa asignatura que no les gusta, añaden un año de bachillerato y bajan los sueldos a los docentes, esos vagos irresponsables.

No se puede o no se quiere meter mano a los sacrosantos intereses económicos de las clases dominantes y sus gestores políticos (ya saben ustedes: trileros electrónicos, mafiosos, usureros sin fronteras y sus palmeros mediáticos), pero ¡ay si alguien osa moverse!: se usan a fondo las porras y se dispara al pianista.

Y usted y yo somos los pianistas: ciudadanos perplejos de una Europa invertebrada y en vías de subdesarrollo constatando que la verbena se acabó y ya no va a volver. La moraleja que nos propinan es de fábula antropomórfica: ya que todos vivimos antaño como cigarras sin deberes, suframos hogaño condena como hormigas sin derechos. Hay que ser realistas y apretarse el cinturón, que en alemán es gürtel. Y la poda empieza por lo más básico: casa, comida, cariño y comunidad. Sus antónimos éticos se nombran crudamente así: desahucio, hambre, insolidaridad y exclusión. Y lo que veremos. El bueno de Darwin sería hoy asesor del Banco Mundial.

La vida digna de los humanos empieza por el cuidado de los nacidos de su especie y acaba en el duelo por su agonía y muerte. Justo por ahí van los primeros recortes: educación y sanidad. Empecemos por eso, no sea que el enemigo pierda pronto el miedo y exija dignidad. Es una vergüenza. Y no se diga «es lo que hay», porque con voluntad política otros escenarios habría más equitativos, menos injustos y dolorosos; eso sí, aceptando la necesidad de cambiar ciertos estilos de vida estimulados por la persuasión publicitaria de años de un consumismo descerebrado. Austeridad, sí, pero con la cabeza alta (con casco, por si acaso) y el ánimo jovialmente combativo.

Déjenme decirles, para acabar este sermón desmedido, dos banalidades más sobre educación. Primera: durante decenios la escuela ha sido el más eficiente y equitativo ascensor para impulsar la movilidad, la cohesión social y la inserción laboral. En muy pocos años el mundo ha cambiado, transmutando tiempos, espacios, ideas y relaciones sociales. Los alumnos han cambiado también; son nativos digitales de un tiempo nuevo de incertidumbre y precariedad. Los sistemas educativos han cambiado poco o nada; su naturaleza, criterios organizativos, procedimientos, liturgias y rutinas siguen siendo básicamente los mismos de la primera revolución industrial. Henry Ford tuvo su escuela; Bill Gates o Steve Jobs aún no la tienen. La noble pedagogía del siglo XIX pasó por el XX sin apenas cambiar las estructuras escolares.

A inicios del XXI las costuras de los sistemas educativos están reventando ante la fiebre desreguladora del ultraliberalismo y su ansia de liquidación del trabajo y la cultura, dos costes inútiles a la luz de su feroz codicia monetaria. Algunos hábitos educativos tradicionales deben conservarse porque son las fuentes morales de nuestra civilización grecolatina humanista. ¿Quieren un solo ejemplo sustantivo de ese conservadurismo radical? Enseñar bien a leer, hablar, escribir, contar, mirar, reflexionar, sentir, elegir, amar.

Segunda banalidad: para impulsar esta urgente revolución educativa en nuestra sociedad hipertecnológica y dominada por el nihilismo materialista del mercado, está disponible una legión de docentes vocacionales, intelectuales críticos, orgullosos de su trabajo, que, estoy seguro, serían capaces de entregarse a esa tarea de transformar prácticas y cambiar a fondo las estructuras de un sistema educativo que tampoco a ellos les recompensa. Están en ello. Como aquel seductor flautista de Hamelin, millones de alumnos los seguirían con la curiosidad, el gozo y el esfuerzo de quien aprehende el mundo junto a adultos significativos.

Conocemos bien el funcionamiento del cerebro humano, qué es la inteligencia y cómo se aprenden fraternalmente las obligadas virtudes cívicas. ¿Exceso de optimismo? Dice José Antonio Marina, dueño de una cabeza excelente y por ahora sin porrazos, que «es necesario dejar el pesimismo para tiempos mejores». A la calle, pues, ciudadanos, pero controlemos férreamente a esa fotogénica banda de los vándalos habituales, tan nihilistas como el rampante capitalismo de rostro inhumano. Más cabeza y menos porra.

Por Fabricio Caivano, periodista.

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