El sesenta aniversario del 'juicio del siglo'

Hace exactamanet 60 años, el mundo entero comenzó a seguir con horrorizada expectación el juicio contra el oficial nazi Adolf Eichmann, principal organizador de la deportación en masa de los judíos a los campos de exterminio. Israel procesaba penalmente por vez primera a uno de los mayores impulsores de lo que en los tenebrosos tiempos del Tercer Reich se denominó la solución final de la cuestión judía (Endlösung der Judenfrage).

El caso Eichmann supondría un antes y un después para el Derecho penal internacional. Y su retransmisión simultánea por las televisiones de 37 países sacudió la conciencia planetaria sobre el Holocausto, la mayor barbarie de la historia de la Humanidad. El 11 de abril de 1961 arrancaba en Jerusalén el entonces llamado juicio del siglo.

Desde el punto de vista jurídico, el interés del caso Eichmann resulta capital. La retransmisión del juicio supuso otorgar publicidad a un proceso penal como no se había hecho hasta entonces, convirtiéndose los televidentes de medio mundo en auténticos fiscalizadores de la función jurisdiccional, en verdaderos observadores imparciales. Un juicio que pretende ser justo ha se ser, y así se acababa de plasmar en la Declaración de Derechos de la ONU, un juicio público. Además, al otorgarse publicidad al proceso que llevó a Adolf Eichmann a la horca, se buscó, por un lado, generar en los ciudadanos espectadores el más absoluto repudio hacia el Holocausto y, por otro, que se sintieran intimidados a través una sentencia ejemplarizante.

Junto a estas cuestiones, en sí mismas de enorme interés, surge otra como destacada y principal: el caso Eichmann supuso el punto de partida para la elaboración de un nuevo tipo de responsabilidad penal. Surgían nuevas modalidades de organización criminal que involucraban a diversos sujetos en relaciones muy complejas, y la estructura del Derecho penal de entonces, construida pensando única y exclusivamente en el autor individual, resultaba inadecuada e insuficiente. El Tribunal de Israel se mostró favorable a admitir una responsabilidad colectiva cuya aceptación se acabaría imponiendo en Derecho penal internacional. El desarrollo teórico de semejante responsabilidad llegaría de la mano del insigne penalista alemán, entonces joven profesor, Claus Roxin.

Al igual que en todos los juicios de los nazis, en el caso Eichmann resultó decisivo el concepto de obediencia debida. Los acusados alegaban, para eximirse de responsabilidad, haber actuado cumpliendo órdenes de sus superiores (Befehl ist Befehl; una orden es una orden). Por esa razón, el concepto de obediencia debida, aceptado hasta entonces por la mayor parte de los países europeos, resultó entonces fuertemente cuestionado, hasta el punto de que en los llamados Principios de Núremberg se estableció expresamente que para los crímenes de guerra el hecho de actuar bajo las órdenes del propio Gobierno o de un superior no exime a una persona de su responsabilidad, siempre que esa persona hubiera tenido la posibilidad de actuar de otra forma (Principio IV). Así, tampoco en este caso se aceptó la eximente de la obediencia debida, pues el Tribunal de Israel consideró que Eichmann sí pudo actuar de otra manera, al no existir, a juicio del Tribunal, un peligro inminente para su vida. Más bien al contrario: Eichmann incluso se había excedido en sus funciones, mostrando, a la par, entusiasmo y ambición.

La condena de Adolf Eichmann no está, sin embargo, exenta de reproches desde un punto de vista jurídico, pues no podemos olvidar que, como en general sucedió con todos los juicios de nazis, para aplicar una suerte de justicia material a la mayor barbarie de la historia de la Humanidad hubo que sacrificar unas cuantas reglas y violar otros tantos principios penales.

En este sentido, Eichmann alegó –al igual que habían hecho previamente los nazis de los juicios de Núremberg– la prescripción de los delitos que le eran imputados y la irretroactividad de la ley penal. Además, de acuerdo con el principio de territorialidad, Eichmann debía ser juzgado en Alemania y no en Israel, al ser aquél el lugar de la comisión de los delitos. Ni que decir tiene la condena que merece el hecho de que Eichmann llegara al juicio tras ser secuestrado y torturado por los servicios del Mossad en Argentina, donde vivía con su familia bajo una identidad falsa.

Todo esto se obvió, y el Tribunal de Jerusalén, tras adherirse a la peculiar reinterpretación del principio de legalidad como principio general de equidad realizada por Tribunal Militar Internacional de Núremberg, consideró «justo» el enjuiciamiento de los crímenes, rechazando todas y cada una de las alegaciones de la defensa de Eichmann. Finalmente, la condena sería a la pena de muerte, a pesar de que ni siquiera existía tal pena en Israel. La noche del 31 de mayo de 1962 Eichmann murió ahorcado en la ciudad de Ramla.

Sea como fuere, todas estas cuestiones, aun 60 años después, siguen teniendo plena actualidad: los siempre cuestionados fines de la pena, la repercusión mediática de los juicios, la necesidad de avanzar en las reglas de la extradición para evitar los paraísos de delincuentes, la todavía vigente discusión en torno a la fundamentación de la responsabilidad penal en determinados ámbitos organizativos, el cumplimiento de las órdenes antijurídicas, las relaciones entre el Derecho y la moral, etcétera.

También sigue viva como el día en que se formuló la famosa reflexión acerca de la banalidad del mal que la filósofa Hannah Arendt elaboró a propósito del caso Eichmann y que serviría de subtítulo a su libro Eichmann en Jerusalén. La corresponsal de la revista The New Yorker, además de recoger las sesiones del juicio, dedicó unas páginas a reflexionar acerca de la personalidad de Eichmann, para concluir que no se trataba de un ser malvado, carente de toda ética, como trataban de dibujar los medios de comunicación, sino de una persona corriente. «Lo más grave», escribió Arendt sembrando la polémica, «era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales».

Beatriz Escudero García-Calderón es profesora de Derecho penal en CUNEF Universidad.

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