El siempre comprensible miedo de los vecinos

En el plazo de tres meses he sufrido dos demandas civiles a la policía por el mismo motivo, la primera me pareció una fábula moral, la segunda un termómetro del miedo. En la primera acababa de aterrizar repatriado desde Nueva York, en plena pandemia, y cuando conseguí llegar a la única casa en la que me podía alojar, en Aljaraque, Huelva, una vecina que me ha visto crecer desde la infancia prefirió llamar a la policía antes de preguntarme por qué estaba allí con mi mujer y mi hijo de un año. La segunda ha ocurrido esta misma semana, en Buenos Aires, recién trasladado con mi familia y a pesar de haber dado al portero del edificio nada más llegar una documentación que demostraba una PCR negativa de todos los miembros de la familia, el administrador ha preferido denunciarnos al Gobierno de la ciudad por salir a hacer la compra y no cumplir con el estricto protocolo de cuarentena impuesto por el Gobierno argentino (a pesar, repito, de haber testeado negativo). Todo ello, por supuesto, sin haber cruzado ni una sola palabra con nosotros.

Se dirá que, aunque severas, las dos demandas son estrictamente legales y están motivadas por un miedo justificado. Más aún, que las dos demandas nacen precisamente de un loable cumplimiento de la ley que redunda en beneficio de todos. Pero las cosas impregnadas por el miedo nunca tienen una resolución sencilla. La siempre aguda Hannah Arendt supo ver cómo en la Alemania nazi muchos ciudadanos se ampararon en las leyes antisemitas para aprobar y canalizar su miedo. Y que lo mismo podía decirse del otro lado de la moneda; para Arendt, el problema del juicio a Adolf Eichmann —uno de los máximos responsables del Holocausto— no era tanto que hubiese desobedecido la ley —de hecho, había sido un ciudadano ejemplar—, sino que no hubiese sido crítico con un mandato que no debía ser obedecido. Al final de todo, y más que por haber alentado la muerte de seis millones de judíos, a Eichmann sólo se le podía juzgar por no haber sido crítico. El delito de Eichmann, para Arendt, era haber obedecido la ley.

Las dos demandas en las que me he visto envuelto comparten, a pesar de sus diferencias, un elemento común: en los dos casos se ha apelado a las fuerzas de seguridad como a una instancia supraterrena que debía ser obedecida de manera implacable y acrítica, y en las dos instancias se me ha evitado como interlocutor y se ha optado directamente por la judicialización del episodio. No creo que sea casualidad ni tampoco que se circunscriba solo a mi caso, al contrario, estoy convencido de que se trata de un patrón que han sufrido muchas personas. Ambas características me parecen dolorosos signos comunes de esta nueva normalidad.

Más preocupante aún ha sido comprobar que, al relatar los episodios, no pocas personas han disculpado con un nerviosismo casi automático el “comprensible miedo de los vecinos” al realizar esas denuncias, tal vez porque reconocían en ellos mismos la posibilidad de esa reacción. A nadie parecía asustar que no hubiese habido la interacción más elemental antes de hacer intervenir a la policía. Si trasladáramos la situación a un nivel internacional, sería lo mismo que un país decidiera bombardear directamente a otro no solo antes de hacer el menor esfuerzo diplomático, sino de averiguar si lo que había motivado la agresión no era más que un malentendido. Pero la lógica que sirve para lo grande no parece poder aplicarse aquí para el individuo. Se equivocaba Hobbes, un país no es un hombre en grande.

Lo cierto es que, al margen de nuestras desventuras familiares con la justicia —parecidas, estoy seguro, a las de millones de ciudadanos en todo el mundo—, esta promoción gubernamental de la demanda ha alentado algo más oscuro y radical. Nuestro miedo al otro no solo ha quedado habilitado y “dignificado” por la ley, sino que nos ha permitido colgarnos la medalla del ciudadano ejemplar tras hacer lo que en otro momento se habría considerado una simple y llana delación. Hace pensar también en que no deberíamos olvidarnos de investigar, cuando los medios y la tranquilidad lo permitan, hasta qué punto las propias autoridades policiales han cometido durante todos estos meses abusos o insensateces —porque el sentido común no es un bien común, y no creo sorprender a nadie diciendo que la policía no es precisamente infalible— en ese estricto cumplimiento del protocolo con el que supuestamente nos estamos protegiendo unos a otros. En muchas ocasiones la aplicación de la normativa encubre realidades mucho más complejas y no siempre tan loables, como el racismo, la xenofobia, el machismo o el chusco deseo de ver al otro pasar un mal trago. Hay, sin embargo, un truco muy sencillo para evitar la inmensa mayoría de esas situaciones. Antes de marcar al número de la policía, basta con acercarse a la otra persona y hablar con ella.

Andrés Barba es escritor y actual Jean Strousse Fellow de la New York Public Library.

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