El siglo de la genética

Han pasado 150 años desde que un joven monje agustino llamado Gregor Mendel, cruzando con paciencia especies diferentes de guisantes, logró descifrar las leyes de la herencia y completar así el eslabón que le faltaba a la teoría de la evolución de Darwin. La investigación de Mendel demostraba la existencia de una unidad de información biológica que determinaba la naturaleza de un individuo y se transmitía de padres a hijos. El hallazgo que iniciaba la revolución de la biología se publicó en una discreta revista y quedó en el olvido durante más de treinta años, hasta que en 1900 fue redescubierto y rescatado por el biólogo William Bateson. Las teorías de la herencia sentaban las bases de una nueva ciencia que Bateson denominó “genética”. Aunque todavía no se sabía qué era un gen, el biólogo británico tenía ya muy claro que aquello iba a tener enormes consecuencias. “Una determinación exacta de las leyes de la herencia producirá probablemente más cambios en la actitud del hombre respecto del mundo que ningún otro progreso que se pueda prever en el conocimiento científico”, escribió.

Con esta cita abre precisamente Siddartha Mukherjee su último libro, El gen, una historia íntima, que ya lleva seis ediciones en EE UU y acaba de editarse en España (Debate/La Campaña). El vaticinio se ha cumplido con creces. Cien años después, aquella ciencia no solo había descubierto la molécula que contiene toda la información genética -el ADN- y las reglas de su funcionamiento, sino que había sido capaz de secuenciar todo el genoma humano.

El primer borrador se completó justo el año 2000, lo que según Mukherjee, tiene mucho de simbólico: se iniciaba “el siglo de la genética”. “La influencia de los genes sobre nuestras vidas y nuestra persona es más intensa, más marcada y más perturbadora de lo que habíamos imaginado. Y la capacidad que estamos adquiriendo para interpretar, modificar y manipular de forma deliberada el genoma resulta aún más revolucionario e inquietante, porque permite alterar los destinos y las capacidades de elección”, afirma.

Ha costado más de lo que se pensaba, pero finalmente estamos en condiciones no solo de modificar nuestra propia herencia, sino de intervenir como agentes activos de la evolución. En los 17 años transcurridos desde ese primer borrador de genoma humano, han surgido nuevas técnicas que van a hacer posibles las promesas hasta ahora incumplidas de la terapia génica y la ingeniería de tejidos, e intervenir de forma deliberada sobre la herencia que se transmite a los descendientes, lo que plantea dilemas de gran calado.

El apasionante recorrido que Mukherjee hace en su libro por la historia de la genética permite observar la formidable aceleración que ha experimentado el conocimiento en las tres últimas décadas. Los grandes saltos disruptivos se han producido de la mano de grandes avances técnicos. Desde los potentes microscopios que permitieron adentrarse en el interior de la célula humana a la reacción en cadena de la polimerasa o la transferencia nuclear que ha permitido la clonación y la creación de organismos y animales transgénicos.

Mukerjee explica los entresijos de cada uno de estos grandes avances como una epopeya coral, con todos sus protagonistas relevantes. El factor humano, las ambiciones y las cuitas de los propios científicos, están también presentes en un relato que se detiene en cada uno de los grandes momentos y las grandes figuras. La historia de la genética tiene momentos culminantes que dan lugar a cambios disruptivos. Como cuando en 1943 Oswald Avery confirmó que aquella “estúpida molécula” denominada ADN era el santo grial que contenía toda la información genética del organismo. O cuando, en 1953 James Watson y Francisc Crick presentaron al mundo, después de mucho sufrir por miedo a que otros científicos se les adelantaran, la famosa estructura del ADN en forma de doble hélice.

Disruptivo fue también el experimento con el que Paul Berg logró incorporar el genoma de un virus en el genoma de una bacteria. Con este avance se abría la puerta a la secuenciación de genes y la clonación que más tarde, en 1996, daría lugar a la ovejita Dolly. Aparte del salto que significa poder crear un ser idéntico a otro, con esta clonación se demostró que era posible reproducir un ser vivo sin los mecanismos propios de la “reproducción”. Gran momento fue también cuando en 1977 Frederich Sanger publicó en Nature la secuencia completa del ADN de un virus. Aquel virus tenía apenas unos pocos genes, pero abría la puerta a secuenciar organismos más complejos, incluido el humano. La ciencia había aprendido a leer el lenguaje de los genes.

Estos avances dieron frutos tangibles muy rápidamente. El más emblemático, la producción de insulina mediante biotecnología. La técnica del ADN recombinante descubierta por Berg en 1971 hizo posible insertar genes humanos en una bacteria y que esta se pusiera a trabajar para producir las proteínas que esos genes codificaban. En 1974 Stanley Cohen y Herb Boyer registraron la primera patente (de procedimiento) del ADN recombinante. Su objetivo era producir insulina humana en cultivos bacterianos. Hasta ese momento, la insulina se obtenía a partir de páncreas triturados de vaca y de cerdo, a razón de 400 gramos de hormona por cada 3.200 kilos de páncreas. Y no era en absoluto segura para los humanos. En agosto de 1978 se lograron las primeras moléculas de insulina humana obtenida por biotecnología. El destino de los diabéticos cambió por completo. Un cambio disruptivo que permitiría producir todo tipo de proteínas y sustancias susceptibles de actuar sobre el organismo.

Pero el mayor hito fue la secuenciación del genoma humano. Mukherjee explica con detalle este capítulo de la historia de la genética en el que además de una enorme pasión científica encontramos altas dosis de otras pasiones humanas no tan nobles y mucha competitividad. En 2001 un consorcio público privado presentó por fin el Genoma Humano, con sus 3.200 millones de bases que traducirse en un texto, ocuparían 1,5 millones de páginas. Se esperaba encontrar unos 80.000 genes, pero solo había 20.867. Fue una gran sorpresa. Los genes constituían apenas una pequeña proporción del ADN. La naturaleza y función del resto es todavía en gran parte un misterio.

En 2006 llegó otro de esos momentos estelares. Se había avanzado mucho en la investigación del desarrollo embrionario y en el estudio de las células madre. Se trabaja con fruición con el objetivo de la ingeniería de tejidos en el horizonte. Se abrigaba la esperanza de que en poco tiempo fuera posible cultivar tejidos humanos y órganos por el procedimiento de incorporar el material genético de una célula del enfermo en un óvulo de donante y lograr así cultivar en el laboratorio el tipo de células que se precisara reparar: piel, cartílago, hueso, hígado, cardioblastos… Pero esa técnica tenía un gran inconveniente: suponiendo que pudiera superar todas las dificultades técnicas y fuera capaz de cultivar esos tejidos, para cada tratamiento se precisarían óvulos de mujer. Un donante por cada tratamiento.

En ese debate estábamos cuando dos equipos que trabajaban en desarrollo embrionario, el de Sinya Yamanaka en Japón y el de James Thomson en Wisconsin, EE. UU., encontraron un atajo formidable que provocó un cambio de paradigma: la reprogramación celular. Aplicando solo cuatro genes a células somáticas ya desarrolladas de una persona, por ejemplo de la piel, lograron que esas células retrocedieran en el laboratorio hasta la fase de célula embrionaria pluripotente. Es decir, lograron hacer retroceder el reloj biológico de una célula ya diferenciada hasta los estadios iniciales del desarrollo embrionario, de manera que podía dar lugar de nuevo a cualquier tipo de tejido celular del cuerpo humano. La promesa sigue ahí y se trabaja a buen ritmo, pero no está exenta de riesgo: uno de los genes necesarios para echar atrás el reloj es un potente oncogén.

La última y más revolucionaria, la técnica de edición genética CRISPR, permite cortar partes del ADN, retirar genes defectuosos y sustituirlos por otros. Y hacerlo con cortes limpios y sin afectar en principio al resto del genoma. Con esta técnica, no solo vamos a ser capaces de “leer” el genoma humano, sino de modificarlo. Por primera vez, la humanidad podrá reescribir su propio manual de instrucciones. Y eso afecta, como señala Siddhartha Mukherjee, a la propia definición de ser humano. La técnica, relativamente sencilla y asequible para cualquier equipo, se está extendiendo rápidamente. El mismo Mukherjee la utiliza en los trabajos de investigación oncológica que realiza en la Facultad de Medicina de la Universidad de Columbia. Con la edición genética se cierra el círculo que permitirá, en opinión de Mukherjee, el gran salto: modular a voluntad el ADN de cualquier organismo.

Pero conviene no precipitarse, como ocurrió con los primeros experimentos de terapia génica. La muerte del joven Jessie Gelsinger, que provocó una larga moratoria, demostró la necesidad de evaluar bien todos los efectos que puedan producirse. Y eso no va a ser nada fácil. Mukherjee cita varios escollos. El más importante es que la mayoría de los genes no funcionan a la manera de un plano, con relaciones lineales y previsibles, sino como una receta de cocina: pequeñas variaciones en la composición de los ingredientes pueden echar a perder el pastel. Lo que cuenta no son los elementos, sino las proporciones y las relaciones que se establecen entre los ingredientes. Otra dificultad es la naturaleza intrínsecamente imprevisible de algunos genes en su relación con el ambiente.

Hasta ahora solo se permitía intervenir para modificar el genoma con fines terapéuticos y sin afectar las células germinales. Pero hay una regla no escrita sobre los avances tecnológicos que dice: todo lo que se puede hacer y es útil, se hará. Si se puede modificar el ADN de una célula somática, también se podrá modificar el de una célula germinal y transmitir el cambio a toda la descendencia. El equipo de Edimburgo que clonó a la oveja Dolly ha creado una estirpe de gallinas transgénicas capaces de producir huevos con interferón humano, una facultad que se transmite ya de generación en generación.

Si se ha hecho con gallinas, también podría hacerse con humanos. Pero este paso requiere un debate social a fondo. En algunos congresos se ha sugerido limitar las intervenciones heredables a casos muy justificados de patologías que comporten un gran sufrimiento y en las que estén implicados genes de penetrancia elevada, es decir, fuertemente relacionados con la disfunción que se quiere corregir. Y nunca bajo coacción.

El visionario Betelson ya advirtió en 1900: “Cuando el hombre descubre el poder, siempre lo utiliza. La ciencia de la herencia no tardará en proporcionar un poder de una magnitud formidable; y en algún país, en un tiempo seguramente no muy lejano, ese poder se utilizará para controlar la composición de todo un pueblo. Que este control sea bueno o malo para ese pueblo o para la humanidad en su conjunto es otra cuestión”. Mukherjee acaba su libro con esta advertencia: “Si los genes determinan la naturaleza y el destino de un organismo, y los organismos empiezan a determinar la naturaleza y el destino de sus genes, estamos en un bucle. Cuando se empieza a pensar en los genes como un objetivo a conquistar, es inevitable empezar a imaginarse el genoma humano como un objetivo de conquista”. La conquista de los seres humanos transgénicos.

Milagros Pérez Oliva

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