El siglo XIX: sueño y realidad

Parece que fue ayer cuando celebrábamos entusiasmados la llegada del nuevo siglo, y han pasado ya diecisiete años sin cumplirse ninguno de los pronósticos. Con la caída del Muro berlinés y el anuncio de que «la historia se había acabado» (Fukuyama), al haberse impuesto la democracia como sistema político y el mercado como norma económica, nos prometíamos una paz eterna y un progreso ininterrumpido mundo adelante. De tal sueño nos despertó, el 11 de septiembre de 2001, el desplome de las Torres Gemelas neoyorquinas, corazón de Occidente, advirtiéndonos de que había un mundo al margen del nuestro que pedía entrada y exigía sitio. Desde entonces, todo han sido malas noticias, tanto fuera como dentro. La crisis económica de 2008, comparable a la de 1929, forjada precisamente donde estarían las dos Torres, fue la mayor de todas y sus efectos secundarios aún los estamos sufriendo. Los efectos políticos no fueron inferiores. En vez de paz hemos tenido guerras en todos los continentes, algunas de ellas todavía librándose, otras latentes. Ha vuelto la guerra fría entre Estados Unidos y Rusia, por más que sus presidentes compartan puntos de vista y enemigos, como el terrorismo islámico y la prensa. Aunque lo más grave es que se aprecian grietas en instituciones que creíamos consolidadas. No me refiero a la ONU y otros organismos internacionales, que siempre han tenido más fama que auténtico poder, sino a otras de menor volumen pero tanto o más importantes. La Unión Europea en primer lugar, que ha visto cómo uno de sus miembros desea abandonarla. Y no uno cualquiera, sino nada menos que el Reino Unido, cuya potencia militar, económica y cultural le da peso en el mundo. No es que los ingleses sintieran demasiado afecto por la UE –de hecho, ni siquiera estaban entre los socios fundadores–, pero aún así, es un desgarro importante. Únasele la crisis de los refugiados. Da la impresión de que media Asia y toda África intentan alcanzar el paraíso europeo. No llegan, como en las postrimerías del Imperio Romano, a caballo y con la espada desenvainada, sino en pateras o arrastrándose por las fronteras, dispuestos a ocupar los puestos de trabajo que los europeos no quieren. Pero aunque Europa necesita gente, sobre todo joven, debido a su déficit demográfico, de continuar las nuevas invasiones acabarán aplastándola. Sencillamente, no tiene capacidad para absorber a cuantos quieren venir.

Se unen a ello problemas nuevos, tanto o más difíciles de resolver, como el cambio climático, que por mucho que cerremos los ojos está ya aquí. Nuestro progreso se ha hecho a costa del medio ambiente y la naturaleza se venga alterando sus ciclos naturales. Hoy vemos tornados e inundaciones en España que antes sólo veíamos en el oeste norteamericano o en el sudeste asiático. Las temperaturas se han hecho más extremas en ambos sentidos y el recalentamiento global es innegable, como muestra la descongelación de los polos. Creíamos que era problema de nuestros descendientes, pero puede ser de los hoy jóvenes si llegan, como dicen, a los cien años.

Pero el mayor problema no es ninguno de los citados. El mayor problema es que, en vez de avanzar hacia el progreso, la igualdad y la libertad, como predijo Hegel, da la impresión de que volvemos atrás. O, por lo menos, que progreso y regreso andan entremezclados, complicando aún más las cosas. Al menos para los mayores. Crecí en una atmósfera en que las épocas clásicas y románticas se sucedían como las estaciones del año, compensando las unas a las otras. Las diferencias entre ellas iban desde la política hasta el atuendo. Marañón las caracterizaba por el pelo de los hombres: corto en las clásicas, largo, acompañado de barba, en las románticas. Ni que decir tiene que las clásicas eran conservadoras y las románticas revolucionarias. Pero hoy, clasicismo y romanticismo se dan a la vez, como lo conservador y lo revolucionario. Lo que produce la situación caótica en que vivimos, que supongo Marañón resumiría en esa medio barba de la jóvenes, más de no haberse afeitado que de otra cosa, y usan tanto los jóvenes del PP como los del PSOE, confirmándonos que vivimos una época clásico-revolucionaria, con rebelión de la clase media hundida, de la trabajadora en paro, de los jóvenes sin salida, de las mujeres maltratadas y de los viejos olvidados, al tiempo que crece el nacionalistas más rancio.

Tal revoltijo no hace más que aumentar el caos ideológico que desde un tiempo a esta parte sufrimos, ya que para gobernar se necesitan ideas claras. Algo que va desapareciendo de los programas de todos los partidos. Todos se sitúan en el centro –o, por lo menos, se atribuyen la representación de la mayoría–, pero luego cada cual tira por su lado. El mayor peligro que nos acecha viene del populismo y el nacionalismo, dos fuerzas que chocaron en el siglo XIX, que fueron derrotadas en el XX y que emergen aliadas en el XXI. El comunismo nació apelando al internacionalismo –¡«Trabajadores de todo el mundo, uníos!»–, pero hoy se alía con el nacionalismo para arremeter contra la globalización, que considera en manos de los explotadores de los pueblos. A éstos se dirige, apelando al instinto ancestral de la tribu, al tiempo que resucita la utopía del Estado comunal e igualitario, que condujeron a los gulags soviéticos, a las pirámides de calaveras camboyanas y, hoy, a las hambrunas norcoreanas y venezolanas. Pero eso es algo que nuestros jóvenes no saben, por la sencilla razón de que no se lo han enseñado. Les han enseñado sólo los fallos de nuestro sistema, para hundirlo mejor.

¿Tiene remedio? Pienso que sí, que lo tiene. Como todo en este mundo, excepto la muerte. Pero no es ni la vuelta a la tribu ni el «paraíso de los trabajadores», es la menos mala de las formas de gobierno, la democracia, la única capaz de aprender de sus errores y corregirlos. Pero para ello es necesario redefinirla, hallar su sentido verdadero, que no es el meramente etimológico, «gobierno del pueblo», sino el de la «responsabilidad del pueblo en el gobierno», algo que sólo se consigue a través de un equilibrio de los tres poderes públicos, el ejecutivo, el legislativo y el judicial, independientes y controlándose entre sí. Con la ciudadanía alerta a lo que hacen y olvidan hacer. Democracia no es votar cada cuatro años y dejar a los partidos los asuntos de Estado. Menos todavía es esperar que el Estado nos resuelva nuestros problemas. Somos nosotros quienes debemos resolver los problemas del Estado, exigiendo a políticos, legisladores y jueces que cumplan con su deber. En pocas palabras: los problemas de la democracia se solucionan con más democracia, no con menos, como pretenden los demagogos para gobernar luego en dictadura. Pero una democracia fuerte, auténtica, sólo se logra cumpliendo cada cual con su deber particular, y todos, obedeciendo las leyes que nos hemos dado, pues del caos nunca saldrá la Justicia. Lo dijo ya Goethe: «Sólo la plebe sigue su capricho, el cívico elige el orden y la ley».

José María Carrascal, periodista.

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