El significado del 'burka'

En el momento en que escribo, no sé cómo se las va a arreglar Nicolas Sarkozy para acallar el ruido de los escándalos que arrastra tras él, ni el de las reformas a las que ha renunciado, ni el de esa impopularidad cuyos efectos está sufriendo incluso en sus propias filas.

Pero me preocupa bastante más Barack Obama. Somos muchos los que mantenemos con este presidente una relación verdaderamente pasional. Por mi parte, he llegado a dar gracias al cielo por haber podido asistir a su emergencia, celebrar el milagro racial de su elección y, sobre todo, he de reconocerlo, disfrutar del placer literario, intelectual y político que me producen sus discursos. Sostengo que harán época. Y confirmo que he encontrado acentos camusianos en algunas de sus fórmulas.

Pero he aquí que hoy me reprochan el aspecto definitivo, según dicen, de mi desencanto, la imprudente precipitación con la que, al parecer, he evocado lo que llamo "sus fracasos". En cada una de las cuestiones que me alarman: Oriente Próximo, el control del capitalismo financiero, Afganistán, Rusia e Irán, me aseguran que nada está decidido.

Y como me gustaría dejar que me convencieran de ello, envidio a los lectores que ya tienen la respuesta. Una vez dicho esto, hay otra cuestión sobre la que creía que ya se había dicho todo, pero que está suscitando nuevas reacciones interesantes: ¿qué forma debe adoptar el deseo general de disuadir a algunas de nuestras conciudadanas de llevar ese velo integral llamado burka?

Como sabemos, no se trata de los velos que se utilizaban en el Magreb para ocultar la cabellera, sino de unos velos que no dejan ver prácticamente nada de la persona, que, así vestida, pasa entre nosotros como una sombra ausente y misteriosa.

Las que lo llevan quieren pues sustraerse a todas las miradas, lo cual sería prueba de una austeridad monacal si olvidásemos que, de esta forma, reservan su rostro y su cuerpo en exclusiva para el hombre cuya propiedad han aceptado ser.

Por un lado, no cabe discusión sobre el hecho de que la mayoría de los ciudadanos franceses entre los que estas mujeres eligieron libremente vivir no considera este disfraz indumentario del mejor gusto posible.

Por otro, el profesor Abdelwahab Meddeb es categórico sobre el hecho de que no se trata de una obligación religiosa, sino de una costumbre -condenada, además, tanto por el gran muftí de Egipto como, aquí mismo, por las instituciones teológicas más reconocidas del islamsunita-. En cambio, hay un debate acerca de que si lo que procede es la promulgación de una ley o una simple declaración de la Asamblea Nacional.

Las autoridades religiosas de Francia (católicas, protestantes y musulmanas) se han apresurado a proclamar su neutralidad o se han mantenido en silencio, sumándose así a la postura de ciertos movimientos de izquierda que ven en toda prohibición un atentado contra la libertad religiosa.

Personalmente, aunque estimo que la sociedad francesa debe expresar claramente su repulsa, tiendo a pensar que la promulgación de una ley destinada a unos cientos de mujeres sería contraproducente.

Una tesis que no carece de agudeza es la que defiende desde las páginas del diario Le Monde el filósofo Abdennour Bidar, cuyas contribuciones en la revista Esprit se pueden leer con interés. Para Bidar, el burka es el sinónimo de un malestar más profundo: un deseo personal de existir.

Desde luego, el autor admite que ese deseo paradójico "se expresa patológicamente y es totalmente contradictorio". No obstante, señala que las jóvenes portadoras del burka no son muy diferentes de todos esos "verdaderos falsos marginales" voluntarios que tanto abundan en nuestras sociedades. El autor subraya el espantoso vacío que dejó la desaparición de las grandes imágenes del hombre, que no ofrece como modelos sino a los actores, deportistas, cantantes y estrellas de los medios de comunicación, que incitan a figurar, ganar dinero, mantenerse en forma, consumir. "¿Cómo pensar que esos irrisorios objetivos, exaltados hasta el ridículo más desconcertante por la publicidad, podrían bastar para dar sentido a nuestras vidas?".

¡Mejor no se puede decir! Pero de ahí a establecer una relación con el burka, que expresaría "algo así como lo reprimido de la psicología colectiva, el rechazo a exhibir hasta la menor imagen de sí", y a concluir que "la identidad oculta por completo tras el burka es la identidad profunda del yo moderno, hoy ilocalizable", hay un salto epistemológico que no invita a la adhesión.

Decididamente, estos eminentes intelectuales no pueden conformarse con la simple realidad factual. Pues, a fin de cuentas, ¿cuándo se ha planteado en Francia el problema del velo -antes que el del burka-, pese a que hace ya medio siglo que aquí vive una gran cantidad de musulmanes? ¿De dónde viene el deseo de imponer por doquier el uso de todas las formas de velo, sino de unos movimientos a la vez saudíes y afganos cuyo primer blanco fue el Gobierno argelino, culpable de impedir la llegada al poder de los islamistas anulando la segunda vuelta de una consulta electoral perfectamente libre?

¿Acaso hemos olvidado lo que ocurrió en Argelia durante toda una década, y que abonó el terreno a la irrupción de las redes que iban a desestabilizar una parte importante del mundo arábigo-musulmán, mientras esperaban el momento de cubrirse de "gloria" con los atentados de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001? ¿Cómo olvidar que a partir de ese momento muchos jóvenes musulmanes afirmaron su solidaridad con ese renacimiento de la epopeya vindicativa de los líderes fanáticos de cierto islam?

Así que pudiera ser que los herederos de los pioneros de esa frenética cruzada no expresen sino una voluntad de excluirse de la sociedad de los infieles y los impíos. Con todo y con eso, aun alejado de toda violencia, su gesto de confinamiento significa lo contrario de aquello que es válido y hermoso en todos los regímenes -por grande que sea su declive-, a saber, la apertura, el deseo de compartir, el intercambio de miradas, la voluntad de ir hacia el otro.

La cuestión no es el velo, sino su significación. Como puede verse en los cuadros de los maestros holandeses e italianos, no hay nada más hermoso que un velo adornando un rostro. Pero entre la tumba itinerante de esas desconocidas y el velo que realzaba la belleza de Benazir Bhutto media el abismo que separa el secreto de las tinieblas y la generosidad de la luz.

Jean Daniel, fundador y editorialista de Le Nouvel Observateur. Recibió en 2004 el Premio Príncipe de Asturias. Sobre Oriente Próximo ha publicado Dieu est-il fanatique? (Arléa), La prison juive (Odile Jacob) e Israël, les Arabes, la Palestine: chroniques 1956-2008 (Galaade). Su último libro es Les Miens (Grasset). Traducción: José Luis Sánchez-Silva.