El significado histórico de la guerra del 14

Nadie defenderá hoy la guerra como actividad social deseable. Sin embargo, es bien sabido que muchos progresos técnicos se han visto estimulados por la actividad bélica. El caso más conocido es el de la energía atómica, desarrollada durante la II Guerra Mundial con fines militares, pero que después dio lugar al programa internacional Átomos para la paz y a la utilización de centrales nucleares para producir electricidad. Durante la misma guerra tuvo lugar también el desarrollo de los cohetes balísticos autopropulsados que luego contribuyó a la aparición de los motores de aviación a chorro, o jets, y a los cohetes que han hecho posible la exploración interplanetaria. La I Guerra Mundial (la del 14 o Gran Guerra) estimuló a la industria química (explosivos, gases bélicos) con descubrimientos que más tarde se emplearon con fines pacíficos; algo parecido puede decirse de la aviación, los automóviles, la industria eléctrica, la telefonía, el petróleo, la metalurgia, etcétera. Los detractores de la guerra dirán, justificadamente, que estos mismos descubrimientos se hubieran podido hacer en tiempos de paz, y que la guerra solo aceleró el proceso innovador porque los Gobiernos concentraron en él sus recursos. Estoy de acuerdo plenamente. Las guerras no crearon nada: simplemente, aceleraron un progreso técnico que, aunque más despacio, hubiera tenido lugar igualmente en condiciones de paz.

También en el plano social fue la guerra un potente acelerador: la revolución socialdemócrata, que venía incubándose muy lentamente desde mediados del siglo XIX, se precipitó durante la guerra y se consolidó, no sin enormes tensiones, en las dos décadas de relativa paz que siguieron al armisticio de 1918. La guerra puso fin a la sociedad liberal parlamentaria que triunfó en el siglo XIX y dio paso a la socialdemocracia en que hoy viven, con muy pocas excepciones, todas las naciones desarrolladas del planeta.

El socialismo vino de la mano de la democracia. El sistema político de los países avanzados en el siglo XIX no era democrático, sino representativo: el sufragio estaba restringido. El sufragio llamado censitario limitaba el voto a aquellos que podían acreditar haber pagado una cierta cantidad en impuestos, o que tenían un cierto patrimonio, y regía en todos los países, incluso en Estados Unidos, donde solo en algunos Estados imperaba el sufragio universal masculino. Gradualmente, a partir de la revolución de 1848, el sufragio fue ampliándose, ante la presión de la clase proletaria, que, excluida del poder por el sistema censitario, se fue organizando en sindicatos y partidos de clase (socialistas, demócratas, laboristas), una de cuyas principales reivindicaciones era el sufragio universal. A su vez, las mujeres, privadas del voto, se organizaron en el movimiento sufragista. La presión de socialistas y sufragistas fue ganando terreno gradualmente y en unos cuantos países, como Nueva Zelanda y Australia, el sufragio universal de ambos sexos se implantó en torno a 1900; el masculino también fue establecido pronto en Francia y España, aunque mediatizado por el caciquismo. El empujón definitivo a la democracia lo dio la Gran Guerra; la razón es bien sencilla: en los países beligerantes, Inglaterra, Francia, Alemania, Austria, Rusia, etcétera, se requería apoyo popular para intensificar el esfuerzo bélico, de modo que sindicatos y partidos socialistas fueron llamados a compartir el poder para compartir el sacrificio. La entrada de socialistas y sindicalistas en los Gobiernos fue algo nuevo y revolucionario. Nada volvería a ser igual en política tras la entrada de las izquierdas en el poder. En Rusia el proceso se precipitó y, tras un año de Gobierno socialdemócrata, los comunistas dieron un golpe de Estado y se instalaron en el poder por 70 años largos. Las consecuencias para Rusia y para el mundo fueron desastrosas, entre otras razones, porque el espectro del comunismo, unido al avance de la socialdemocracia, provocó la reacción de las derechas, que, frente al totalitarismo de izquierdas, organizaron el suyo propio, genéricamente designado como fascismo. Se avecinaban nuevas guerras.

Al acabar la del 14, el mundo trató de olvidar la pesadilla y volver a la llamada belle époque, evocada con nostalgia. Pero no había vuelta atrás; los cambios introducidos eran irreversibles. Los partidos de izquierdas impusieron unas políticas sociales (seguros de paro y de enfermedad, pensiones, viviendas, etcétera) que reforzaron tremendamente el papel económico del Estado, que a su vez tuvo que aumentar la presión fiscal. Dice muy poco en favor de la ciencia económica que muy pocos de sus estudiosos se dieron cuenta de hasta qué punto el panorama había cambiado y hacía falta una nueva política económica y, por tanto, una nueva teoría. El desconcierto de economistas y políticos fue una de las principales causas de la Gran Depresión de los años treinta, al menos de sus enormes dimensiones. John Maynard Keynes fue el único que lo vio claro: desde muy pronto proclamó que la economía había cambiado de manera irreversible y finalmente, en 1936, produjo un nuevo paradigma en su famosa Teoría general del empleo, el interés y el dinero. Tampoco la ciencia económica volvería a ser como antes.

Sin duda, como sostuvo el otro gran economista del periodo, Joseph Schumpeter (Capitalismo, socialismo y democracia), el socialismo en su versión democrática hubiera venido en todo caso. Pero el hecho es que la Gran Guerra actuó como partera y aceleradora de la historia.

Gabriel Tortella, historiador económico, es autor de La revolución del siglo XX y de Los orígenes del siglo XXI.

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