El silbo de la Justicia

Un pájaro inexistente, de claro y sobrio plumaje gris, sopló un silbo en el corazón del orate,
De tal modo que las vides reventaron entre mis dedos
Y las abejas cargadas de polen
Caminan pesadamente entre los pámpanos

El silbo templó la clarividencia de quien lo había oído y la jugosa y placentera estampa le llevó a pensar en la justicia, esa cálida virtud que se constituye en una serena y activa vivencia de esperanza y que no supone otra cosa que el sentido profundo de que a cada uno se le dé lo que es suyo, pero que en su propia esencia es portadora del signo de la discordia, porque los hombres hemos ido variando, con el paso de los tiempos, la idea de cual debe ser el contenido de «lo de cada uno», siendo los distintos puntos de vista sobre esta cuestión los que han ocasionado guerras y revoluciones, aunque también sin duda el progreso humano, al haber permanecido siempre la noción de justicia como un ideal en el horizonte, una tierra de vides, frutos y pámpanos.

El iluminado, con el alma serenada por la caricia del silbo, bajó el diapasón y pensó en la Justicia de su país. Esto es lo que observó:

Con las témporas del espíritu en posición de recibir, las honorables damas y los píos caballeros esperaban atentos e inquietos -como el Agrimensor de Kafka- a que el Castillo mandase lo que debían de hacer. Azarados por su poco digna postura, ellos mismos lanzaban bulos, a ver si podían adivinar la palabra que pronunciaría la boca que permanecía sellada. Al fin les llegó su magro Pentecostés y pocas horas antes de reunirse el Castillo insufló en sus espíritus el nombre de quien, solícitos y acríticos, alzaron sobre al pavés.
A diferencia del Agrimensor, que desazonado nunca recibió noticia de lo que se quería de él, ellos sí la recibieron y, mansos y humildes, cumplieron el deseo sin ni siquiera detenerse a debatir sobre su contenido. Su actitud fue percibida por Jueces y Magistrados como un bochorno y -peor todavía- la opinión pública cayó en la errónea e inconstitucional idea de que el nombramiento del Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo es competencia del Poder Ejecutivo, siendo así que de manera directa, exclusiva y excluyente se le atribuye la Constitución al Consejo General del Poder Judicial, potestad constitucional que sus vocales están obligados a cumplir ajustándose a los principios de libertad y autonomía en su decisión, ya que el nombramiento del Presidente dibuja, realza y hace visible la independencia institucional del propio Consejo, al ser la primera y quizás la más importante de las decisiones que debe tomar.

Unos días más tarde, el oidor de pájaros inexistentes vio que en una elegante y lucida Sala del Tribunal Supremo un añejo y nasudo magistrado imponía al Presidente recién elegido un soberbio y aparatoso collarón, El Gran Collar de la Justicia. Pensó que quizás este acto absorbía las incidencias pasadas y permitía marcar un nuevo «limes», a partir del cual dar un juicio definitivo sobre cuál sería la actuación del nuevo Consejo, olvidando en lo posible el bochorno pasado.

En efecto, ya constituido en su plenitud, una vez incorporado el Presidente, comienza su quehacer ordinario, en el que carece de toda función judicial, pero que sin embargo tiene por misión medular que los jueces puedan llevarla a cabo con la independencia definitoria del ejercicio del poder que ejercen. Por eso la Constitución le encomienda al Consejo los nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario de los Jueces y Magistrados, por ser materias directamente relacionadas con el ejercicio responsable e independiente de la potestad de juzgar y por eso también se le veda al Consejo la entrada en los juicios y sentencias que emitan los jueces, porque son la sustancia del Poder Judicial, que solamente a los Juzgados y Tribunales corresponde.

Ciertamente, el nuevo Consejo hereda una historia no brillante de la institución, muy degradada ante la opinión pública. Pero eso, que sin duda es un peso, también puede convertirse, si hay voluntad y luces para ello, en una fuerza de impulsión hacia delante, que sería observada con feliz arrobo por unos jueces hastiados y desalentados por la sensación de banderías y favoritismos y una ciudadanía perpleja ante conductas absolutamente partidistas y politizadas. En este sentido, el nuevo camino está franco y ya hay rutas que ha marcado con claro rigor la jurisprudencia del Tribunal Supremo: el mérito y la capacidad, no la ideología, como baremo básico de medir las aptitudes de los jueces. Es una deuda constitucional que el Congreso no sólo tiene con la Carrera Judicial, sino que fundamentalmente corresponde al pago de la justa exigencia y clamor ciudadano de que sus jueces sean los mejores.

La responsabilidad del Consejo es abrumadora: piénsese que toda la carga de cuotas y partidismo, de enfrentamientos y divisiones por la raya precisa que divide a los partidos políticos, se transforma en un cuajarón de sangre y pus que mancha y contamina ante la opinión pública a todo el cuerpo y entramado judicial, especialmente a los jueces y magistrados, que son los porteadores finales de la bolsa de la justicia y a quienes los ciudadanos no conciben como justos si no se exhiben imparciales e independientes. Sería inicuo hacerles pagar el precio de un coste que se habría generado en la institución garante institucional de la independencia, como ya ha ocurrido en las ocasiones en que extravagantes conductas partidistas en el seno del Consejo han mermado en la opinión pública la creencia en la serena y obligada imparcialidad judicial.

El pájaro que no existe volvió a soplar un silbo en el corazón del vidente:
Y si el dinero fuese alquilado
¿Quién debe pagar ese alquiler?
¿El que tenga con qué el día del vencimiento,
o quien no lo tenga?

P. S.: Aunque no alcanzó a poder reconocerlo, en realidad el orate, el vidente, el iluminado, había escuchado en los silbos la voz de uno de los más grandes poetas del siglo XX, monstruo de la incorrección política, que llegó a comparar a Mussolini con Thomas Jefferson, pero cuya letra permanece viva en los más altos espacios de la imaginación y la sensibilidad humana, Ezra Pound, internado él mismo durante doce años en una casa de locos. Sirvan un par de esquirlas de sus Cantares para expresar las ideas de esperanza y de temor...

Ramón Trillo Torres, presidente de la Sala Tercera del Tribunal Supremo.