El silencio de la Corona

Por Gregorio Peces-Baba Martínez, catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III (EL PAÍS, 09/04/03):

La Corona, personificada en don Juan Carlos I, es la institución que simboliza la unidad y permanencia del Estado y que arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, pero no es un poder del Estado. No es ni legislativo, ni ejecutivo ni judicial, de tal manera que las decisiones políticas no surgen nunca de su voluntad, ni resuelve las controversias, es decir, que en su función representativa se limita a asumir y expresar formalmente, refrendando la norma correspondiente, promulgándola y ordenando su publicación, esa voluntad política de los poderes. Ése es el papel que el Título II de la Constitución le atribuye y que el Rey ha desempeñado siempre con mesura y respeto constitucionales. Sólo antes de la aprobación de la Constitución luchó activamente para sacudirse el modelo franquista, que le hubiera impedido el consenso con las fuerzas progresistas, socialistas y comunistas más precisamente. Así, el gran acuerdo constitucional fue posible en parte gracias a este papel del Rey, y también a las fuerzas políticas de izquierdas. Y la clave del acuerdo fue el reconocimiento de la soberanía nacional, que "reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado".

El único soberano que actúa a través de sus representantes, Cortes Generales y Gobierno, acaba desde el republicanismo, con la crítica republicana a las monarquías anteriores, tanto la absoluta -donde la soberanía era toda del monarca- hasta el remedio intermedio de la Monarquía constitucional -con soberanía compartida entre el Rey y el Parlamento-. En efecto, el núcleo de la crítica republicana se refería a esa titularidad de la soberanía por el monarca, que excluía totalmente o en parte la idea de consentimiento de los ciudadanos en la formación de ese poder absoluto y supremo del Estado que es el soberano.

Con el gran acuerdo de la Monarquía republicana, denominada Monarquía Parlamentaria, en la Constitución de 1978, se cierra una etapa y se presenta un modelo de monarquía que tiene el coraje, con la ausencia de poder -secuestrado en el Congreso de los Diputados-, de asumirlo temporalmente, por horas, como la institución de la dictadura romana, para restablecer la legalidad. Surge así una costumbre constitucional que permite la acción del Monarca en el caso extremo de la ausencia de poder, o cuando éste está impedido para ejercerlo en libertad.

Después de 25 años se puede decir que el Rey se ha comportado no sólo con corrección y lealtad, sino que también ha sido el primer impulsor del desarrollo y del fortalecimiento máximo de la Constitución. Entre otros factores y protagonistas, el Rey nunca ha creado ninguna dificultad, ni ha vetado a nadie; al contrario, ha sido más un gran defensor y predicador de sus valores, de sus principios y de sus derechos.

En situación normal, este modelo funciona cómodamente, con un buen ajuste, con un gran protagonismo del Rey en el ámbito interno, es decir, en su relación con el Gobierno y con los restantes poderes del Estado, donde es informado, opina y aconseja, y con una gran discreción en el ámbito externo, en los escenarios visibles y asequibles a la opinión pública, donde desde la independencia de su alta función transmite la política del Gobierno, de quien no puede expresamente apartarse sin romper el páctum constitucional. En este campo de la visibilidad y de la influencia en la imagen pública, el Rey puede desempeñar un papel al servicio del Estado muy relevante, resaltando los aspectos positivos de la sociedad. De hecho, en estos últimos años la persona real ha dignificado acontecimientos de relieve con su presencia en actos de Estado, presidiendo las grandes efemérides, vinculándose así en público con el interés general, y con hechos históricos como los Juegos Olímpicos de Barcelona o la Exposición Universal de Sevilla.

Todos los diseños constitucionales se hacen para situaciones de normalidad, y la Constitución Española de 1978 no fue una excepción a esa regla. Por eso, cuando esa situación de normalidad se rompe en las últimas semanas con la invasión de Irak, la emoción ciudadana irrumpe a raudales en la mayor crisis moral que vive nuestro país desde la Segunda Guerra Mundial. Hay mucho estupor, mucho escándalo ante las decisiones previas, como no tener en cuenta las normas internacionales, ante el ninguneo al que se sometió a Naciones Unidas y a su Consejo de Seguridad, ante la falta de respeto a la opinión pública, ante las falsedades de los motivos alegados, oportunistas y cambiantes, para justificar la invasión, o ante la traición, ante la puñalada en la espalda a lo mejor de Europa, a la Europa de las ideas, ilustrada y pacifista. Tampoco se entiende esa afirmación de Aznar que reitera cada día más, desde la dialéctica amigo-enemigo, de que el partido socialista no defiende los intereses de España, está entregado a los comunistas y es un peligro para nuestro país.

Y también el estupor se extendió, porque nadie entendía que en ese horror de intereses, de especulación, de imperialismo, de colonialismo, de cínica expresión de fuerza bruta, España tuviera ninguna razón para mezclarse con Bush y con la extrema derecha americana que le apoya. Era una pregunta sin respuesta, que se situaba en medio de la perplejidad, de la vergüenza y de la conciencia de indignidad en la que muchos nos sentimos con complejo de culpa y con sensación de un seguidismo insoportable. Es evidente que, como apunta Santiago Carrillo en su lúcido artículo, ante esa oscuridad, ante esa impotencia, muchas miradas se volvieran al Rey, en el que la confianza es un sentimiento muy mayoritario, esperando una palabra, un gesto que nos devolviera la confianza en nuestras instituciones y en la imagen de España y de su dignidad.

Pero el Rey no ha hablado. Ha mantenido un silencio largo y desde luego acorde con su respeto a la Constitución. Analicemos más de cerca esa actitud, que me ha parecido ejemplar, pero que además permite matices que a ninguna persona ilustrada se le pueden escapar.

Desde el punto de vista interno, el Rey recibe la información sobre la invasión de Irak del presidente y del Gobierno, pero no está encerrado en ese círculo, sino que puede preguntar e informarse por los funcionarios competentes, militares y diplomáticos, y naturalmente se entiende que el Gobierno y los funcionarios están obligados a transmitir al jefe del Estado una información completa y veraz que le permita formarse un criterio cierto y poder opinar con la responsabilidad que su cargo exige. Como se ve, existe un deber general de lealtad mutua en las relaciones que se plasman en este caso en el derecho a esa información de la guerra veraz y completa. No parece una hipótesis que se pueda contemplar que el presidente del Gobierno mintiese al jefe del Estado, o le suministrase una información parcial, por lo que si ese diagnóstico se confirmase, el Rey sería quizá la única persona que conociese las razones más profundas para secundar la aventura de la invasión de Irak.También situados en ese punto de vista interno, el Rey habrá transmitido al presidente su opinión y sus criterios sobre un asunto de tanta trascendencia, y sin duda, porque está muy atento a todos los movimientos que vienen de la calle, se habrá preguntado por las razones y por los fundamentos de una protesta popular tan extendida y tan generalizada. Seguramente habrá llamado la atención sobre los mismos a su interlocutor. Un signo más de la seriedad con la que el Rey se toma su papel y de su respeto a la Constitución es que no ha trascendido su opinión, ni el contenido de esa función interna tan propia de una Monarquía parlamentaria, como es la de opinar y ser informado.

Pero si nos situamos de nuevo en el punto de vista externo y recordamos que el Rey públicamente sólo puede expresarse en coincidencia con el Gobierno y con las tesis que éste apoya o en las que se apoya, y que sin duda tiene una información privilegiada por fuente directa, siempre que el presidente sea veraz con el Rey, cosa que no puede ser negada sin hacer agravio de deslealtad al presidente, el silencio del Rey, el silencio de la Corona adquiere otro perfil y otra importancia.

Si vemos el silencio como indefensión, como situación de debilidad, aparecen en su verdadera dimensión moral las palabras de quienes atacan al Rey y especulan sin fundamento sobre su postura, o le piden que actúe al margen del marco constitucional, como el señor Anasagasti y otros. No merecen que su indignidad tenga más eco.

Pero si vemos el silencio como la única acción positiva posible, podemos entender que ese silencio es una clamorosa opinión, un silencio relevante. Si el Rey puede positivamente hablar en favor de las tesis defendidas por el Gobierno y no lo hace, sino que mantiene un ruidoso silencio, no parece un exceso afirmar que en sus observaciones internas ha hecho observaciones juiciosas parecidas a las de los partidarios más sensatos del "no a la guerra". El Rey no es una figura partidista que decide sus criterios desde intereses parciales, sino que contempla el escenario desde un velo de ignorancia de esos puntos de vista y desde una defensa del interés general. Sus palabras y su silencio se sitúan en ese ámbito, y desde él debemos interpretar su postura.

Seguramente, también hay razones en este tema de la invasión de Irak para que la mayoría de los ciudadanos se sientan orgullosos de su Rey, y creo que su silencio es un buen baremo para llegar a esa conclusión. De todas formas, nadie debe sustituirle, y quizá haya que esperar años para que los documentos con su opinión, que sin duda habrá hecho llegar al presidente del Gobierno, nos aclaren con sus propios actos esta presunción que formulo y que me parece fundada. En caso de crisis, el silencio de la Corona sólo se puede interpretar como discrepancia con el Gobierno y como rechazo de sus tesis.

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