El silencio de los borregos

La fuerte irrupción de Podemos en el tablero político ha provocado un reguero de análisis sobre las razones que podrían explicar la facilidad con la que una formación de incipiente existencia ha conseguido adentrarse en la, hasta ahora, poco expugnable fortaleza de la representación parlamentaria a nivel nacional. Reputados escrutadores de la vida pública no han tardado en localizar el germen del repentino éxito de este joven partido en los abundantes, variados y, en todo caso, graves casos de corrupción que, desde hace ya varios años, asolan España, lo que, unido a un generalizado debilitamiento institucional, sin precedentes conocidos en las últimas décadas, habría propiciado un caldo de cultivo apto para la aparición de movimientos políticos que convierten el rechazo a los partidos tradicionales y la denuncia constante de los males que, al parecer, encarnan las clases dirigentes en sus particulares señas de identidad.

De ahí que muchos representantes de esos partidos tradicionales hayan acusado a Podemos de populismo, dada la constante apelación que la formación hace al pueblo como cimiento de construcción de un nuevo estilo de poder, centrado en la protección de los sectores sociales más desfavorecidos o sin privilegios económicos y políticos. En suma, el discurso redentor de los humildes y oprimidos encarnado en un solo partido político.

Ahora bien, ¿nos debemos quedar en la corrupción y en la crisis institucional, sin más, para explicar la vertiginosa aceptación popular de Podemos? ¿Es acaso legítimo reducir a la crítica la consideración del fenómeno? ¿Se trata Podemos de un simple meteorito que, sin motivos aparentes, ha impactado sobre la pacífica e idílica realidad política de nuestro país, como si de un caso de fuerza mayor se tratara, ajeno, por tanto, a la responsabilidad de quienes ahora se llevan las manos a la cabeza?

No cabe duda de que Podemos se ha presentado a sí mismo como un movimiento reactivo, de ruptura con el statu quo político vigente. Quizá aquí resida la razón de su éxito. Aprovechar el momento, la coyuntura generada por el hartazgo social hacia una clase dirigente incapaz, para muchos, de resolver los verdaderos problemas del país y desbordada –siendo generosos- ante los numerosísimos casos de conductas delictivas vinculadas a la gestión de la cosa pública.

Si se conviene, como hipótesis dialéctica, en que Podemos hace uso de planteamientos populistas, la deducción silogística resulta inmediata: el populismo ha prendido fuertemente en la sociedad española, organizada en un sistema democrático desde hace casi cuatro décadas. Es como si muchos de los factores que dieron vida a los movimientos populistas en Europa y América -principalmente en Estados Unidos y Rusia- durante la segunda mitad del siglo XIX se hallaran latentes o, sencillamente, hubieran regresado con bríos renovados.

En este contexto, resulta complicado aceptar que quienes hoy acusan a Podemos de populismo no tengan nada que ver con su misma existencia y con el éxito de su corta trayectoria política. Seamos sinceros. El esperanzador régimen democrático instaurado a finales de los años setenta ha ido, con el paso de lustros, derivando en un modelo partitocrático, en el que las cúpulas de las distintas formaciones ha detentado un poder omnímodo dentro de ellas, que se ha traducido en el control -casi monopolio- del pluralismo político (mediante la designación digital de quienes debían ser nuestros representantes en los parlamentos, a través de un modelo de listas cerradas) y de los órganos constitucionales (con la designación de afines en ellos).

El pensamiento crítico y constructivo ha sido sencillamente despreciado en estas estructuras. Por el contrario, se ha fomentado el individualismo puro y duro, se ha inoculado el virus del deseo de pertenencia a esas oligarquías -custodias, en muchos casos, de llaves maestras que permiten atravesar las puertas de atractivas organizaciones empresariales- que, eso sí, impone un cada vez menos detectable peaje: la sumisión, cuando no la rendición, intelectual. Lo esencial es llevarse bien con la cúpula del aparato, aunque, como alguien dijo, tenga que cambiar mis principios por los suyos.

Esta cultura de lo individual, incompatible con toda preocupación por el prójimo, por la identidad como nación o por la construcción social, ha conducido a una sociedad anestesiada, autómata, de la que no se reclaman más pasos políticos que los necesarios para acudir a las urnas cada cierto tiempo. En el Reino Unido se dieron cuenta de ello hace casi ocho años. Aquí, hemos preferido mirar hacia otro lado.

En julio de 2008, David Cameron, por entonces líder del Partido Conservador británico y jefe de la oposición, pronunció un discurso memorable con ocasión de una visita a uno de los barrios más deprimidos de Glasgow. Comenzó con un, insólito por estos lares, “hoy voy a decir lo que nadie se atreve a decir”. Para añadir: “Nosotros, como sociedad, hemos sido demasiado sensibles. Para no herir los sentimientos de los ciudadanos, con objeto de parecer excesivamente críticos, hemos dejado de decir lo que hay que decir. Llevamos décadas en las que se han ido paulatinamente erosionando la responsabilidad, las virtudes sociales, la autodisciplina, el respeto mutuo, las conquistas a largo plazo a cambio de la satisfacción inmediata. Por el contrario, preferimos la neutralidad moral, no entrar en juicios de valor acerca de lo que son  comportamientos adecuados o equivocados (…). Somos humanos, cometemos errores y nos achantamos con frecuencia. Nuestras relaciones se rompen, se deshacen nuestros matrimonios. Fallamos como padres y como ciudadanos… Pero si el resultado de todo esto es un silencio cómplice acerca de las cosas que realmente importan, entonces estamos fallando por partida doble. Renunciar al uso de esas palabras -malo, bueno; correcto, impropio- implica una negación de la responsabilidad personal y un caída en el relativismo moral (…). Corremos el riesgo de convertirnos en una sociedad amoral, donde ya nadie diga la verdad acerca de lo que está bien y lo que está mal”.

Concluía Cameron con la apelación a una nueva cultura nacional, que ha de comenzar en casa: los valores a recuperar para cimentar una sociedad más fuerte son valores que deben ser enseñados en la familia.

En España, el aborregamiento social, lejos de preocupar políticamente, ha sido aprovechado como viento a favor en la pervivencia de los vicios y en el fomento de una praxis gubernamental que, por sus formas, ha sido heredera del axioma “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.

La crisis económica, la corrupción y las penurias de grandes sectores de población han provocado un despertar repentino de esa sociedad aletargada que, de pronto, con un simple vistazo, ha detectado todos los males causantes, supuestamente, de su malestar. De otro lado, para muchos, el populismo encierra una severa amenaza para su estabilidad social y económica. Y para la de sus hijos.

El populismo no es bueno. La historia lo evidencia. Pero tampoco es buena la cultura de lo silente, de la sociedad dormida. Y, en todo caso, no parece legítima la denuncia del populismo por quienes, con sus conductas, han contribuido a su éxito. ¿Alguien entiende que el padre repudie a su criatura?

Carlos Domínguez Luis es abogado del Estado en excedencia y socio de Business & Law Abogados.

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