El silencio de los chinos

El Partido Comunista chino acaba de celebrar con un desfile militar 70 años de poder y 70 años de fracaso, porque alardear del poder de las armas no es, en principio, señal de éxito. Si nos atenemos a la ideología marxista, se supone que el comunismo debería engendrar una sociedad nueva, fraternal e igualitaria; nada de misiles ni bombas nucleares. Pues bien, el partido chino no solo no ha creado una sociedad nueva, sino que ha redescubierto las eficaces virtudes del capitalismo de la vieja escuela, salpicado de desigualdades sociales comparables a las de la China feudal, prerrevolucionaria, y como ya no se conocen en el mundo occidental, y ni siquiera en Corea del Sur o en Japón. En China, la diferencia media de ingresos es hoy de 1 a 3, exactamente igual que hace setenta años, cuando se suponía que el partido iba a llevar a los campesinos al poder. De la misma manera, el índice de desigualdad de Gini, medida universal de la diferencia de ingresos, entre el 10% de los chinos más ricos y el 10% de los más pobres, es el más alto del mundo. En resumidas cuentas, no hay sociedad menos equitativa que la China comunista. Teniendo en cuenta esta asombrosa fractura social y el autoritarismo implacable del partido, cabe preguntarse cómo dicho partido consigue reinar sin competencia y a qué se debe la ausencia aparente de oposición. Los comentarios sobre este asunto son conocidos, redundantes, y en parte, pero solo en parte, exactos.

La primera explicación que legitimaría el poder absoluto del partido sería el desarrollo económico. Desde luego, un tercio de los chinos han salido de la pobreza desde que en 1979 se abandonaron las colectivizaciones; desde esa fecha está permitido enriquecerse. Como escribió en su época el economista liberal estadounidense Milton Friedman, cuando un gobierno autoriza a un pueblo a trabajar y enriquecerse, este lo hace. El milagro chino no tiene nada de milagroso. Hoy en día, un tercio de la población es próspero, un segundo tercio puede esperar serlo, y un tercer tercio, sobre todo en el campo, se mantendrá durante mucho tiempo en la desesperanza, en gran parte porque la propiedad privada de la tierra está prohibida, y un campesino no puede abandonar su pueblo sin autorización. El éxito económico de China, por tanto, es una explicación parcial de la estabilidad del Partido Comunista.

Una segunda explicación sería el nacionalismo. El comunismo chino solo es marxista en apariencia; en realidad, es nacionalista. Es algo posible y nuevo: los chinos, arraigados en su provincia, su lengua local y sus costumbres igualmente locales, nunca conocieron en el pasado la ideología nacionalista. Esta es una creación reciente del Partido Comunista para llenar el vacío psicológico surgido de la erradicación de las religiones y la supresión de las diferencias regionales. Podemos imaginar que esta propaganda nacionalista, la exaltación de la nueva potencia china, colma las aspiraciones de una parte de la población que ha sido privada de su pasado y de sus tradiciones. Parece que el nacionalismo seduce especialmente a los más jóvenes, que son ante todo chinos, mientras que sus padres eran, por ejemplo, sichuaneses y taoístas antes que chinos.

Una tercera explicación, pocas veces mencionada en Occidente, pero muy presente cuando se habla con los chinos en su país, es el restablecimiento del orden y la paz social por parte del partido. El Partido Comunista es policial, pero la mayoría prefiere esta policía, o se amolda, para no tener que revivir nunca el siglo pasado, caracterizado por guerras civiles y revoluciones sangrientas. Aunque la economía se ralentizara, creo que la mayoría de los chinos permanecería n fieles al partido mientras mantuviera el orden.

El cuarto factor que explica el statu quo pero que nunca se menciona es el miedo. El miedo es el fundamento de cualquier régimen totalitario, algo que a menudo se olvida, por lo invadidos que estamos por la propaganda y las estadísticas de estos regímenes, más o menos verificables. Y cuando estos regímenes se derrumban, como por ejemplo en la URSS, descubrimos que el miedo, más que la adhesión, paraliza a los pueblos. Desde Mao Zedong, el régimen chino no ha cesado de «modernizar» el dispositivo de vigilancia, de tal forma que nadie duda de cuál será su destino si osa oponerse al partido. Los pocos audaces, como los tibetanos, los uigures y los disidentes demócratas, saben por adelantado que pagarán su oposición con la vida. Y eso encaja con el régimen chino. Dejar morir en prisión a Liu Xiaobo, premio Nobel de la Paz, forma parte de esta mecánica del miedo a la vez contemporánea y tradicional. «Hay que matar un gallo para asustar a los monos», dice un proverbio chino muy citado en la China de hoy. El miedo es un potente motor de la historia de los pueblos, chinos o no.

Finalmente, hay una última explicación del statu quo que, desde mi punto de vista, no explica nada. Xi Jinping se inscribe en una tradición imperial, enraizada en la larga historia y la religión confuciana. Pero los chinos ya no saben nada de su historia, ni de Confucio, repudiado desde 1919 por los comunistas, a menos que se crea que el confucianismo y el imperialismo se pueden transmitir genéticamente. De hecho, dado que la cultura china ha sido totalmente aniquilada en la China continental (no en Taiwán ni en Hong Kong) y reemplazada por el culto al partido, este reina sin competencia. Si los chinos del continente siguieran siendo confucianos, se rebelarían, porque «el buen príncipe», escribía Confucio, «es aquel cuyo nombre se ignora». Confucio y Lao Tse (fundador de la religión china por excelencia, el taoísmo), en la misma época, consideraban también que era deber de los sabios derrocar a los tiranos. Los rebeldes de Hong Kong pueden apelar a Confucio, pero desde luego no a Xi Jinping.

Guy Sorman

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