El síndrome de defensa y custodia

Hay ideologías que, como si de una religión se tratara, imprimen carácter. Un carácter que, con frecuencia, sobrevive a la ideología que lo genera. Y esa persistencia es mayor en aquellas ideologías de vocación totalitaria -léase comunismo y socialismo- que se proponen -por utilizar su propia retórica- la noble tarea de liberar al hombre de sus cadenas. Pero, los tiempos cambian. Y han pasado cosas. Para empezar, el conocimiento científico del devenir histórico que aseguraban conocer los ideólogos y políticos de esos movimientos llamados emancipatorios fue refutado, una y otra vez, por la realidad. Después, todos los paraísos prometidos en la tierra se transformaron en su contrario, en dictaduras. Finalmente, el Muro cayó un feliz día del mes de noviembre del año de gracia de 1989. Esa crisis irreversible no modificó el carácter, no cambió las condiciones esenciales y permanentes impresas en las personas: las enmascaró. La retórica de la liberación continuó. Y sigue con un José Luis Rodríguez Zapatero que -con su catálogo de virtudes y buenas prácticas: laicismo, igualitarismo, buenismo, pacifismo, ecologismo, feminismo, diálogo, matrimonios homosexuales, discriminación positiva, desvertebración de la España autonómica y Alianza de Civilizaciones- todavía se empeña en cantar las excelencias del socialismo difunto, disfrazado ahora de neorepublicanismo de última generación que desea acabar -dice- con toda dominación. El secreto, sí, está en el talante, en la voluntad y la disposición personal del Presidente Rodríguez Zapatero para ejecutar las cosas. Y el talante surge aquí y allá bajo la forma de un síndrome perverso que podríamos llamar de defensa y custodia.

El síndrome de defensa y custodia -defensa del ciudadano y custodia de sus intereses, se asegura- tiene dos manifestaciones que lo definen: el exclusivismo y el intervencionismo. El exclusivismo de quien margina y demoniza cualquier disidencia y tiene la pretensión de saber con exactitud qué hacer en cada situación. El intervencionismo de quien connota peyorativamente cualquier alternativa distinta a la suya y no duda en inmiscuirse, sin reparos, en la vida privada de los demás. Exclusivismo e intervencionismo que, en la línea del discurso emancipatorio clásico, son la expresión de una mentalidad controladora y fiscalizadora. El talante.

El redentor de hoy tiene talante, pero le falta ambición y le sobran pretensiones. Nos explicamos. El redentor de nuestro tiempo, a diferencia de sus ambiciosos antepasados marxistas, ya no busca -historia y realidad obligan- una utopía positiva entendida como la construcción de una sociedad perfecta en la que se conseguiría la reconciliación y autoidentidad del género humano en el marco de la solidaridad y la igualdad.

Pero, el redentor de nuestro tiempo -de ahí su extraordinaria pretensión-, sí cree en una utopía negativa que, cuestionando determinados valores liberales -el individualismo, la excelencia, el mérito, el mercado, la competencia, el interés, el éxito, la seguridad-, quiere cambiar la vida cotidiana de los ciudadanos a través de la proscripción por decreto. En este sentido, invirtiendo las ideologías soi-dissant liberadoras de finales del XIX y primeras décadas del XX, que construían un discurso del sí, los redentores de finales del XX y primeros del XXI elaboran un discurso del no que se conjuga con el verbo prohibir y cuyo objeto es la reducción de la independencia y la soberanía del ser humano.

En España, por ejemplo, Rodríguez Zapatero es la avanzadilla de este discurso ordenancista que invade la vida privada de los ciudadanos: «no fumes», «no bebas», «no comas grasas», «no consumas más de la cuenta», «no destaques en la escuela», «no apoyes ninguna intervención militar», «no descartes la paz con el terrorista». Un discurso, el de Rodríguez Zapatero, de carácter represivo-moralista que se fundamenta y justifica en función de la lucha contra el mal y a favor del bien. En definitiva, Rodríguez Zapatero se erige en juez -en juez y parte, por cierto- que dictamina lo que está bien y lo que está mal para unos ciudadanos a los que se propone -lo quieran o no: ¿quizá en una democracia no existe el derecho a autocondenarse?- defender y custodiar de una suerte de conspiración liberalcapitalista y extremoderechista que acecharía por todas partes.

En el fondo y en la forma, la mentalidad que subyace en el discurso del síndrome de defensa y custodia -como ocurría en el sueño emancipatorio de sus antepasados veteromarxistas- no es sino una manifestación tardía del viejo conservadurismo romántico que, incapaz de aceptar los cambios producidos por la sociedad en movimiento, se aferra a la idea de una -supuesta- armonía y fraternidad perdidas. Y dice añorar la desaparición del sentido y espíritu colectivos que definirían la esencia y la existencia del ser humano. Aunque, una cosa es lo que dice y propaga, y otra distinta lo que, en verdad, persigue: el mantenimiento del poder halagando determinados oídos.

Los viejos/nuevos románticos, los redentores de nuestro tiempo, lamentan la emergencia y consolidación de unos valores liberales que prostituirían la -supuesta- unidad social del género humano. Lo que esos viejos/nuevos románticos no aceptan es que el individuo, en uso de su libertad, ordene como mejor le parezca -con mayor o menor fortuna- su vida privada. Lo que esos viejos/nuevos románticos no toleran -de ahí su aire antiliberal- es el interés egoísta -¿por qué no?- de unos ciudadanos que fundamentan su relación en el contrato libre. Y si en alguna ocasión bajan la guardia -caso del matrimonio homosexual- se debe a una estrategia electoralista que les permite recolectar el voto de los denominados progresistas desengañados de una izquierda que consideran baja en calorías.

Los viejos/nuevos románticos, los redentores de nuestro tiempo, padecen de anemia intelectual. Les cuesta entender la complejidad del presente. Les cuesta entender, por ejemplo, que el laicismo es una opción personal, que el igualitarismo conduce a la igualdad del hormiguero, que el infierno está empedrado de buenas intenciones, que la paz no es un valor absoluto, que el terrorismo no admite diálogo, que la Naturaleza no es la única preocupación del hombre, que la igualdad de la mujer no debe sustentarse en una discriminación de consecuencias indeseables, que no se puede desvertebrar la España autonómica.

El síndrome de defensa y custodia de esos nuevos reaccionarios que son los redentores de nuestro tiempo, el síndrome de defensa y custodia que manifiesta un personaje como Rodríguez Zapatero, empeñado en protegernos de los peligros que nos acechan -el humo, el alcohol, las hamburguesas, el cambio climático, la escuela competitiva, los enemigos de la paz, las malas artes de la derecha, la España jacobina y muchas otras cosas-, es la expresión de un despotismo de viejo cuño del que, ahora sí, conviene protegerse y defenderse. ¡Y pensar -otra broma de un político que firma cheques que luego no paga- que Rodríguez Zapatero dice inspirarse en un Philip Petit que propone que la libertad esté exenta de interferencias arbitrarias y que el gobierno ha de escuchar y respetar a los ciudadanos siguiendo la máxima clásica del audi alteram parte!

Miquel Porta Perales, crítico y escritor.

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