El síndrome de Fu Manchú

Durante los últimos 20 años los mercados financieros internacionales han desarrollado con el más exquisito retorcimiento el principio, o mejor, el convencimiento, de que la fragmentación del riesgo produce como resultado que dicho riesgo encontrará inexorablemente quien pueda avalarlo o soportarlo. Con este criterio, los créditos, las hipotecas y todo tipo de préstamos y emisiones se empaquetaron y atomizaron para colocar cada paquete en manos de inversores grandes, pequeños o medianos, con avales y contraavales enganchados de mercados cada vez más sofisticados. Ese es el principio que ha tocado fondo en la reciente crisis de confianza del crédito; es decir, ha llegado al límite más allá del cual ya no es practicable ni rentable. Porque este riesgo pulverizado, con paquetes de hipotecas con calidades dispares de riesgos avalando emisiones de bonos, ha terminado no en manos de quien puede soportarlo o gestionarlo con criterio sino en poder de inversores que no sabían lo que estaban comprando. La crisis de las hipotecas basura preludia el final de la era del riesgo pulverizado.

Pero mientras se configuran relaciones financieras en las que cada paquete de activos intercambiados tiene perfectamente calculados todos y cada uno de sus riesgos o se encuentra un nuevo método para soportar los riesgos de activos poco recomendables, los fondos soberanos están actuando como salvadores de los bancos atrapados por la crisis. Han inyectado dinero fresco en Citigroup, en Sony, en Morgan Stanley, en Barclays, en Blackstone, en Bear Stearns o en el rancio banco colonial británico Standard Charter Bank y han provocado un conflicto en la Unión de Bancos Suizos (UBS), cuyos accionistas se han amotinado contra los directivos deseosos de integrar fondos asiáticos en el capital del banco. Suponen los propietarios, con razón, que los directivos pretenden ocultar su mala gestión y que sus participaciones se diluirán con la llegada de los forasteros salvadores. El caso es que los fondos soberanos están instalados ya en el corazón financiero de Wall Street, Londres o Europa Continental porque el colapso crediticio de los mercados ha convertido su dinero en imprescindible.

Un Fondo Soberano (Sovereign Wealth Fund) es un depósito de dinero constituido por rentas extraordinarias que gestiona un Gobierno o una agencia gubernamental. No todos se constituyen de la misma forma. Los fondos chinos, los mayores del mundo -y también de la historia- reciben los excedentes financieros que produce el superávit comercial de la República. Si esos excedentes no se depositasen en silos de capital para invertir en bonos de Tesoro norteamericano, por citar un ejemplo bien conocido, el yuan chino llegaría a apreciarse y, por tanto, acabaría la relación de cambio tan favorable para la economía china, sobre todo respecto al dólar. Es una maniobra similar a la esterilización que con tanta paciencia aplican las autoridades chinas para controlar la inflación: compran dólares, venden yuans, como los yuanes que venden tienen que crearse y, por tanto, aumentan la masa monetaria y elevan la inflación, los retiran sustituyéndolos por bonos. Para China, las reservas y los fondos tienen una naturaleza funcional. Otros Fondos acumulan el excedente de rentas producido por materias primas como el gas, el petróleo o el cobre. El impulso político que creó los fondos soberanos de los países del golfo Pérsico, Rusia, África, Noruega o Chile parte de la evidencia de que el petróleo o el gas son recursos perecederos, que acabarán por agotarse algún día y, por tanto, es imperativo acumular rentas para las generaciones futuras. Así que una parte de los fabulosos ingresos de las rentas energéticas -un método usual es retirar o reservar las que proceden de todo lo que exceda un determinado precio del barril- se deposita en el fondo nacional correspondiente.

Así que en los fondos soberanos de China, Abu Dabi, Qatar, Noruega, Rusia, Hong Kong, Singapur o Chile hay suficiente capital para controlar todas las grandes empresas que cotizan en Wall Street, en Londres o en Tokio. El potencial de inversión de los Fondos calculado por algunos bancos de inversión supera los 2,5 billones de dólares en todo el mundo; sólo las reservas chinas acumulan 1,3 billones de dólares. Esta poderosa máquina de inversión no se arroja sin más sobre los mercados porque existen barreras invisibles, pero tan sólidas como un muro, en forma de vetos políticos. Los Gobiernos occidentales no quieren en sus empresas consideradas estratégicas aliados accionariales procedentes de otros países. Recuérdese que cuando KIO (Kuwait Investment Office), la filial de la agencia kuwaití de inversiones, pretendió comprar una participación de British Petroleum, la primera ministra británica, Margaret Thatcher, se inventó la acción de oro (golden share) para impedirlo.

Nadie lo ha dicho públicamente todavía, salvo los accionistas de UBS, pero los sovereign inspiran un indisimulado temor. Por su descomunal capacidad inversora, desde luego, pero sobre todo por su ambigua naturaleza. Obsérvese al respecto el esquinado comentario, muy extendido en los últimos meses, de que los países del tercer mundo están apagando los incendios financieros del primero. Detrás de las bambalinas sigue vivo el síndrome Fu Manchú: es peligroso pedir auxilio a capitales asiáticos -sobre todo chinos- porque desde las instituciones financieras pueden controlar férreamente mercados estratégicos, como empresas petroleras o gasistas, o de otras materias primas esenciales como el níquel, el hierro o el trigo. Ni que decir tiene que esta zozobra que se manifiesta en términos tan poco racionales, incluso de un grosero etnicismo, tiene sin embargo otros fundamentos más sólidos o profesionales.

No todos los fondos soberanos son iguales. Destaca por su excelencia el fondo nacional noruego, estatuido sobre reglas financieras bien conocidas, con gestión transparente, gestores profesionales y perfectamente controlados según reglas democráticas. Nadie pensaría en la reserva noruega de capitales como un corsario que se introduce en el capital de una compañía para, beneficio de su Gobierno, dominar el mercado de los derivados del petróleo o de la producción de soja. Algo parecido cabría decir de los fondos de Singapur u Hong Kong. Pero sí hay fondos de países no democráticos que tampoco operan con reglas financieras transparentes. Desde esa perspectiva, puede entenderse la preocupación de las autoridades económicas de aquellos países cuyos bancos en dificultades se van a salvar por el dinero saudí o chino. Si se recuerda el caso de KIO a finales de los ochenta y principios de los noventa se comprenderá mejor el riesgo de los fondos opacos o simplemente corruptos. Sólo después de que la primera invasión de Kuwait por parte de Irak se hubo resuelto y a causa de la factura que los jeques tuvieron que pagar a Estados Unidos, pudo comprobarse que las inversiones de la oficina europea habían sido esquilmadas o distraídas. Por cierto, con la activa participación de financieros como Javier de la Rosa.

Como en tantas crisis internacionales, aparece una distorsión en el enfoque del problema principal. Los fondos soberanos sólo son un síntoma de una transición, evidente pero que hoy no se sabe por donde se orientará. La profundidad de los cambios se manifiesta en la ansiedad con que los bancos centrales se aplican a inyectar liquidez en el mercado, en lugar de controlar la inflación, para aliviar el estrangulamiento crediticio que no son capaces de atajar en su causa última; o en la curiosa impotencia de la SEC, repleta de funcionarios y formularios, para ordenar el sistema bancario estadounidense de forma que sus riesgos sean plenamente conocidos y aceptados. En esta crisis, los soberanos son un cuerpo extraño que sólo aplacan la sed de dinero a corto plazo. Como reza un viejo proverbio ortodoxo, "está permitido en tiempos de grave peligro viajar con el diablo, hasta que hayáis cruzado el puente". Después, ya se verá.

Jesús Mota