En 1999, los profesores J. Kruger y D. Dunning publicaron el artículo Unskilled and Unaware of It. En él llegaban a la conclusión de que las personas más incompetentes carecen de la competencia cognitiva para detectar su propia incompetencia, con lo que ostentan una visión de sí mismos que les sitúa de forma permanente por encima de la media.
Nada nuevo bajo el sol. Como el Eclesiastés nos recuerda: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”.
Sin embargo, parece que, de forma paralela, existe también un número importante de personas que tiende a confundir en los demás la confianza en sí mismos con su valía. Si uno muestra una clara determinación, el resto tenderá a seguirle aunque les conduzca al precipicio, olvidando que sólo puede tener las ideas claras aquel que tiene pocas y que la duda (no paralizante) es el síntoma más claro de inteligencia, y no la prepotencia.
Esta doble alteración cognitiva se da en muchos sectores, pero de manera más preocupante en el ámbito político. Vivimos en el mundo de la imagen, el análisis superficial, el prejuicio y el tuit. El pensamiento elaborado no vende. No se hacen diagnósticos rigurosos de fenómenos complejos. No se busca la causa implícita tras la aparente (la causa de la causa). Todo debe venir envuelto en eslóganes o etiquetas simples que permitan al potencial elector/espectador sentir que forma parte de los buenos.
Cualquiera vale para hacer cualquier cosa. El arcano arte de gobernar se ha sustituido por el arte de la propaganda. No sólo no seleccionamos a los mejores, sino que estos tienden a rodearse no tanto de buenos expertos como de gurús de la comunicación y la manipulación social.
Lo importante es la agenda personal, mientras el interés general deviene pura hojarasca. El consumismo compulsivo de productos baratos y de baja calidad se traslada al debate político. Para ello se requiere reducir el nivel de preparación de los ciudadanos a través de un modelo educativo que iguala a la baja y de cada vez menor exigencia.
A este fenómeno se une otro no menos preocupante. Robert Hare, profesor de la Universidad de Columbia Británica, ha demostrado que los psicópatas sociales (habría unos 470.000 sólo en España) suelen tener éxito en el mundo de los negocios y en la política porque se les da bien acceder al poder y mantenerse en él, y porque no dudan en tratar a los demás como objetos. Son incapaces de empatizar con los sentimientos o los problemas de los demás, carecen de miedo o ansiedad, son impulsivos y amantes de la vida y de los placeres fáciles.
La bondad, la verdad y la humildad ya no venden, salvo como fachada.
No es que no existan políticos preparados y con vocación de servicio público. Pero cada vez aparecen más prepotentes incompetentes que contaminan la imagen del conjunto. Cicerón, Platón y Aristóteles trataron la preparación, los deberes y las virtudes éticas de los dirigentes de la República.
Lo mismo hicieron Francis Bacon (El avance del saber), Pascal (Pensamientos), Spinoza (Tractatus Politicus) o Maquiavelo (El príncipe), que describió al gobernante del Estado moderno. Tomando por cierto como ejemplo al rey español Fernando el católico.
Pero hoy, ¿qué requisitos hacen falta para convertirse en dirigente político? Poco más que ser fiel al líder y una gran sonrisa delante de las cámaras. Tony Judt ha hablado de la “insoportable levedad de la política” y de que hoy (comparados con la época de Léon Blum, Winston Churchill, Luigi. Einaudi, Willy Brandt o Franklin Roosevelt) vivimos en una “edad de pigmeos”.
Incluso en España cabe añorar el nivel del Cardenal Cisneros, el conde-duque de Olivares, de políticos como Juan Prim, Cánovas del Castillo, Eduardo Dato o José Canalejas (los cuatro asesinados, ¿tal vez por ser buenos?), o de los que protagonizaron la Transición (¿será por eso que hoy está tan cuestionada?). Compárese a Josep Tarradellas con Carles Puigdemont o Quim Torra y tendrán una pista de lo que nos está ocurriendo.
Resulta paradójico que, justo cuando resulta más difícil y complejo gobernar por la confusión y la incertidumbre que nos rodean, menos interés se ponga en prepararse adecuadamente para ello.
La obsesión por la distinción o el estatus no ha cambiado, sólo que el mediocre compra o falsea méritos, no los gana. En lugar de aplicar el pensamiento estratégico o defender el interés general, acude a la simple ocurrencia para favorecer su propio interés y/o el del colectivo/partido al que le debe el puesto.
En lugar de practicar la innovación en la gestión, la generosidad, la austeridad, la profesionalidad, la responsabilidad o la ejemplaridad, acude al ejercicio del ordeno y mando, rodeado de una corte de halagadores.
El sano debate se transforma en un “bucle de lealtades emocionales” envuelto en descalificativos paralizantes para esconder o disfrazar las carencias y los errores propios, mientras se enfatizan los del adversario. Esta búsqueda desesperada de lo que nos divide llevar a pervertir dos cualidades esenciales en un buen político: el sentido de Estado y el sentido común.
Los conflictos son cada vez más radicales y nuestra base común se resquebraja sin que sea fácil encontrar otra. Si un partido dice A, el otro debe decir B. No por favorecer el sano debate o tratar de llegar a la mejor solución posible, sino como vía para alcanzar el poder. Se pervierte así la función de la democracia, mientras otros modelos autoritarios (por ejemplo el chino) presentan índices de crecimiento económico espectaculares aunque carezcan de modelos de protección social.
Y, sin embargo, la política no es un juego de tronos, ni un juego de rol, ni una coartada para curar los complejos, obsesiones y frustraciones de cada cual. La original visión de los revolucionarios americanos, recogida por John Maynard Keynes o André Malraux, defendía que la democracia debe perseguir que las desigualdades no nazcan de un diverso trato ante la ley o de privilegios previos, y que sean el mérito y la capacidad los únicos criterios para ascender en la escala social.
Por tanto, los partidos (con primarias o sin ellas) tienen una responsabilidad clave: elegir a los mejores para gobernarnos. Y estos tienen otra: rodearse de los mejores para hacerlo.
Si un marco regulatorio sencillo y eficaz, unas instituciones serias y de prestigio y un buen gobierno son fundamentales para que la economía de un país funcione, ¿por qué no unir el salario de los cargos políticos con el crecimiento de la economía que consiguen o (inversamente) con el déficit público o el incremento del paro que producen? Supondría relacionar salarios con resultados. Algo a estudiar.
En todo caso, existen muchos déficits que importan, pero el que más se oculta tal vez sea el clave para la supervivencia de nuestras democracias: el de competencia.
Necesitamos gobernantes sólidos, responsables y previsibles para tiempos líquidos y complejos. Dirigentes que no se rodeen de aduladores, sino que ejerzan una sana autocrítica.
Hagamos obligatorio que cada gabinete de un político cuente con un puesto fijo. Aquel que, como a los generales que desfilaban victoriosos por las calles de Roma, le susurre cada día: memento mori.
Alberto Gil Ibáñez es escritor y ensayista. Su último libro es La guerra cultural. Enemigos internos de España y Occidente.