El síndrome Ramón Tamames

Diego Mir

Hay algo morboso en el hecho de que Ramón Tamames haya aceptado ser el candidato de Vox a la presidencia del Gobierno en la moción de censura que se celebrará próximamente. Supongo que el interesado tendrá sus motivos para proceder así y no creo que resulte demasiado interesante especular sobre los mismos. Más provechoso puede ser analizar el caso como un ejemplo, sin duda extremo, de una categoría más general que afecta a una parte de la generación de Tamames, la generación de la Transición.

La mayor parte de las élites de la Transición nacieron entre 1925 y 1950, es decir, tenían entre 25 y 50 años cuando muere Franco. Hubo algunos políticos importantes que eran mayores, como Santiago Carillo y Torcuato Fernández Miranda, ambos nacidos en 1915, pero la gran mayoría entra dentro del margen temporal mencionado. Adolfo Suárez nació en 1932 y Ramón Tamames en 1933. Muchos de ellos accedieron al poder o a posiciones políticas de influencia siendo bastante jóvenes y, debido a las circunstancias extraordinarias e irrepetibles de aquel periodo, su presencia en la vida pública española se ha prolongado durante décadas, para lo bueno (han podido aportar su experiencia en numerosas ocasiones) y para lo malo (formaron un tapón generacional importante).

Algunos de ellos, siendo Tamames un ejemplo sobresaliente, han tenido una evolución hacia posiciones crecientemente conservadoras y, en algunos casos, abiertamente reaccionarias. Por supuesto, esa evolución despierta mayor sorpresa en aquellos que, como Tamames, comenzaron desde posiciones más izquierdistas, aunque también sea pasmoso que dos ministros de la UCD, Ignacio Camuñas y Carlos Bustelo, hayan acabado en Vox. Se trata de un fenómeno que no sólo ha afectado a una parte de la clase política, sino también a las élites mediáticas e intelectuales del país de aquella generación.

El síndrome general se caracteriza por un permanente enfurruñamiento y una indisimulada irritación ante las cosas que hacen y dicen las izquierdas de nuestro tiempo, ya sea la socialdemócrata o la más radical. El tono que utilizan oscila entre el sarcasmo y la regañina. Y todo ello con un indisimulado fondo nostálgico. En sus ajustes de cuentas, la socialdemocracia auténtica es la del PSOE de González y el referente de la izquierda es el de Carrillo poniendo la bandera nacional y aceptando la monarquía. Todo lo que vino después ha sido para peor. Normalmente, sitúan el comienzo de los males en la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero, cuyo programa de cambio comenzó a desencajarles. A partir de ahí ya no suele haber retorno.

Pero no se trata solamente de la izquierda y su evolución. Lo que subyace en su actitud irritada es lo que ellos perciben como el cuestionamiento del legado de la Transición. Ahí es realmente donde saltan las chispas. Hay no solo un lamento por la ausencia de liderazgos como los de entonces, sino, sobre todo, un rechazo visceral a cualquier intento, crítico o no, revisionista o no, por superar algunas de las inevitables limitaciones de lo que entonces se hizo. Han contrapuesto una etapa supuestamente dorada, la de los primeros años tras la muerte de Franco, a la etapa supuestamente de decadencia en la que nos movemos actualmente.

Al proceder así, me gustaría sugerir, han construido una visión distorsionada de la época que ellos mismos protagonizaron. En su defensa de un tiempo mitificado se acogen, de hecho, a los aspectos menos brillantes de la Transición, a aquellos que no pudieron ser tratados con normalidad, como la monarquía o la cuestión del pasado dictatorial. Es fácil entender que en aquellos momentos la oposición no pudiera ni oponerse frontalmente a la monarquía ni pedir cuentas por la represión del régimen de Franco. Pero hacerlo tiempo después no supone traicionar el espíritu de la Transición, ni impugnar el proyecto general, sino intentar superar lo que algunos consideran que fueron los déficits de aquel periodo. No estoy diciendo con ello que la monarquía fuera un obstáculo a la democracia: al revés, el rey Juan Carlos I obró a favor de la democracia, pero con la condición de que la monarquía fuese parte esencial e irrenunciable de la misma. Para las élites franquistas, el Rey era la máxima garantía del continuismo legal de la Transición. De la misma manera, no se daban entonces las condiciones para la justicia transicional, al igual que sucedió en otras transiciones de la época. Sobre ambos, sobre el Rey y el franquismo, se impuso un sofocante manto de silencio político que ha durado décadas. En el caso de la memoria histórica, lo anómalo del caso español ha sido lo tardío del reconocimiento: en muchas otras nuevas democracias, políticos, jueces y sociedad civil fueron evolucionando hacia posturas más respetuosas con los movimientos de memoria histórica, incluso aunque tuvieran, como España, leyes de amnistía o de punto final.

Frente a ese relato parcial de la Transición basado en la monarquía y el olvido como fundamentos de la nueva democracia, debemos recuperar su verdadero espíritu, caracterizado por la flexibilidad y la apertura de miras. Tras las elecciones de 1977, todos negociaron con todos y no hubo exclusiones. Costó legalizar el PCE, pero se hizo. Y las izquierdas terminaron pactando con los herederos políticos de la dictadura, a los que se reconoció su legitimidad como actores políticos en democracia a pesar de las atrocidades cometidas en el régimen anterior. Los enfurruñados de la Transición ven con escándalo que el Gobierno de coalición saque algunas leyes adelante con el apoyo puntual de Esquerra Republicana de Catalunya o de Bildu, o que se indulte a los líderes independentistas encarcelados, pero conviene recordar que el Gobierno de UCD (1979-1982) negoció con ETA político-militar y dio un trato muy favorable a los terroristas, algunos de ellos con delitos de sangre, sin que los que hoy protestan por todo hicieran oír su voz entonces.

También fue propio de la Transición abordar problemas difíciles con dosis de imaginación y pragmatismo y por eso mismo nuestra Constitución reconoce una asimetría territorial al distinguir entre nacionalidades y regiones, algo que luego se ha ido borrando con el tiempo en favor de una visión uniformista del proceso autonómico. Fue asimismo peculiar que, tras el referéndum andaluz de 1981, que no cumplía con lo establecido en el artículo 151 de la Constitución (en dos provincias, Jaén y Almería, no hubo mayoría absoluta a favor), las élites miraran para otro lado, hicieran un apaño constitucional y Andalucía se incorporase a la vía rápida de la descentralización. No se olvide tampoco la operación Tarradellas del Gobierno de Suárez, en la que se reconocía una legitimidad republicana originaria a la Generalitat catalana. Y así sucesivamente. Qué cosas habrían dicho entonces ante todo ello si su actitud hubiese sido la que con el tiempo han terminado adoptando.

Hubo en la Transición chapuzas e improvisaciones, pero la cosa salió adelante. Se experimentó con nuevas fórmulas políticas, se abordaron problemas muy difíciles, se pactó y se hicieron concesiones. En general, predominaron valores inclusivos e integradores. Por eso, no hay mayor traición a dichos valores y a dicha época que prestarse a una operación dirigida por Vox, un partido que representa la dimensión más excluyente, intolerante y autoritaria de la política española. Vox es justamente la negación de lo que las élites de la Transición hicieron en su momento. Colaborar con Vox supone, sencillamente, despreciar la Transición. Por muy negativa que sea la valoración que se tenga del actual Gobierno, hay que mantener un mínimo de sensatez y de decencia.

Ignacio Sánchez-Cuenca es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Carlos III de Madrid.

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