El sofisma del riesgo unilateral del concierto vasco

Al último al que se lo escuché fue al vicelehendakari Mikel Torres durante la última reunión del Comité Federal del PSOE: «El vasco es un sistema de financiación de riesgo unilateral». Un botón de muestra de lo que es una afirmación unánime en la poblada tribu de los conciertólogos y conciertófilos vascos, entre los cuales cualquier crítica a las ventajas exorbitantes que genera el sistema de concierto/cupo es respondida de inmediato con una mención al «riesgo unilateral» que los vascos asumiríamos a cambio. La frase suena muy técnica, pero hay fundadas razones para sospechar que carece de consistencia. Se trata de un asunto que, además, merece especial atención por una doble razón. Porque la porfía catalana por su propio sistema concertado no tardará en usar el argumento del riesgo unilateral para justificarse. Y porque en la política vasca se perfila una nueva oleada de revisionismo confederal sostenida argumentalmente por la invocación del concierto como paradigma o modelo de otra forma de relación con el Estado. Así que vayamos con el asunto sine ira et studio.

El sofisma del riesgo unilateral del concierto vasco
Ulises

El argumento del riesgo se utiliza en dos sentidos distintos. El primero suena más o menos así: en virtud del sistema del concierto, los vascos nos obligamos a financiar el 6,24% de unas partidas del gasto estatal que dependen en exclusiva de la otra parte, del Gobierno central. Si mañana ese Gobierno decide construir seis portaaviones nucleares, o financiar un viaje a Marte, los vascos tendremos que aportar el 6,24% del roto. El riesgo consiste en que nos comprometemos a priori e irrevocablemente con un gasto que no controlamos. Otra cosa sería si el cupo fuera, por ejemplo, una cuota sobre los ingresos fiscales vascos, que sí dependen de nuestro buen hacer.

El argumento no se tiene en pie a poco que se reflexione: tampoco los extremeños o los gallegos decidirían como colectivo separado nada sobre el viaje a Marte y, sin embargo, pagarían su parte a tocateja, igual que nosotros. Porque lo deciden como españoles a través de sus diputados en el Congreso. Los vascos también decidimos a través de nuestros diputados lo que se hace en Madrid. Como cualquier otro ciudadano español, vaya. Pagamos parte, pero decidimos en parte.

En el fondo, el argumento sólo tendría sentido si Euskadi fuera un poder soberano e independiente de España. Entonces sí sería un riesgo depender de otra soberanía. Pero mientras el País Vasco esté integrado en aquella, depender de su Gobierno no es depender de un poder extraño, sino de un poder que compartimos. Por eso resulta estridente escuchar el argumento del riesgo a políticos populares y socialistas, quienes se supone que no defienden precisamente el tipo de relación bilateral y soberana que implica su uso.

Por otro lado, los críticos del supuesto riesgo unilateral sugieren que lo seguro sería que el cupo fuera fijado en un porcentaje de los ingresos fiscales vascos, que dependen de su propia gestión. Pero lo dicen con la boca pequeña, porque basta mirar las cifras para comprobar que el cupo real pagado representa un porcentaje cada vez más pequeño de los ingresos fiscales vascos (ha bajado del 12% al 8%, e incluso en ocasiones al 6,7%, según Ignacio Zubiri). Un cupo fijado en una parte fija de los ingresos no interesa a Euskadi porque sería más caro que el actual.

El segundo sentido de la mención del riesgo parece más sofisticado: afirma que con el sistema de concierto/cupo, los vascos nos quedamos solos ante el riesgo de que nuestra economía vaya mal, pues el Estado no vendrá en ese caso en nuestra ayuda. Las otras comunidades de régimen común que lo necesiten por ser más pobres u obtener peores resultados recibirán fondos de ayuda o nivelación de papá Estado. Por el contrario, el País Vasco asume el riesgo de gestionar bien y obtener buenos resultados económicos. Dicho así, hasta parece una sana teoría de incentivos y responsabilidades: un sistema como el foral haría que cada comunidad dependiera de sí misma y se responsabilizara de salir adelante ella sola sin ayuditas de los demás. No es extraño que los lehendakariak Ibarretxe y Urkullu propusieran, con una miaja de supremacismo, que toda España adoptara el sistema concertado que, se supone, da a cada uno lo que se merece por su gestión.

Podría desecharse sin más el argumento observando que, muy al contrario de lo que dice, Euskadi, como cualquier otra comunidad autónoma española, sí recibiría ayuda estatal, a través del Fondo de Compensación Interterritorial, si su economía se desplomara y cayera por debajo del 75% de la renta per cápita europea (ahora está en el 112%). Pero, ciertamente, es una defensa endeble, pues ese fondo es de una cuantía irrisoria.

El asunto tiene más calado: el argumento es falaz porque presenta una imagen muy parcial e incompleta de cómo funciona un sistema concertado de financiación y de lo que es la realidad histórica de la economía vasca en España. Yendo a lo primero, todo sistema de financiación por concierto o territorial es por su propia naturaleza favorable para las regiones ricas de un país, a las que permite apropiarse del exceso de recaudación generado por la progresividad del sistema, y desfavorable para las pobres (por eso estremece, dicho sea de paso, escuchar a los independentistas gallegos que reclaman un concierto como el catalán). Regiones ricas y pobres en su posición relativa respecto al conjunto en que se aplica, no en abstracto o en otros marcos. Así, en España el sistema concertista favorecerá a las regiones con un PIB per cápita superior a la media, incluso si el cupo está calculado con exquisita equidad: Euskadi está por encima (126% en 2022), y por eso el sistema la favorece y la seguirá favoreciendo siempre, mientras su PIB per cápita esté por encima de esa media.

Para que Euskadi saliera perdiendo con el sistema concertado que posee, no sólo sería necesario que la economía vasca se derrumbara, sino que, al mismo tiempo, el resto de la economía española no experimentara cambio alguno, un evento altamente improbable dada la interconexión económica peninsular. Porque si el PIB vasco tiene una crisis, pero esa crisis es común al resto de España, el sistema sigue trabajando a su favor. Así sucedió en las crisis de 1929 (mundial), 2007 (burbuja) y 2020 (Covid): las caídas del PIB vasco no afectaron a su posición relativa como primera o segunda región más rica (146% en 1930, 130% en 2008 y 127% en 2021). Y eso es lo que importa: la posición relativa.

Ahora bien, si miramos la historia económica de los últimos dos siglos (R. Domínguez Martín, La riqueza de las regiones 1700-2000), veremos que Euskadi ha tenido un PIB per cápita muy superior a la media española desde aproximadamente 1860, cuando se situó en el 111,1% por su despegue industrial. Lo mantuvo en adelante, tanto en la Restauración (125% en 1900) como en la República (146% en 1930) y el franquismo (170% en 1960). La crisis de la desindustrialización que arrancó en 1975 fue seria y, también, lo más cercano a un evento unilateral catastrófico: la economía vasca sufrió mucho, pero fue capaz de mantenerse siempre por encima de la media española (113% en 1985 y 111% en 1999), a lo cual ayudó la capacidad normativa que le concedía el nuevo concierto (a diferencia de lo que sucedió en el resto del Cantábrico, donde Asturias entró en un declive imparable). A partir del año 2000 se recuperan los puestos de cabeza en el ranking de PIB per cápita (125% en 2005, 131% en 2010, 129% en 2015 y 127% en 2020).

Lo relevante a nuestros efectos es la realidad constante que muestran los datos: desde 1850 a 2024, durante casi 200 años, la economía vasca siempre ha estado muy por encima de la media española de riqueza por habitante. Nunca se ha dado ese tan temido evento unilateral y catastrófico que la hiciera caer por debajo del 100% español. Esto es un hecho histórico. Otro hecho es que, precisamente, la persistencia continua de un régimen privilegiado en relación con el conjunto estatal (el concierto/cupo) hace cada vez más y más improbable que ese evento se pueda producir en un futuro. Vamos, que el riesgo como medida de la posibilidad del siniestro, que diría un actuario, tiende a cero. Cero patatero.

En realidad, si lo proyectamos a una escala interpersonal, donde se aprecia más intuitivamente su razón, cualquiera de las grandes fortunas aceptaría con entusiasmo perder el derecho a las ayudas estatales para los desfavorecidos a cambio de dejar de contribuir con sus impuestos a las cargas sociales. Hasta el más lerdo aceptaría un riesgo así a ciegas. Así que... menos lobos.

José María Ruiz Soroa es abogado y autor de Elogio del liberalismo (Catarata, 2018).

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