El soldado Franco en Normandía

El soldado José Franco desembarcó en el puerto francés de Cherburgo el 15 de septiembre de 1944, tres meses después del Día D. Allí estuvo un mes de entrenamiento hasta que su unidad, la 44.ª División de infantería norteamericana, se incorporó al VII Ejército aliado en su ofensiva hacia el macizo de los Vosgos. A mediados de noviembre, la 44.ª División avanzó hacia Estrasburgo, ciudad que liberó el día 23.

Fue en ese avance, el día 17 de noviembre, cuando Franco cayó en combate. A aquel soldado de Texas, originario de El Paso, le faltaban tres meses para cumplir los 22 años. Si hubiera sobrevivido, habría podido disfrutar de unas buenas carcajadas ante el espectáculo que ofreció Mickey Rooney a sus compañeros de unidad en mayo siguiente, una vez finalizada la guerra.

La tumba de este otro Franco se encuentra hoy en el cementerio militar estadounidense de Epinal, enclavado a la sombra de los Vosgos, en la que reposan más de cinco mil caídos norteamericanos. Una tumba abrigada por las tierras francesas que Franco ayudó a liberar del yugo nazi, bajo una cruz de las miles y miles que componen los impresionantes camposantos que jalonan Francia desde los mismos acantilados de Normandía, ya sean de combatientes aliados o de alemanes.

La cruz que corona esas tumbas tiene en todas ellas el mismo mensaje de paz, la paz de los muertos en el abrazo común de sus destinos, que nos abisma en el horror de todas las guerras, también de nuestra contienda civil de 1936-1939.

Las cruces que se conservan aún en los muros de iglesias o plazas de algunos de nuestros pueblos fueron el tributo de los vencedores a sus caídos. El tiempo les ha dado otro sentido más sencillo: el de ser un testimonio de nuestra Historia, nos guste o no.

La ofensiva contra estas cruces al socaire de la ley de ‘memoria histórica’, pese a que su preámbulo y artículo primero establecen el derecho al reconocimiento de todas las víctimas de la contienda, ha cruzado los límites de esa supuesta justificación legal. Los ejemplos de Callosa de Segura y Aguilar de la Frontera, de cuyas cruces se había eliminado toda referencia franquista, prueban que su retirada obedece a puro sectarismo ideológico. Es la presencia de la Cruz en el espacio público lo que se criminaliza, como primer peldaño hacia una escalada de gravísimos efectos contra la libertad religiosa.

En esta ofensiva de intolerancia contra los símbolos de la religión católica, la identificación del catolicismo con la dictadura de Franco parece un argumento infalible. Está en los libros de Historia, aunque quizás hoy no se explique suficientemente que la Iglesia española se arrojó en brazos de los sublevados porque en el bando republicano los estaban exterminando. Ahí están los cerca de 8.000 religiosos asesinados por los frentepopulistas, además de los seglares sacrificados por el mismo motivo, ‘in odium fidei’. Sin olvidar tampoco que los libros de Historia recogen también el papel clave de la Iglesia católica en la instauración de nuestra democracia.

Pero si es un símbolo franquista, ¿qué hace una cruz sobre la tumba de Manuel Azaña, presidente de la Segunda República, en el cementerio de Montauban? Me dirá el lector que una cosa es la figura pública y otra su conciencia personal o, mejor dicho, la de su viuda, Dolores Rivas Cherif, que era católica practicante. Pero, por paradójico que resulte, la figura que sentenció que «España ha dejado de ser católica» reposa bajo el signo de la Cruz.

Otro ejemplo conmovedor. Unos novecientos españoles, republicanos exiliados incorporados a la 13.ª Demi-Brigade de la Legión Extranjera francesa, participaron en abril de 1940 en las cruentas batallas de Narvik (Noruega) contra las tropas de Hitler. Murieron más de la mitad en aquel glacial escenario. Hoy son recordados en la localidad nórdica bajo el signo de la Cruz en el cementerio militar francés que cobija los restos de varios de ellos.

Lo que me interesa señalar con esto es la imprecisa y movediza frontera según la cual la misma Cruz de la fe cristiana que abriga el reposo del soldado Franco que ayudó a liberar Europa, el descanso de Azaña en Montauban y el de aquellos valientes republicanos españoles en Narvik se convierte en España en un símbolo fascista a eliminar si recuerda a las víctimas de la represión frentepopulista, cuando es el mismo símbolo bajo el que fueron sacrificados tantos mártires de los totalitarismos nazi y comunista.

Todo depende del contexto, se argumentará. La gigantesca cruz del Valle de los Caídos, que la extrema izquierda propone dinamitar como hicieron los talibanes con los budas de Bamiyán, pertenece, sí, al contexto histórico de una dictadura que fundamentó su legitimidad en su victoria en la guerra fratricida. Pero en el contexto actual, el de la España reconocida como una de las mejores democracias del mundo, ¿qué significación tiene la cruz de Cuelgamuros sino el de coronar el mayor osario de la contienda, con víctimas de uno y otro bando, como recordatorio de las terribles consecuencias de los discursos del odio y la necesidad de expulsarlos para siempre de nuestra vida política y social?

La misma cruz de los caídos de Aguilar de la Frontera se reconvirtió hace años en un memorial de todas las víctimas de la Guerra Civil, gracias a una iniciativa socialista respaldada por unanimidad por el ayuntamiento, gobernado entonces por los comunistas. Creo que es un buen ejemplo de que en la España democrática la Cruz puede alzarse con naturalidad como el símbolo de la «paz, piedad, perdón» que quería Manuel Azaña, cuyos restos descansan hoy bajo una, igual que los de Francisco Franco.

Pedro Corral Corral es periodista y escritor.

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