El sonido y la furia

Un crisantemo muerto, ¿acaso no hay algo que aún permanece en él? Volvía a recordar el haikú de Takahama Kyoshi mientras oía al hermano León en la ópera Saint François d’Assise, de Messiaen, representada días atrás en Madrid: Tengo miedo en el camino, cuando la flor del tiaré, a punto de morir, ya no tiene perfume. Messiaen, un músico temeroso de Dios, introduce la conciencia de lo perecedero allí donde Kyoshi preguntaba por el valor relativo de las oposiciones con que tratamos de nombrar un continuo sin dualidades: el alma y el cuerpo, la vida y la muerte.

Messiaen, que también escribió el libreto de su ópera, conocía el Libro de Job y el Eclesiastés, con su canto desengañado al ciclo de la vida: todo tiene su momento bajo el cielo, el tiempo de nacer y el de morir. Francisco ordena en su Primera regla para los hermanos menores que le demos al dinero la misma importancia que al polvo que pisamos, y cita el libro sapiencial: Vanidad de vanidades y todo vanidad. Vanidad, en hebreo hebel, vaho, humo, la fragilidad del bien, la inseguridad hasta en la fe. Polvo somos y en polvo nos convertiremos. También para el Cohélet, en el Eclesiastés, «hay sustos en el camino, florece el almendro, está grávida la langosta, y pierde su sabor la alcaparra, cuando el hombre se va a su eterna morada». Como la memoria última de la flor blanca del tiaré que crece en el Pacífico y cuyo perfume sobrenatural Messiaen traslada a la Italia del siglo XIII para hacer más hermoso o más dramático el contraste con el vacío que nos aguarda: «Los vivos saben que han de morir pero los muertos no saben nada y no hay ya recompensa para ellos, pues se perdió su memoria».

Pero si el hermano León, como el común de los mortales, teme y dice que teme, el hermano Francisco, después de besar al leproso y orar con las aves, espera tranquilo su muerte entre las piedras desnudas de la Iglesia de Porciúncula, despidiéndose del tiempo y del espacio, de sus queridas tórtolas, y hasta de la hermana muerte de la que nadie escapa. Y muere, horizontal y plácido, bajo una luz blanca cada vez más intensa, pidiéndole al Señor un exceso de verdad, él, que reconoce cómo a falta de la verdad ha sido conducido a su presencia por la música y la poesía. El coro llama a la resurrección y a la gloria entre sucesiones de intervalos de cuarta aumentada, que en la armonía clásica recibían el nombre de diabolus in musicapor su fuerte carga disonante. Ya no hay disonancias.

Olivier Messiaen trabajó durante ocho años, de 1975 a 1983, en el encargo que Rolf Liebermann le hizo para la Ópera de París y que creyó superior a sus capacidades: Pelléas y Mélisande, de Debussy, era un modelo inimitable de flujo musical libre, y Wozzeck, de Alban Berg, el epítome de la ópera contemporánea. Pero trabajó como solía: día y noche, artesanalmente, oyendo en su interior los sonidos y viendo las huellas de colores que dejaban en su imaginación, eligiendo con cuidado cada palabra y asociándola a un conjunto complejo de anotaciones. Messiaen desarrolló su propio lenguaje musical. Se guiaba no por reglas formales, como las de una música dodecafónica en gris y negro, incolora a su juicio, sino por el sentido de lo justo en la unión del timbre, la altura o los ritmos superpuestos: una «música de destellos y claridades, que procure al oído placeres voluptuosamente refinados», como anunciaba en su Técnica de mi lenguaje musical. Algo semejante habían hecho antes Charles Ives o Igor Stravinski, superando cualquier fórmula, serial o algorítmica, de creación musical. En palabras de Pierre Boulez, su discípulo, Messiaen fue exponente de la tradición francesa de legibilidad armónica y precisión formal a la que sumó elementos de otras culturas, pluralidad y universalidad.

Encontró en los antiguos modos gregorianos, que durante siglos dominaron la música europea, mayor variedad que en la tonalidad que, desde Bach, apenas había regido doscientos años. Los proyectó en la modernidad y los generalizó como «modos de transposición limitada». No hace falta comprenderlo para apreciar su sentido exasperado del orden: en la armonía y en el ritmo, que diseccionó utilizando tanto la métrica griega como el canto de los pájaros, que estudió en el campo y redujo a valores musicales para reproducirlos con los más variados instrumentos, el piano en su Catálogo de los pájaros, o las ondas martenot que sonaron mágicamente en la noche de Madrid. Lo explica en su monumental Tratado del ritmo, del color y de ornitología, publicado póstumamente en siete volúmenes, que comienza con un examen musical del tiempo y la eternidad, apoyándose en Tomás de Aquino, y acaba explicando el color de los acordes. La música, tiempo ordenado.

El 11 de julio de 2011, en el Madrid Arena, los espectadores que agotamos las seis horas de representación disfrutamos con una versión extraordinaria: la orquesta y el director, Sylvain Cambreling, la voz de San Francisco y del ángel, la soprano sueca Camilla Tilling, capaz de proyectar desde la distancia de las gradas su melodía inmaterial y lenta, de claridad realmente angélica. Los sonidos no se pierden, impregnan el escenario del mundo y hermanan a quienes los hemos escuchado, de nuevo un puñado de cerezas con alma. Aquel mismo día, fuera de la ópera, la especulación se cernía sobre la deuda soberana española, las autoridades europeas seguían sin ser capaces de dar una respuesta adecuada a la crisis, y nos abrumaba, hasta cuándo, el drama diario del desempleo. Pienso en El Sonido y la Furia, de Faulkner. La novela, publicada en la gran depresión de 1929, comienza con el relato de un pobre idiota que no puede ordenar cronológicamente lo que ve, la desintegración de su familia al Sur de los Estados Unidos, viva en el recuerdo de los sirvientes negros, el único color de una historia llena de sombras y espejos que, según Sartre, contiene una metafísica del tiempo: «Un hombre es la suma de sus desgracias; un día piensas que la desgracia se cansará, pero entonces el tiempo es tu desgracia».

Muchos imputan hoy nuestra desgracia colectiva a la improvisación de unos gobiernos incapaces de renunciar a las ventajas políticas del corto plazo, desplazan la culpa hacia los mercados, como si el mercado no fuéramos todos (unos más que otros), o señalan con el dedo a las agencias de ratingque cobran sus servicios por lo contrario de lo que se supone: para facilitar el crédito suministrando índices del riesgo de unos deudores que, de otro modo, no obtendrían financiación o la tendrían todavía en peores condiciones. Sin embargo, nadie gobierna una situación multicéntrica, donde los Estados, empobrecidos y endeudados, han perdido el monopolio de un poder roto y diseminado sobre los mapas. Nadie tiene la capacidad de decidir ni, del todo, la responsabilidad de un desastre fuera de control, sin reglas que lo hagan inteligible, con un ritmo aleatorio y un desenlace incierto. No hay dirección de orquesta, ni partitura; ni siquiera un lenguaje compartido, música o ruido.

El orden y el caos, dentro y fuera del teatro. El sonido y la furia. Hasta que volvamos al cuidado del trabajo bien hecho; al pequeño hogar ordenado de cada mañana; al sentido de la proporción y de lo justo perdido en una generación que ha convertido un gran legado de libertad en deuda insoportable para sus hijos; al concierto de las mejores voluntades para decidir dónde ahorrar, qué impuestos subir y en qué invertir para generar poco a poco una riqueza mejor distribuida. Aunque para ello tengamos que sobrevolar las fronteras, como las alondras de Messiaen, e inventar entre todos un nuevo lenguaje político, más música que ruido, por favor.

Por Antonio Hernández-Gil, decano del Colegio de Abogados de Madrid.

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