El soplo de Dios

No hace falta ser sociólogo para diagnosticar que el paro, la corrupción y el asunto de Cataluña son los tres grandes problemas que preocupan hoy a la sociedad española. Por más que los datos macroeconómicos sean cada vez mejores, la mayoría de los ciudadanos no perciben todavía mejoras en el ámbito personal. Es cierto que nadie se acuesta ahora con la angustia provocada por el desbocado crecimiento de la prima de riesgo, que presagiaba el derrumbamiento total. Pero los gráficos sobre la evolución de la economía no van a servir al Gobierno popular para recuperar el crédito perdido.

Al miedo al desempleo, a la pérdida de las prestaciones sociales y a la pobreza -triste realidad en muchos casos- se ha unido la indignación que produce el incesante descubrimiento de escándalos de corrupción. No entiendo cómo los partidos afectados por estos casos -que desgraciadamente son todos los que han tenido alguna responsabilidad de Gobierno (y alguno de los que todavía hacen turno para entrar ya apuntan maneras)- no han emprendido una drástica operación de limpieza interna, precisamente para que la gran mayoría de sus miembros, gente honrada, no tengan que soportar ni un minuto más el estigma provocado por la golfería y deslealtad de quienes han traicionado la confianza en ellos depositada por el partido y los ciudadanos. Como tampoco entiendo que no se haya articulado ya sobre la base de las propuestas presentadas al Congreso u otras nuevas un gran acuerdo nacional contra la corrupción, imprescindible para la credibilidad de los dos grandes partidos.

Si además de indignarnos con toda la razón, hiciéramos una reflexión un poco más racional, tendríamos que reconocer que el Estado de Derecho funciona. Nunca, como hasta ahora, la Justicia ha demostrado ser ciega a la hora de enjuiciar las conductas corruptas, haciendo verdad aquello de que «del rey abajo, ninguno». Eso significa que ni la Policía, ni la Guardia Civil, ni la Fiscalía, ni mucho menos los jueces están a las órdenes del Gobierno, que no ha movido un músculo -tampoco hubiera podido hacerlo- ni siquiera cuando los agentes de la Policía Judicial subieron en tropel hasta la planta sexta de Génova 13.

La democracia española se encuentra hoy amenazada por un elitista grupo de profesores universitarios, incrustados en los claustros de algunas Universidades españolas, amamantados -y no lo digo en sentido figurado- en los pechos del marxismo-leninismo disfrazado de populismo latinoamericano, brillantes demagogos mimados por el capitalismo mediático televisivo, que han levantado sobre el pavés a un nuevo caudillo revolucionario para acabar no sólo con la «casta» política que chapotea en el fango, sino con el sistema podrido que, según ellos, es inherente al régimen de la transición.

Desde los círculos de la demagogia todavía no se ha dado la orden de tomar el cielo por asalto. De momento hacen acopio de escobas con las que se proponen barrer a los corruptos y de paso llevarse por delante el sistema. Los demagogos quieren la revolución, aunque se maquillen de socialdemócratas. Han sabido convencer a muchos de que el sistema nació corrompido y de que la Constitución se elaboró bajo la tutela de los poderes fácticos -el ejército, la iglesia y la banca-, como si los españoles de 1978 hubiéramos sido un hatajo de idiotas o de cobardes. Aducen que de los votantes de la Constitución sólo quedamos un 5%. Es hora de que las nuevas generaciones voten su Ley Fundamental. Curioso argumento. Los Estados Unidos no refrendaron su Constitución. Tampoco lo hicieron buena parte de las democracias más avanzadas del mundo occidental. Y la tan venerada Constitución republicana de 1931 nunca fue sometida a refrendo popular.

Poco después de la primera carlistada, en los años 40 del siglo XIX, Victor Hugo viajó a España y después publicó sus impresiones en Alpes y Pirineos. Le había llamado la atención que el alcalde vasco, exponente de las libertades vascongadas, hubiera luchado en las filas carlistas para imponer al rey neto o absoluto. Se convenció de que la responsabilidad era de la Revolución liberal por haber hecho tabla rasa de las libertades forales. Y esto le llevó a la siguiente reflexión: «Las sociedades envejecidas, sean monárquicas o republicanas, se llenan de corruptelas, como los ancianos de arrugas y los edificios caducos, de zarzas. Pero es preciso distinguir, arrancar la maleza y respetar el edificio, rechazar el abuso y conservar los fundamentos. Esto es lo que las revoluciones no saben, no quieren y no pueden hacer: distinguir, seleccionar, podar. Verdaderamente, no tienen tiempo para ello. No vienen a escardar el campo sino a hacer temblar la tierra. Una revolución no es un jardinero. Es el soplo de Dios». Seguramente, Victor Hugo no calificaría de sociedad envejecida a la joven democracia española. Entre otras razones porque la Constitución de 1978 tuvo gran empeño en tratar de armonizar las libertades forales con el régimen democrático. Pero sin duda advertiría el riesgo de la revolución populista para el sistema democrático. Porque no pretende arrancar la maleza de la corrupción -labor que corresponde a la Justicia-, ni rechazar el abuso, porque no sabe ni quiere ni puede distinguir, seleccionar, podar. Ni siquiera tiene tiempo para ello, cuando lo que se le ofrece es la posibilidad de derribar el sistema, es decir, la democracia. De momento el populismo neocomunista ha conseguido hacer temblar la tierra. Y se dispone a asaltar el cielo. Es el preludio del Apocalipsis.

La última gran preocupación de los españoles es Cataluña. Un asunto que algunos creen poder resolver convirtiendo a España en un Estado federal. En el lado contrario, y su número crece, otros abogan por volver al Estado centralista con unas gotas de descentralización. Pues bien, nada de esto tiene que ver con la cuestión catalana. A finales de 2003 pronostiqué -en presencia del entonces candidato a la presidencia del Gobierno- que, si Dios no lo remediaba, Cataluña estaba a punto «de una radicalización sin precedentes por causa de la irresponsabilidad de alguno de sus políticos». No tengo dotes proféticas, pero me limité a sacar conclusiones de los papeles que ya estaban debatiéndose en el Parlamento catalán.

La mayor ingenuidad consiste ahora en creer que el Estado federal sería la solución. La reforma federal propuesta por el Partido Socialista es de tal calado que de hecho supondría la apertura de un nuevo proceso constituyente al afectar al núcleo esencial de la Constitución y a casi todos sus títulos. Previamente habría que resolver la cuestión de si el nuevo modelo estatal nace de la soberanía del pueblo español o, por el contrario, surge de la voluntad soberana de cada Estado federado. Por otra parte, abierta la Caja de Pandora de la reforma constitucional, ¿por qué no plantear la revisión de otros aspectos de la Constitución? La lista podría ser interminable y podríamos acabar discutiendo acaloradamente sobre el sexo de los ángeles. En un asunto tan trascendental como éste conviene no olvidar aquella sabia reflexión del filósofo catalán Eugenio d'Ors: «Los experimentos, con gaseosa».

El federalismo confiere a todos los Estados el mismo nivel de autonomía. De ahí que hablar de «federalismo asimétrico» no tiene sentido. Para semejante viaje no hacen falta las alforjas de la reforma constitucional. Las comunidades autónomas son asimétricas, pues la Constitución admite la existencia de «hechos diferenciales» (lengua, insularidad, foralidad).

Al separatismo de Esquerra no se le aplaca llamando a Cataluña Estado catalán, salvo que por encima de él no exista ningún otro. A día de hoy cree estar en condiciones de lograr la independencia. La reivindicación del derecho a decidir ha dejado paso al propósito de hacer una declaración unilateral de independencia en el Parlamento catalán. Convergència vacila y exige negociar con el Gobierno el derecho a decidir para la independencia. Exige un imposible, pues la Constitución se fundamenta en la unidad de España.

El catalanismo del siglo XXI ha pulverizado el pacto constitucional al emprender la actual deriva separatista. Nos ha conducido a todos, con ingratitud e irracionalidad, a una gravísima crisis política de consecuencias imprevisibles. El actual proceso independentista catalán no es un movimiento de liberación nacional. Cataluña no es una colonia de España ni padece ninguna discriminación ni dominación política de un pueblo sobre otro. Por eso no le ampara el derecho de autodeterminación que reconocen los Pactos Internacionales de Derechos Humanos. Los separatistas catalanes no luchan por la libertad. Se aprovechan de la que disfrutan para dividir la sociedad en buenos y malos catalanes. A estos últimos, si llegaran a triunfar, les espera la mordaza o el exilio.

¿Habría algún modo de encarrilar la cuestión catalana? No, mientras la Generalidad no recupere el seny catalán y cese en su conducta sediciosa para volver a la senda constitucional. Si así fuera, no sería necesario promover reformas sobre las que no existe consenso alguno. Bastaría con introducir en la Constitución (mayoría de tres quintos en cada cámara) una disposición adicional, del mismo modo que se hizo en 1978 para reconocer los derechos históricos de los territorios forales. Es verdad, que el Gobierno no tiene mucha capacidad de maniobra para negociar. España es uno de los Estados más descentralizados del mundo. Ahora bien, sin desbordar el marco constitucional, cabría concertar un nuevo régimen de financiación y profundizar en la bilateralidad entre la Generalidad y el Estado (que no entre Cataluña y España).

En tal caso, el soplo de Dios no sería flamígero y destructivo sino vivificante y creador.

Jaime Ignacio del Burgo fue presidente de la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados.

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