Sólo estábamos la guardiana y yo esa mañana de domingo del pasado mes de noviembre en el Museo de la Solidaridad Salvador Allende, al sur del céntrico Barrio Brasil de Santiago. Situado en un palacete de estilo ecléctico, entre los muchos que bordean la avenida República, este museo tiene un origen español y una historia inevitablemente agitada. Surgido de la iniciativa personal del crítico de arte sevillano José María Moreno Galván (fallecido en 1981), en un gesto de apoyo solidario al Gobierno de Allende que obtuvo la respuesta inmediata de muchos grandes pintores (Lam, Saura, Frank Stella, Matta, por citar algunos), nunca llegó a abrirse en vida del presidente socialista, quien alentó desde el comienzo la propuesta de Moreno Galván y llegó a ver antes del golpe militar de septiembre de 1973 la primera obra generosamente donada, una hermosa pintura de Joan Miró. Treinta años tardó la colección formada en llegar definitivamente a Chile, tras unos avatares que recuerdan, y por similares condicionantes políticos, los que sufrió el Guernica de Picasso antes de su devolución a España.
El museo expone en rotación un número limitado de los 2.000 cuadros reunidos, estando en todo momento alguna parte del fondo en exposición itinerante por diferentes países extranjeros. El día de mi visita solitaria lo expuesto era en su mayoría pintura surrealista, no toda muy distinguida, aunque también estaban colgados varios de los grandes lienzos en permanencia. Una vitrina de la planta baja muestra objetos personales de Allende al lado de un peculiar muro de las lamentaciones hecho con fragmentos encadenados de sus discursos políticos. "¿Y los sótanos?", le pregunté a la amable guardiana. En mi guía Lonely Planet de Chile, edición española de 2009, se hablaba de que el visitante podía reconocer en ellos "cables telefónicos enmarañados e instrumentos de tortura dejados en tiempos de la DINA, que empleó el edificio como estación de escucha". La señora hizo un gesto difícil de interpretar: entre la sonrisa de disculpa y la mirada huidiza: "No hay acceso al sótano ahora, aunque usted podrá observar al salir, si se fija, restos del cableado y las antenas de escucha en el tejado".
Al día siguiente por la noche seguí con atención, sentado en mi habitación del hotel Plaza San Francisco, a unos cientos de metros del Palacio de la Moneda, un largo y animado debate -emitido en directo por el Canal 13- entre los cuatro candidatos a las elecciones presidenciales chilenas que se celebran este domingo 13 de diciembre. Me fascina especialmente, entre las tonalidades del castellano americano, la chilena, que oí por primera vez en España a dos magníficos escritores aquí largo tiempo residentes, José Donoso y Mauricio Wacquez; un habla levemente atropellada y hasta ansiosa, capaz, sin embargo, de la melodía más dulce. Esa noche escuché, tratando de sustraerme un poco a la encantadoramúsica de sus acentos, los discursos cruzados entre el centro-derechista Sebastián Piñera, el comunista (aliado con la izquierda cristiana) Jorge Arrate, el independiente y antes diputado socialista Marco Enríquez-Ominami (MEO en su abreviatura no despectiva), y el candidato de la gobernante Concertación entre socialistas, radicales y democristianos, Eduardo Frei hijo, que ya fue presidente en un mandato anterior y ahora repite opción al estar obligada la presidenta Michelle Bachelet (con un 80% de aceptación popular ahora mismo) a dejar el cargo por el límite constitucional de cuatro años.
No soy un conocedor profundo de los entresijos de la política actual de aquel país, aunque Chile, el Chile del Frente Popular y el Chile de Pinochet y sus gorilas, fue para mi generación, acabada la guerra de Vietnam, el máximo punto de referencia moral, similar, me atrevo a decir, a lo que la España de la Segunda República, la Guerra Civil y la dictadura franquista fue en la conciencia de muchos de nuestros mayores de Europa y América. La pasión chilena y la amarga nostalgia allendista volvieron naturalmente a revivir (y en este caso también para numerosos ciudadanos españoles que eran niños o no habían nacido en septiembre de 1973) con los episodios del mandato judicial de Baltasar Garzón y la detención en Londres, a finales de 1998, del ex dictador Pinochet, con el decepcionante final de la liberación del militar criminal decidida por un Gobierno, el de Tony Blair, que ya empezaba, si no antes, la cadena de vergonzosas traiciones al espíritu progresista que decía encarnar. Devuelto a Chile, el general, como es sabido, jamás llegó a ser debidamente juzgado, utilizando argucias y mentiras hasta la muerte, en su propia cama, el 10 de diciembre del 2006.
El debate en Canal 13 tuvo momentos muy vivos, y uno que, desde el punto de vista español, disfruté particularmente: las palabras de MEO, un político joven (36 años) de físico atractivo y vacilante discurso, acusando a Piñera de tener como consultor en política y gurú personal a José María Aznar, un jefe de Estado, dijo, que ha mentido al mundo y fue "el hombre que arrastró a España a una de las guerras más crueles que ha conocido el mundo". A Frei se le acusó de haber aceptado el cambalache del retorno sin cárcel en firme ni enjuiciamiento en España del general Pinochet, y esa acusación, de nuevo esgrimida por MEO, salpicaba a Arrate, que era ministro en aquel Gobierno progresista de Frei y, discrepando de la mayoría del gabinete, protestó pero no dimitió, por no hacerse -dijo con la elocuencia que tiene este antiguo profesor de economía- "un llanero solitario". MEO, por su parte, tuvo que arrostrar las críticas, de Piñera y Frei, a sus connivencias con los gobiernos de Chávez y los hermanos Castro, respondidas por él con una inquietante mezcla de coquetería y populismo.
En Chile, fue mi impresión de viajero, Allende está presente, pero yo creo que para una parte muy sustancial y tal vez mayoritaria de la población más como icono del pasado que como inspiración de cara al porvenir. Su estatua, de una gran fealdad artística (sobre todo en comparación con la de los presidentes anteriores que la acompañan en la plaza Constitución), está erigida a pocos metros del bombardeado palacio donde se quitó la vida tan dignamente, y no faltan en los alrededores las huellas o presencias de aquellos trágicos días: unas, conmemorativas (por ejemplo la placa mural que recuerda a los miembros de su guardia de corps caídos el infausto 11 de septiembre), y otras aún encaminadas a la restauración de la verdad, como el anuncio, en la entrada del cercano Ministerio de Justicia, de un servicio médico estatal que con una pequeña muestra de sangre "puede ayudar a identificar los cuerpos encontrados y los que se podrían encontrar".
El mismo Palacio de la Moneda se visita libremente, con cita previa fácil de obtener, tras la decisión tomada en 2000 por el presidente Lagos. El recorrido guiado incluye los lugares del crimen: el salón blanco donde el presidente resistió hasta el último momento, la chaise longue donde se reclinó para dispararse a la cabeza, la ventana del primer piso en la que fue fotografiado por unos escolares que pasaban camino del colegio, la puerta por donde fue sacado su cadáver, tapiada posteriormente por los golpistas.
Es comprensible que los chilenos voten hoy 13 pensando en el futuro, teniendo además una situación económica -no sólo comparativamente- airosa. El país, sin embargo, y de nuevo especulo, no va a desligarse con facilidad de su aún reciente historia; en los días de mi estancia saltó a la prensa el conflicto creado por la decisión de la presidenta de nombrar como comandante en jefe del Ejército al general Fuente-Alba. El militar, subteniente con mando en 1973, nunca ha sido imputado, pero el solo hecho de haber tenido que declarar dos veces en el caso de la llamada Caravana de la Muerte bastaba para hacerle inconveniente a ojos de las asociaciones de familiares de desaparecidos. Pero me extrañó que en el amplio folleto que entregan gratuitamente al visitante del Palacio de la Moneda, con seis pequeñas fotos del estado en que quedó el edificio neoclásico tras los ataques con bomba de las fuerzas rebeldes, el único nombre propio que no se menciona en ninguna de sus páginas sea el de Salvador Allende.
Vicente Molina Foix, escritor.