El ‘speed-watching’ en Netflix y el obsesivo culto a la prisa

Recordé ese viejo chiste de Woody Allen que cuenta: “Hice un curso de lectura rápida de Guerra y paz en 20 minutos. Va sobre Rusia”, y entonces pulsé el botón de stop. Después de veinte minutos de diálogos encadenados y escenas sin pausas entre ellas, por no hablar del estridente tono de voz de los personajes, la imagen se quedó por fin detenida. Entonces hice una lista mental de todo lo que se había quedado fuera:

Los silencios. El silbido de la cafetera que anuncia el desayuno. Dos miradas que al final no se encuentran. Un paseo largo. El tiempo en que alguien contempla una pieza de arte en un museo. Las pausas dramáticas. La radio siempre sonando. Las consecuencias de escuchar todos los tonos del teléfono, pero no cogerlo y que se quede sonando como una letanía durante el resto de la escena. Esa alga transparente que se balancea en el fondo del mar. La lluvia al otro lado del cristal. El tedio de las sobremesas. Que la casa esté vacía y la madera cruja al entrar.

Pero llevaba media hora sin ver nada de eso porque había probado una nueva opción de visualización de Netflix. Desde hace unos meses, la plataforma ofrece diferentes velocidades de reproducción en dispositivos móviles. A la normal —1x—, se le suman dos más lentas —0.5x y 0.75x, que pueden ser de gran ayuda para personas que sufren algún tipo de dificultad auditiva—, pero supuestamente, para los consumidores, lo más atractivo reside en sumar velocidad a la reproducción. Para ello existen las opciones de 1.25x y 1.5x, que aceleran las escenas lo suficiente como para restarle unos cuantos minutos al cómputo total de la serie o película.

Se llama speed-watching y es, en realidad, otra de las infinitas ramificaciones del culto a la prisa, aplicado en este caso a ver contenidos más rápido. El sentido, dicen, se mantiene, a pesar del insidioso tono de voz sin matices de los personajes, como si hubieran aspirado helio. A pesar también de los movimientos antinaturales de los actores, que se mueven como si tuvieran prisa por abandonar la escena que es, en realidad, lo que sospecho que les ocurre. Pero, resumiendo, con la nueva función, uno puede ahorrarse casi la mitad de una película como El irlandés que, con sus 210 minutos puede verse reducida a 140, ni siquiera dos horas, habiendo “optimizado” —verbo estrella de nuestros tiempos— unos cuantos minutos que servirán para no perder el tiempo y hacer otra cosa, por ejemplo, empezar a ver otra película.

Las prisas, el miedo a no llegar, a perder el tiempo. La ambición de quererlo todo y ya mismo, de que no se nos escape nada, la necesidad de decir que nosotros también sabemos, que también estuvimos ahí. Una aceleración constante que le quita sentido a todo, también al entretenimiento y pone sobre la mesa esa gran pregunta: por qué vemos una película o una serie. Una aceleración que me remite siempre a los inicios de aquel portal de Internet, el Rincón del Vago, cajón de sastre y gabinete de curiosidades, en donde uno podía encontrar desde resúmenes de la Ilíada a esquemas del reflejo condicionado de Pavlov, un portal que era de gran utilidad para no llegar de vacío al examen. Que servía para aprobar y jurarte a ti mismo que la próxima vez lo harías mejor, que estudiarías sin prisas.

No puedo imaginar la frustración de directores y creadores de contenidos que de repente ven los frutos de años de trabajo e ilusiones reproducidos a una velocidad para la que no fueron pensados. De igual forma, no puedo imaginar lo que sería aplicar este filtro de aceleración a una película de Orson Welles o Ingmar Bergman. Porque la visualización rápida tiene que ver con aprobar, con llegar al cinco, con saber que Guerra y paz va sobre Rusia, pero diluye los impactos emocionales de una película, y lo que el consumidor —que no espectador— termina viendo es otra cosa completamente distinta de la original y está íntimamente emparentada a esa sensación de la que tanto se habla ahora, el FOMO que es, en realidad, el miedo a quedarse fuera, a estar perdiéndose algo.

Todos los años, en lo que ya es una tradición, releo Años luz de James Salter, libro en el que subrayé este fragmento: “La vida es el tiempo que hace. Son las comidas. Los almuerzos en un mantel azul a cuadros sobre el cual hay sal vertida. El olor a tabaco. Queso brie, manzanas amarillas, cuchillos con mango de madera”.

Lo he citado a menudo porque comprende las banderas universales de la cotidianidad, lo que creo que en una película visionada a 1.5x terminaría arrojando en lo prescindible porque no hay tiempo que perder. Porque vivimos con ese miedo a perder el tiempo, pero la paradoja es que la aceleración nos hace desperdiciar el ocio, la tranquilidad, las pausas dramáticas, todo aquello aparentemente banal en lo que anida, si se la sabe esperar, la vida.

Laura Ferrero es escritora. Autora de Qué vas a hacer con el resto de tu vida (Alfaguara).

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