El sueño afgano, en el fondo del mar

Ejecutado Bin Laden, se produce la paradoja de que están heridas de muerte las perspectivas democráticas y de derechos humanos en Afganistán. Tras una década de guerra, la muerte del enemigo número uno de Estados Unidos facilitará la aceleración de los planes de retirada del país. En el camino quedarán los miles de muertos caídos en combate -afganos y occidentales, civiles y militares- y quizá también las expectativas democráticas. Su muerte cierra un episodio de expansión norteamericana que comenzó el 11-S.

De la noche a la mañana, Afganistán se convirtió en una amenaza vital para Estados Unidos y sus aliados europeos. El icono de Bin Laden emergió como el enemigo común, al estilo de la URSS en la guerra fría. George W. Bush comenzó una expansión hacia el exterior cuyos máximos exponentes fueron las guerras de Afganistán e Irak, bajo la sombra de la amenaza de otro 11-S.

Desde un gran consenso internacional, la guerra de Afganistán tuvo en su inicio un claro objetivo: el régimen de los talibanes debía ser intervenido como santuario terrorista y amenaza para la paz y la seguridad internacional. Su negativa a entregar a Bin Laden hizo inevitable el uso de la fuerza.

Pronto se hizo evidente que era necesario también un plan de reconstrucción para el Estado afgano. Así se sumó al objetivo inicial de desmantelar la base de operaciones de Al Qaeda la pretensión de hacer de Afganistán una democracia al estilo occidental. El ingenuo idealismo de Bush planteaba una victoria total excluyendo del nuevo régimen a los talibanes. En la conferencia de Bonn celebrada en diciembre del 2001 para organizar la transición, los talibanes no fueron invitados. Su radicalismo islamista hacía imposible su integración.

Sin embargo, Afganistán no es una tierra fértil para la democracia; la historia enseña que es un extenso país con una sociedad multiétnica, pobre en recursos naturales, con altos índices de analfabetismo y unas infraestructuras severamente dañadas tras más de 30 años de conflictos. A pesar de las dificultades, ha habido avances democráticos en Afganistán. Se ha progresado en la escolarización e igualdad de la mujer, se han celebrado elecciones y, con desigual éxito por su territorio, se ha avanzado en la prestación de servicios básicos como el agua o la electricidad.

A las dificultades naturales hay que añadir una más de carácter estratégico: desde el 2003 la guerra tuvo un giro importante a favor de la insurgencia en gran medida por el traslado de recursos económicos y militares de Afganistán hacia el nuevo frente en Irak. Bush privilegió la aventura bélica de Irak cuando era en Afganistán donde se jugaban los intereses de la seguridad de EEUU.

La llegada de Obama a la casa Blanca en enero del 2009 afectó a la política exterior norteamericana en dos sentidos: por un lado, dio muestras de reconocimiento de los límites del poder norteamericano y, por otro, impuso un marcado carácter pragmático, en sustitución del idealismo neoconservador de Bush Jr. En Afganistán se volvió a situar la amenaza terrorista como el eje central de la campaña militar, dejando en un segundo plano la democracia. Según este nuevo pensamiento, ¿por qué iban a ser un problema los talibanes para EEUU, siempre y cuando no tuvieran vínculos con Al Qaeda?

Washington percibe hoy que sus amenazas ya no provienen de Afganistán. En la medida en que Al Qaeda no se esconde allí, la lucha contra los talibanes, siguiendo esta lógica, es una prioridad quizá para los propios afganos, pero no para Estados Unidos. Como ha señalado el senador John Kerry, «nuestra presencia ha de orientarse a poner a los afganos a cargo del asunto»; pero ¿cómo hacerlo?

La reconciliación, a través de acuerdos con sectores talibanes -siempre que renuncien a tener vínculos con Al Qaeda -, es necesaria para la pacificación del país, pero también es un jarro de agua fría para el idealismo de Bonn: la integración implicará el aumento de influencia de las ideas ultraconservadoras que convirtieron al Afganistán del pasado en un icono del integrismo islámico. Naturalmente, en las conversaciones facilitadas por Pakistán entre Kabul y sectores talibanes, que comenzaron en octubre del año pasado, no estuvo presente ninguna mujer.

Desaparecido Bin Laden, la salida del país será más digerible para el pueblo norteamericano. Para los europeos, aunque cansados por la guerra y con ganas de marcharse, no será fácil asimilar la nueva situación. Como ha reconocido el general James Bucknall, número dos de las tropas de la OTAN en Afganistán, «los afganos estarán al mando… Y eso será frustrante para algunos en Europa porque algunas cosas no les gustarán».

Afganistán encontrará la democracia a su manera y a su ritmo, pero sería una pena que, después de tanto sufrimiento, los afganos, y sobre todo las afganas, quedaran abandonados a su suerte. Lo peor que podría producir la muerte de Bin Laden es que se llevara consigo los derechos de los afganos al fondo del mar. Máster en Relaciones Internacionales de la UE por la London School of Economics.

Carlos Carnicero Urabayen, politólogo. Master en Relaciones Internacionales de la UE por la London School of Economics.

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