El sueño de la razón produce monstruos

Un cuarto de siglo después del colapso del totalitarismo soviético y de que algunos anunciaran el fin de la historia y un nuevo orden mundial, en el sancta sanctorum de ese orden, Occidente, se ha producido una crisis profunda de dos de sus instituciones claves, la democracia y el capitalismo. Como si, en lugar de asistir al fin de la historia, lo hiciéramos a una nueva fase, una más, de un proceso interminable que alternara y mezclara luces y sombras.

La crisis política y económica supone una fractura social. En España se combina con un grave riesgo de fractura territorial; en Europa, con un entramado institucional sin encajar; en Estados Unidos, con una sensación de pérdida de rumbo. Le acompaña un alto grado de desconcierto, propio de quienes no saben cómo manejar, o siquiera discutir, porque no entienden, aquella combinación de crisis.

El sueño de la razón produce monstruosSucede que a las dificultades objetivas se unen los inconvenientes de una deliberación sometida a un ritmo apresurado, y a un marco interpretativo que favorece una opción desenfocada. A la hora de resolver la crisis, se nos insta a los ciudadanos a hacerlo de inmediato, buscando la gran decisión, el acto de voluntad suprema por el que otorgar nuestra confianza a unos salvadores u otros. Salvadores o exorcistas, según se mire.

Con frecuencia se nos da a elegir entre dos héroes, o antihéroes, asimétricos, muy distintos pero con rasgos compartidos curiosos. Por un lado, tenemos un establishment bastante responsable de la crisis actual (contando con la anuencia y el descuido de muchos). Unas veces, nos aconseja paciencia, alardea de su tacticismo y apela al orden natural de las cosas. Otras, nos distrae, con la inestimable ayuda de la industria de la cultura y el entretenimiento, y en parte la educación, con el culto del futuro y un horizonte abierto, como ellos dicen, a la conquista de Marte y diversas galaxias. Por otro lado, tenemos variedades de un anti-establishment que nos ofrece el porvenir, surrealista, de un retorno al pasado de alguna variante de bonapartismo, totalitarismo, u otras pesadillas de los dos últimos siglos. Cada uno a su manera todos son políticamente correctísimos y, como tales, un tanto autistas y un mucho ansiosos, nos aturden y nos predisponen a la confusión. Nos adormecen, de varios modos. Los unos propician un estado de sonambulismo, los otros nos alientan a soñar que volamos y asaltamos los cielos mientras caemos por el precipicio.

Para la ciudadanía de a pie, el resultado de combinar tanto estrés acumulado (en tan poco tiempo) con semejante disyuntiva es un alto riesgo de ofuscación mental, incluso para discernir lo que pudiera haber de razonable en los dos extremos. Porque la razón requiere alguna forma de conversación amistosa, lejos del ruido compulsivo de las descalificaciones mutuas; y una dosis de tiempo y calma. Calma porque, si, por poner ejemplos que tenemos cerca, no hemos resuelto los problemas del mercado de trabajo, de la Educación o de Cataluña en 30 o 40 años, llevados de la mano por tantas elites dilectísimas y con tantos arrebatos de indignación por el camino, no es cosa de pensar que lo haremos ahora en un repente y mediante un acto de voluntad suprema.

La verdad es que puestos a elegir entre unos y otros, y, mejor aún, a elegir entre ni unos ni otros, convendría ser razonable; y evitar, justamente, la situación que evoca el capricho de Goya, El sueño de la razón produce monstruos. La de un hombre dormitando, la cabeza hundida, las piernas entrecruzadas e inmóvil, rodeado de figuras siniestras surgiendo de su mente, y a las que su razón, perdida, diera alas.

Aquel capricho lo dibujó Goya en 1797, y al año siguiente nos dio un retrato de Gaspar Melchor de Jovellanos que parece su antítesis. El personaje del capricho y Jovellanos tienen una hechura y una disposición corporal bastante semejantes. Pero Jovellanos está pintado contra un fondo de una luminosidad entre plateada y dorada, y sus ojos bien abiertos parecen considerar, precavidos, una situación compleja, una tarea por hacer. La razón ausente del capricho habría dado paso a una razón alerta.

Alerta... lo que dure. Que Jovellanos encontrara la manera de evitar la sinrazón de unos y de otros mucho tiempo, es dudoso. Sus últimas palabras, ¡país sin cabeza, desgraciado de mí!, sugieren un profundo desengaño. Aunque también pueden interpretarse como una advertencia a quienes, a través del tiempo, queramos escucharle. Porque lo interesante de la historia, como de la vida, es que no suelen obedecer a leyes que marquen un destino. Son dramas abiertos. Que los sueños de la razón produzcan monstruos, y éstos nos aniquilen es sólo una posibilidad. También podemos despertar del sueño, interpretarlo, aprender algo. Y ya se verá lo que el aprendizaje dura. Siempre se podrá olvidar, y volverlo a aprender.

Con este ánimo esperanzado, que no iluso, repensemos un momento la situación actual. Cabe razonar. Cabe razonar juntos. Cabe incluso que no tengamos otra forma de razonar sobre los bienes comunes que la de hacerlo juntos.

En tal caso, es preciso escucharse, deliberar, decidir, pero hacerlo como se hace en un experimento, atendiendo a sus consecuencias, sopesadas por unos y por otros, rectificar, aprender y seguir aprendiendo, darse cuenta de lo olvidado por el camino (probablemente porque los otros nos llaman la atención sobre ello), volverlo a recordar. Todo ello en un clima con un grado suficiente de conversación razonable y de amistad cívica.

Claro es que, siendo realistas, habida cuenta el odio y la confusión mental ya acumulados, no deberíamos esperar un grado demasiado alto de conversación razonable y de amistad cívica en las sociedades occidentales de hoy. Pero, y sin descontar nunca los milagros (porque, ¿quiénes somos nosotros para excluirlos?), al menos, si el progreso que soñamos parece inalcanzable, debemos intentar, y esperar, que no sea totalmente imposible.

Pues bien, con este talante al tiempo realista y optimista, podemos oponer a la cultura dominante del establishment y del anti-establishment, que es la cultura de la voluntad de poder, una cultura alternativa que sería la de la convivencia razonable. E intentar nuestra suerte.

Para empezar, no hay razón para que los ruidos belicistas, si no cainitas, algunos dirían que incluso satánicos, no deban y puedan reducirse sustancialmente. Conviene aplicar reglas de civilidad en la conversación y facilitar la heterogeneidad de los grupos implicados en el debate colectivo para evitar la tendencia a la escalada a los extremos. Sobre todo, conviene cuidar el lenguaje y la retórica. Parece obvio que, en las actuales circunstancias, los dramas políticos suelen estar sobreactuados. La crisis actual tiende a ser manejada (no siempre, no en todas partes) partiendo del supuesto de que la sociedad está enfrentada en campos enemigos, o, como suele decirse, intensamente polarizada. Cada vez más, dicen. Pero no es así.

En rigor, lo que esa polarización tan acusada refleja es, ante todo, la experiencia de un determinado sector de la sociedad, quizá el formado por el establishment y el anti-establishment, y en particular por el medio social de muchos (nunca todos) políticos profesionales y agentes mediáticos, y entornos difusos de intelectuales y agentes culturales y expertos. Una parte interesante, sí, de la sociedad, empeñada en asaltar el Olimpo y edificar su torre de Babel, y que siente su vida como la expresión de una voluntad de poder.

Pero esto no se aplica a toda la sociedad, cuya mayor parte está probablemente un poco más interesada en vivir y en convivir. Quizá esta sociedad, la ciudadanía de a pie, la sociedad civil, si se quiere, vive otro tipo de vida, y se mueve en otra longitud de onda. Es como la multitud amable de la Pradera de San Isidro pintada por Goya, 10 años antes que el capricho del sueño de la razón, al borde del modesto Manzanares, San Francisco el Grande al fondo, relajada entre risas y escarceos, entretenida en compartir conversación y merienda, con sus gentes de alcurnia, y sus gentes de a pie, que casi parecen gozosas de estar juntas, aunque su gozo pueda acabar por revelarse equívoco. En todo caso, a la sociedad de a pie, en general, la llamada polarización política la afecta sí, pero la afecta, de entrada, menos; aunque no se excluye que no se deje contagiar por el belicismo y el cainismo de las elites y contra-elites de turno, a su debido tiempo. Como tal vez les acabara ocurriendo a algunas de aquellas mismas figuras goyescas.

La sociedad norteamericana, por ejemplo, cuyos partidos sí se han polarizado ideológicamente desde los años 70 del siglo pasado, no lo ha hecho tanto ella misma. Los debates y las campañas presidenciales del momento pueden ser virulentos y dejar un reguero de agravios. Pero a lo largo de las dos últimas décadas, la consistencia ideológica ha caracterizado y caracteriza a un porcentaje de norteamericanos que se sitúa entre el 10% y el 21%; y, lógicamente, cabe suponer que la inmensa mayoría restante de los americanos sin opiniones tan coherentes en clave conservadora o liberal (o progresista) puede preferir que sus partidos se encuentren a medio camino y acepten compromisos entre sí. Lo que, por poner otro ejemplo, más próximo, recuerda las opiniones recientes de los españoles (de todas las partes de España) sobre el exceso de polarización y confrontación ideológica que los partidos políticos introducen en el debate sobre las cuestiones territoriales e identitarias.

Hay como un hiato entre dos culturas vividas, la de la gente de a pie, al menos cuando aplica su buen sentido, y la gente de alcurnia, la que iría en carroza, por así decirlo, cuando se deja llevar de su posible mezcla de ilustración y de soberbia.

Encontrar el modo de manejar el contraste entre estas dos experiencias de vida y estos dos universos de discurso no es tarea fácil. Desde hace mucho tiempo impera el universo cultural que define el conflicto político como un conflicto de intereses poco menos que irreconciliables, y de ideas fijas reconvertidas en ideologías o rebautizadas como tales, que se entrecruzan en una batalla reminiscente de la de los ejércitos en la noche del poema de Arnold. Lo que se dirime en esa batalla es quién impondrá su voluntad al otro. Frente a tanto delirio voluntarista, introducir el contrapunto del universo cultural que prima la conversación razonable y la amistad cívica parece poco menos que imposible. Suena a música celestial.

¿Qué se puede hacer? Podemos sumarnos a la confusión, o ponernos muy tristes. Pero si optamos por hacer algo distinto, lo primero es reivindicar el interés, la relevancia de la música celestial. Sí, ya sé que estamos inmersos en una cultura política que enfatiza la tradición de los animales políticos, de Maquiavelo, de Nietzsche e tutti quanti. Pero, en fin, junto a Dionisos también estaba Apolo; e incluso Pitágoras y Platón y la ciudad de Dios, y la idea de armonía y del orden del cielo aplicado a la tierra. La política antigua. Y también las corrientes mal llamadas utópicas de los últimos ¿dos, cinco, 12 siglos? ¿Está todo esto tan anticuado? Pero, ¿qué culpa tenemos de que nuestros líderes, políticos, agentes mediáticos y expertos, incluidos no pocos científicos sociales, tengan, tengamos, una formación histórica tan ligera?

Por lo pronto, esta apuesta por la música celestial podría descolocar un poco al mundo de la cultura del entretenimiento, y fomentar en él cierta confusión, sugiriéndole que quizá pudiera convenirle ponerse a la última moda retornando a la historia antigua, adoptando el lenguaje, tal vez el vestido y los gestos, del antiguo Egipto o de los tiempos de alguna remota dinastía china. Quizá las redes sociales acogerían el experimento, las nuevas sensibilidades del momento fugaz responderían al estímulo, y todo ello acabaría siendo (al menos un tiempo) muy, muy in.

Así se podría ganar un tiempo precioso, y reducir la tensión emocional del ambiente, con el objetivo de desarrollar un argumento ad hominem, con el que atacar el flanco débil de un adversario que pretende dirigir el curso de la historia careciendo de la capacidad de hacerlo.

Pero aquí hay que introducir un matiz. No hay que imitar a las elites y las contra-elites siendo tan belicistas como ellas. Hay que tener en cuenta que se trata de llevar adelante una gran estrategia pacífica, que apunta a una sociedad diversa y un tanto contenciosa, pero profundamente reconciliada. No hay por qué herir en exceso la sensibilidad de las elites (y, se sobreentiende, de las contra-elites, que no son sino sus rivales miméticos). Una herida extrema no es aconsejable, porque hay que hacerse a la idea de que, como los pobres del Evangelio, también las elites estarán siempre con nosotros, y siempre nos harán falta, en alguna medida, dentro de los límites de la razón; es decir, en el entendimiento de que el protagonismo no es suyo, y la justicia es de todos.

Como se ha llegado a decir: no podemos vivir con los políticos y tampoco podemos vivir sin ellos. Hay que comprenderles, hay que corregirlos, hay que ayudarles a que rectifiquen, hay que echarles de sus puestos cuando sea menester. Con prontitud pero sin acritud. Con gratitud incluso; porque han de manejarse con problemas, complejos, que atañen a los bienes comunes, y de los que muchos ciudadanos comunes simplemente se desentienden.

Víctor Pérez-Díaz es Catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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