El sueño de los 'poshumanos'

Estos días hemos presenciado el descenso a los infiernos de uno de los ídolos de masas del siglo XXI. Lance Armstrong, con una biografía que «si la hubieran escrito en Hollywood la gente no se la creería», según dice su web, ha resultado ser un tramposo de dimensiones olímpicas. Si algo no perdonamos a los que se erigen en estándares planetarios de virtud y superación es que lo hayan conseguido haciendo juego sucio.

El dopaje es el pecado definitivo del deportista simplemente porque está prohibido. ¿Pero tiene sentido impedir ciertas estrategias para incrementar el rendimiento y no otras? La EPO, una hormona que aumenta la capacidad de la sangre de transportar oxígeno, es ilegal. En cambio, entrenar a grandes alturas, donde las concentraciones bajas de oxígeno te hacen producir más glóbulos rojos, es una forma aceptada de conseguir el mismo objetivo.

El tenista Novak Djokovic usa una cámara de presión carísima para obtener efectos similares, y esto tampoco está vetado. Entonces, ¿por qué no permitimos que los atletas tomen sustancias químicas? ¿Por sus efectos secundarios? ¿Por qué no están al alcance de todos? Los ejemplos anteriores lo descartarían: en estos aspectos no hay muchas diferencias entre la olla a presión de Djokovic y las inyecciones de Armstrong. Por eso hay expertos que proponen que la mejor manera de evitar que los atletas hagan trampas es autorizándolas todas: ya les estamos presionando para rendir más allá de los límites habituales, hasta el punto de poner en peligro su salud; aprobar el dopaje no lo empeoraría mucho.

Es una opinión polémica, y más si ampliamos el punto de mira. Porque las mejoras artificiales pueden ser útiles también fuera del deporte. En la primera guerra del Golfo, por ejemplo, los pilotos tomaban anfetaminas para estar despiertos durante periodos largos de tiempo y actuar mejor en las situaciones de estrés. Un caso menos extremo: el metilfenidato, que se usa para tratar el trastorno de déficit de atención e hiperactividad, se cree que puede incrementar la capacidad de concentración en adultos sanos. Y el Modiodal, que se da para los trastornos del sueño, lo usan algunos para poder estudiar toda la noche. En las universidades ya se habla de hacer controles antidopaje antes de los exámenes para evitar ventajas no homologadas. Pero una pastilla de metilfenidato tiene unos efectos bastante similares a una taza de café, una droga legal que la mayoría de gente se toma sin pensárselo dos veces. ¿Estamos siendo hipócritas?

Lo que pasa es que todavía no tenemos claro qué hacer con todas las mejoras que nos está proporcionando la ciencia. Hay quien cree que deben dejar de considerarse deshonestas. Esto técnicamente se llama transhumanismo, una nueva doctrina filosófica que propone que debemos usar todos los recursos disponibles para mejorar nuestras capacidades. No todo el mundo lo ve con buenos ojos, sobre todo porque es difícil ponerle un límite.

Una cosa son las píldoras, pero luego podrían venir las prótesis, que ya se usan para tratar algunas deficiencias. ¿Será el próximo paso un «supersoldado» biónico? ¿Hasta dónde nos podría llevar el transhumanismo? ¿A ser cada vez más perfectos y menos humanos?

La última frontera sería la manipulación genética: modificar el ADN de un embrión para cambiar las características de la persona antes de que nazca. De momento es ciencia ficción porque lo hemos decidido así: alterar el genoma que pasamos a nuestros hijos es uno de los pocos límites científicos incluidos en la legislación de todos los países. Pero técnicamente no está tan lejos de nuestro alcance.

¿Estamos yendo hacia un futuro donde la evolución de nuestra especie no estará en manos de la selección natural sino de los científicos? Esta visión ha dado lugar al término poshumanos, que describe a aquellas personas que se modificarían tanto, de forma química, quirúrgica, genética y/o biónica, que se convertirían en una especie aparte. ¿Será esto el final de los humanos tal como los definimos actualmente? ¿Es un futuro deseable o temible?

La respuesta menos fácil de lo que parece si dedicamos un rato a valorar los pros y los contras. ¿Y si pudiéramos «crear» humanos resistentes a las peores enfermedades? ¿Y si pudiéramos ser todos igual de inteligentes? ¿Nos negaríamos la posibilidad de ecualizar de una sola vez muchas de las desigualdades que hacen que este sea un planeta injusto? ¿O precisamente lo que nos hace humanos es el hecho de que todos tenemos virtudes y defectos diferentes que hemos de aprender a aprovechar y a superar a nuestra manera?

¿Estaríamos abriendo así las puertas a quienes quisieran que todos fuéramos altos y rubios, la piedra angular de muchas distopías? Son cuestiones que nos pueden parecer fantásticas e inútiles ahora mismo, pero que es muy posible que nuestros hijos y nietos tengan que debatir seriamente.

Salvador Macip, médico e investigador de  la Universidad de Leicester.

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