El sueño de un presidente independiente en México

La candidata presidencial del Congreso Nacional Indígena, María de Jesús Patricio, es escoltada por un grupo de mujeres enmascaradas durante un acto de campaña en el bastión zapatista de Guadalupe Tepeyac, en el estado de Chiapas, el 14 de octubre de 2017. Credit Eduardo Verdugo/Associated Press
La candidata presidencial del Congreso Nacional Indígena, María de Jesús Patricio, es escoltada por un grupo de mujeres enmascaradas durante un acto de campaña en el bastión zapatista de Guadalupe Tepeyac, en el estado de Chiapas, el 14 de octubre de 2017. Credit Eduardo Verdugo/Associated Press

Las candidaturas independientes son una necesidad en México. Década tras década, la dirigencia política partidista se reprodujo como una casta superestructural que vive en un Olimpo autorregulado a doscientos metros por encima del suelo desde el que mira a sus ciudadanos con desprecio cínico. La desconexión de los funcionarios con la realidad social ha montado a la gobernabilidad del país en una locomotora sin frenos: apenas un mexicano de cada diez confía en los partidos, según el Latinobarómetro 2017, y solo el 20 por ciento de la población cree que la democracia funciona.

Sin embargo, seamos claros: hoy, en el camino a las presidenciales de 2018, no hay una candidatura independiente con posibilidades de ganar. Por ahora, la idea de favorecer la participación independiente es un sueño vano, un acto de sombras chinescas donde las cosas parecen pero no son. Uno de los primeros problemas fue técnico.

El Instituto Nacional Electoral (INE), que rige el proceso hacia las elecciones presidenciales del 1 de julio de 2018, obligó a los candidatos a reunir firmas para validar su nominación a través de una aplicación móvil que tuvo problemas iniciales de operación pero un mayor vicio conceptual: para usar la aplicación el firmante debe tener un celular y conexión a internet en un país donde esos aparatos cuestan no menos de tres meses de salario mínimo y hay vastas regiones sin cobertura telefónica. La aplicación fue una ocurrencia de modernismo sueco en un país todavía lastrado por una pobreza tercermundista.

Políticamente, la aplicación fue leída como una maña burocrática para excluir a candidatos combativos, como María de Jesús “Marichuy” Patricio, en favor de otros confiables para la élite, como Margarita Zavala. Allí entronca el segundo problema: las candidaturas independientes son cualquier cosa menos independientes. Zavala, esposa del expresidente Felipe Calderón, abandonó el derechista Partido de Acción Nacional para competir a título individual, pero es parte del riñón político mexicano. Jaime “el Bronco” Rodríguez, otro candidato con posibilidades, fue miembro del Partido Revolucionario Institucional por tres décadas antes de lanzarse sin partido en 2015 y ganar la gubernatura de Nuevo León.

Solo Marichuy es ajena a los partidos históricos y las élites políticas y económicas de México. Sin embargo, ella refleja otro problema de las candidaturas independientes: es aire fresco, pero limitado. Fuera del apoyo del zapatismo y grupos menores, Marichuy viene de una sociedad civil sin organización y que está más enojada con el clientelismo político tradicional que preparada para gestionar la segunda mayor nación de América Latina.

Es más que probable que Zavala, el Bronco y hasta Marichuy logren las 800.000 firmas demandadas por el INE para formalizar sus candidaturas antes del plazo final de febrero, pero allí comenzará otro problema: una campaña cuesta dinero. Marichuy no cuenta con potencia entre las clases medias, capaces de aportar masivamente, y nadie cree que obtenga el apoyo del empresariado. A Jaime “el Bronco” Rodríguez le costará más financiar la nacionalización de su nombre pues no tiene las conexiones de Zavala, una ex primera dama.

De manera que, excluida Zavala, el único “independiente” presidenciable es Andrés Manuel López Obrador, el líder de Morena. Pero AMLO es, en realidad, un político de vieja casta, renegado primero del PRI y luego del PRD cuya única independencia ha sido crear la cuarta pata de un sistema político antes regido por tres, el eterno PRI, el conservador PAN y el maleable PRD.

Allí es cuando el teatro de sombras chinescas de México, donde nada es lo que parece, se revela con determinación. La política mexicana ha puesto barreras de entrada elevadas para los independientes. Las siete décadas de dominio del PRI durante el siglo XX crearon una dinámica endogámica. Llegar a cargos relevantes requería subir escalafones en los partidos. Por fuera de ellos, la política era un páramo. Por eso apenas tres partidos han dirimido el poder en los últimos treinta años y solo dos —PRI y PAN— lo han ejercido.

Es indudable que ese modelo de representatividad necesita un cambio, pero por esas condiciones del sistema político mexicano el avance de las candidaturas independientes será terreno de contradicciones. Es posible, por ejemplo, que en el futuro los independientes no sean sino otros miembros de la nomenklatura como AMLO, Zavala o El Bronco que deciden correr por la libre pues la crisis de los partidos limita sus posibilidades. Esto es, la sociedad civil, que desprecia a los políticos de partido, deberá elegir sus candidatos independientes entre, vaya, políticos de partido.

Además, el sistema partidario no le hará las cosas fáciles a los recién llegados. Este año, el PRD impugnó las listas independientes para diputados en el estado de Hidalgo. Y los congresos de Veracruz —tercera jurisdicción por habitantes del país—, Puebla y otros tres estados votaron normas que dificultan la participación de candidatos que no pertenecen a los partidos.

Por eso hay quien sospecha de que la aplicación del INE puede ser un intento de obstaculizar haciendo más difícil la recolección de firmas a favor de los independientes. Es el teatro chinesco en acción, pues no es raro que en México suceda lo opuesto de lo que se promete. El analista político Carlos Bravo Regidor llevó esa percepción al extremo: según él, México no es un país sino un manicomio donde la derecha propone ingreso básico universal, la izquierda se compromete a no crear impuestos y los empresarios aseguran que, para el cambio, nadie mejor que el candidato oficialista.

La sociedad civil, porque le es inherente, no tiene estructuras ni organización ni capacidad real de disputar y mantener poder en el largo plazo, una condición que alienta a los partidos a sentarse y esperar a ver la evolución de los nuevos liderazgos.

Por eso, elegir como presidente a un candidato independiente, ajeno al corrupto sistema de partidos, sería como si México mañana fuera campeón del mundo: un sueño, sí, pero no será ahora. Las candidaturas independientes en México parecen demostrar que, aunque quiere, la sociedad civil todavía no puede.

Habrá que esperar otros seis años, en 2024, para que algo pase —si pasa—. Ese lapso puede ser aprovechado para aprender de experiencias internacionales y crear estructuras de participación más eficaces. Sin ese ejercicio, la sociedad civil preparará su propia jaula y no serán necesarias aplicaciones suecas para fracasar: los partidos, que conocen el paño y saben disputar elecciones, seguirán siendo la cantera de los independientes que no lo son.

Diego Fonseca es un escritor argentino que actualmente vive en Phoenix. Es autor de Hamsters y editor de Sam no es mi tío y Crecer a golpes.

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