A Xi Jinping, el flamante secretario general del Partido Comunista de China (PCCh) que este mes asume también la presidencia del Estado, le esperan arduas tareas. Sin duda, la primera alude a la necesidad de mantener el elevado ritmo de crecimiento económico, base principal de la estabilidad sociopolítica del gigante asiático. Y, en efecto, lograr el objetivo de duplicar el PIB en 2020 respecto a 2010 exigirá medidas muy audaces cuando los pilares tradicionales del crecimiento (mano de obra barata, inversión exterior, exportaciones) van pasando a mejor vida.
Transformar el modelo de desarrollo a una velocidad de crecimiento superior al 7% tampoco será cosa fácil. Si para ello debe propiciar una sociedad de bienestar a la china que desincentive al ahorro y estimule el consumo, el gasto social debe crecer exponencialmente. Conviene recordar que pese a los esfuerzos de los últimos años, el sistema de seguridad social en China es notoriamente insuficiente. A finales de 2011, unos 500 millones de chinos disponían realmente de seguro de enfermedad y apenas unos 300 millones disfrutaban de algún tipo de pensión. Subsidios de desempleo, maternidad o accidentes de trabajo constituyen aún ambiciones que están fuera del alcance de las grandes mayorías. Los progresos en la sociedad de consumo no son posibles sin una protección social eficaz y una mejor distribución de las rentas. Sin corregir esta situación, el riesgo de desplome de la economía china crece enteros.
Otro frente clave que incide en la que pretende ser la seña de identidad de su mandato (la cercanía a la población) es la mitigación de las desigualdades. El coeficiente Gini de China pasó de 0,412 en 2000 a 0,61 en 2010. Las buenas palabras hace tiempo que han perdido su valor y se exigen acciones precisas. Una de ellas, la más publicitada, duplicar el PIB per capita en 2020 con respecto a 2010, pudiera no ser suficiente. El llamado Libro Azul de la Academia de Ciencias Sociales de China advierte en su última edición de que los conflictos sociales serán cada vez más numerosos, variados y complejos, destacando tres variables clave: las expropiaciones de tierras y demoliciones de casas, la contaminación ambiental y las disputas laborales. Ninguno de estos problemas es novedoso, pero su agravamiento demuestra la ineficiencia de las políticas oficiales aplicadas hasta ahora.
La gesticulación de Xi Jinping se ha centrado, por el momento, en dos mensajes que le pueden granjear una inicial simpatía popular. En el frente interno, como su antecesor, alza la voz contra la corrupción y los privilegios de la burocracia, un discurso fácil que siempre cosecha aplausos, aunque también despierta reticencias. Está bien promover la transparencia, la autoridad de la Constitución y del sistema legal, desmitificar la actividad de los dirigentes, etcétera, pero cuando estas medidas van acompañadas de nuevas vueltas de tuerca para poner fin a las “irregularidades” en Internet o la lucha contra la corrupción elige como bandera a figuras como Li Chuncheng, subsecretario del PCCh en Sichuan y partidario de Zhou Yongkang, valedor de Bo Xilai, es inevitable especular con segundas intenciones en su discurso.
Gran parte de la fragilidad política que afronta el PCCh radica en la pérdida de credibilidad social, muy agrietada a pesar de los importantes logros económicos de los últimos años. Cuando Xi advierte que la corrupción amenaza con colapsar el Estado no está exagerando. Esa es la percepción de gran parte de la sociedad china. En su reciente visita a la provincia de Guangdong, en el sur del país, imitando la gira realizada hace 20 años por Deng Xiaoping, quiso transmitir la idea de un nuevo impulso, con un discurso más cercano y menos pomposo, pero aportar aire fresco y no solo moralina exige cambios estructurales de difícil asunción.
Un último gesto revelador se ha centrado en el ejército, instando a aumentar su nivel de exigencia y su capacidad de respuesta militar. El aumento de las tensiones con Japón y en el mar de China meridional le conmina a expresar una mayor determinación que la de su predecesor. Dicha dinámica es inseparable del deterioro de las relaciones con EE UU, que pierden energía positiva a gran velocidad. Una reciente encuesta señalaba que el número de chinos que ven a EE UU como un país hostil se ha triplicado (del 8% al 26%) reduciéndose a la mitad los que le atribuyen una actitud cooperativa (del 68% al 39%). Por otra parte, solo un 26% de estadounidenses le otorgan su confianza a China. Congraciarse con la población exaltando la reducción de la diferencia de poder se traduce en un aumento del distanciamiento de sus principales socios.
La estrategia de recuperación de la confianza social puesta en marcha por Xi Jinping reivindica la pertinencia del sueño chino, una aspiración colectiva asociada al renacer de la nación. Un popular refrán dice que dos personas pueden dormir en la misma cama y no compartir el mismo sueño. Ese temido divorcio entre PCCh y sociedad puede quitarle el sueño a Xi Jinping.
Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China y autor de China pide paso, de Hu Jintao a Xi Jinping (Icaria, 2012).