El sueño del presidente

Las luces del Palacio de la Moncloa se van apagando. El presidente ha llegado hace rato. La luz de la tarde que languidece sobre las araucarias, cedros, cipreses, chopos y acacias de los jardines han dejado de iluminar el salón de Columnas. Nada físico altera la paz de La Moncloa. Solo la preocupación inherente al cargo puede perturbar el descanso del presidente. Ha finalizado un largo día para él, y ya en el primer piso del palacio se dispone a descansar.

Sumergido en su lecho, el sueño finalmente le vence. Liberado en la profundidad de su mundo onírico, de repente le sobresalta la voz de su mujer pidiéndole que no acuda hoy al Senado. Los augurios que este ha pedido a un vidente, como es costumbre todos los idus de marzo, le han advertido de un grave peligro. El Senado ha convocado una reunión en la Curia de Pompeyo. Acompañado por sus colaboradores más cercanos, se dirige hacia el Campo de Marte. En su fuero interno aspira a implantar un régimen autocrático. Pero las aguas bajan revueltas en el Senado. Intereses de todo tipo se han unido para conspirar en su contra, desde los que creen estar salvando a la República, hasta los que se mueven por la ambición, el rencor, la envidia, o sencillamente porque con él, nunca alcanzarán el poder. Es la política. Despreciando toda advertencia, continua su camino hacia la Curia rodeado por una muchedumbre. De pronto, se cruza con el vidente. Los idus de marzo ya han llegado -le dice con ironía-. El vidente le contesta con condescendencia: sí, pero aun no han acabado. Antes de entrar en la Curia, el profesor de griego Artemidoro le entrega un manuscrito avisándole de la conspiración, pero no llega a abrirlo.

Los conspiradores le conducen a la Curia de Pompeyo, situada a espaldas del templo de la diosa Fortuna del Día Presente. Comienza a leer las peticiones que los conspiradores le acaban de entregar para que devuelva el poder al Senado. De repente, sacan unas dagas que traen escondidas entre los pliegues de sus togas, y casi sin oponer resistencia, le asestan veintitrés puñaladas. La segunda en el tórax, mortal de necesidad. Su toga triumphalis púrpura que tanto les incomoda se oscurece rápidamente hasta caer desangrado a los pies de la estatua de Pompeyo. Hasta Fortuna del Día Presente, la colosal diosa de bronce con cabeza, brazos y pies de frío mármol, que tantas veces le ha ayudado, ésta vez le abandona también. No puede entenderlo. Allí tendido en el suelo ve a Marco Juno Bruto, a Gayo Casio Longino, y a los sesenta senadores que les han secundado, a pesar de que antes le habían ofrecido su apoyo. A muchos les había amnistiado e incluso confiado puestos en la administración del Estado como le habían pedido. Ahora se da cuenta de que ¡no eran de fiar! Sigue tumbado, y vuelve a agitarse cuando contempla la formación de un segundo triunvirato, con Octavio, Marco Antonio y Lépido. Lépido es el más débil de los tres y acaba apartado. Finalmente solo queda Octavio. Un Marco Antonio derrotado decide suicidarse. La República ha caído. Se da cuenta de que la conspiración y el magnicidio no han servido para impedir una autocracia. Pero no es la suya.

Las primeras luces del alba vuelven a aparecer. El presidente se tienta el pijama. Ni rastro de la toga triumphalis. Aún inquieto, mira a uno y otro lado buscando las frías paredes de la Curia de Pompeyo. Nada. Todo está tranquilo. Se incorpora, y respira profundamente. Entonces recuerda las palabras del psicólogo evolucionista: «Los humanos comenzamos a soñar para sobrevivir, ensayando respuestas adaptativas a los desafíos». Es lo que W. B. Yeats rescató de una vieja obra de teatro anónima inglesa: «En sueños empieza la responsabilidad». Y entonces toma la decisión. En noviembre habrá elecciones.

Rubén Moreno fue secretario de Estado de Relaciones con las Cortes.

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