El sueño (ficción política)

Había superado contrariedades, era un resistente y consiguió embaucar a muchos ciudadanos durante años, no se detenía ante nimiedades éticas y, pasito a pasito, engañando y no cumpliendo lo que prometía, había cambiado el sistema con la complicidad de su socio, ahora jefe del Gobierno. Su socio tuvo siempre las ideas claras sobre lo que quería y cómo lo quería, y él no tenía ideología alguna; seguía el adagio de Marx, Groucho, claro, sobre la accidentalidad de las ideas según las circunstancias y a quién se dirigiesen.

El presidente se sentía feliz aquella noche. La jornada había sido grata. Se inició con un desayuno en Palacio, a donde había trasladado su residencia al día siguiente de proclamarse la nueva normalidad.

Al presidente le acompañaba su reducida camarilla encabezada por su incansable gurú. Los leales del primer círculo de poder, los del núcleo duro, habían traído propuestas para trasladar a los ministros de cara al siguiente Consejo.

El jefe del Gobierno reiteraría la necesidad de sustituir la vieja bandera, folclórica y que recordaba a la dictadura, por la tricolor, tan venerada, que ya tenía consideración de co-oficial. Varios de los reunidos desconocían la historia de la bandera roja y gualda; habían acabado el bachillerato gracias a los aprobados generales que eran obligatorios desde el inicio del tiempo nuevo, de la nueva normalidad.

El ministro de Educación presentaría un proyecto legislativo que complementaba uno anterior que había limitado la enseñanza privada, después de darle un tajo general a la enseñanza religiosa. La educación concertada y la especial ya eran pasado.

El ministro de Relaciones Exteriores llevaría al Gabinete una ley para dar vía libre a la inmigración sin papeles. Era una decisión ética. El núcleo duro insistió, además, en romper las relaciones diplomáticas con Estados Unidos, nación imperialista. Además, propondría nuevos embajadores. Desde el cierre de la Escuela Diplomática, covachuela de familias elitistas, los embajadores se buscaban entre concejales y diputados de confianza y diplomáticos afines de un escalafón residual hasta que les llegase la jubilación.

Por su parte, el titular del ministerio de La Paz, antiguo de Defensa, llevaría al Consejo la suspensión definitiva de la compra de material y armamento para los ejércitos de Tierra, Mar y Aire, muy reducidos y en mínimos de oficialidad desde el cierre de las Academias Militares; el Estado se había declarado pacifista, además de antiimperialista; el presidente había opinado hacía años que el destinado a Defensa era un dinero tirado.

La ministra de Hacienda propondría al Consejo ayudas, a fondo perdido y en cifras con muchos ceros, para los aliados más firmes: Venezuela, Cuba y Corea del Norte. Mientras, las pensiones se habían reducido al mínimo y la mayoría de los españoles vivían del subsidio. Una sociedad cómoda y silente recibió en su día sin rechistar, y a menudo con aplausos inducidos, la cartilla de racionamiento, las expropiaciones y nacionalizaciones y la fuerte subida de impuestos. El acoso a los empresarios se intensificaba; eran el rostro del malvado capitalismo. Subía el paro pero los sindicatos no decían ni pío.

Después del desayuno, el presidente había recibido en Palacio las cartas credenciales de algunos embajadores. Los embajadores llegaron en sus coches -las carrozas se habían suprimido-, pasaron entre la Guardia Presidencial, y en la sala de embajadores el presidente departió unos minutos con cada uno de ellos. El acto fue grato. El nuevo embajador catalán se expresó en el idioma del presidente. «Están cambiando -susurró al introductor de embajadores-, ya envían a un representante cercano, que nos habla en nuestra lengua, buena señal». La mañana iba bien. A la nueva embajadora de Euskadi el presidente la conocía porque fue diputada de Bildu en el Congreso; también habló en castellano; esperanzador.

Tras las cartas credenciales, el presidente recibió a los nuevos delegados en las Comunidades federadas. Eran jóvenes, formados ya en la nueva normalidad. Casi todos procedían de liberados sindicales o de las juventudes del partido y eran entusiastas y entregados a la causa. Entre ellos había quienes no sabían quién era El Cid, ni dónde nacía el Ebro, ni otra versión de la segunda República, la guerra civil y el franquismo que la que se aprendía en la Memoria Histórica, asignatura obligatoria en el nuevo bachillerato y en los temarios de todas las oposiciones. Discrepar de esa versión suponía fuertes sanciones.

El almuerzo fue en la sede del partido. El presidente apareció con una zamarra cara, esgrimiendo su mejor sonrisa. Bien sabía lo que vendía su sonrisa; le había sacado gran provecho. Con ella abdujo a muchos mucho tiempo. No pocos ciudadanos admitían el error pero cuando el presidente enseñó sus verdaderas cartas ya era tarde. «Debemos engrasar el aparato electoral, de aquí no nos pueden echar la derecha ni los socialistas de opereta», advirtió el presidente. Su gurú se mostró confiado: «Tranquilo, presidente. Desde que cambiamos la Constitución, por mi consejo, sin seguir el viejo trámite, por presiones callejeras y un referéndum inteligente y modelado, y reformamos a fondo la Ley Electoral, no hay nada que temer. Las elecciones se ganan y ya está. Mira Venezuela, atiende a lo que dice Pablo». Pablo era su jefe de Gobierno, nuevo nombre del cargo -presidente sólo podía haber uno- al que se debía la idea de crear el Partido Socialista de Unidos Podemos, PSUP, que tantas satisfacciones daba.

A media tarde el presidente se trasladó en helicóptero a Getafe y en Falcon voló a cierta provincia para asistir a una conferencia de Tezanos al que estaba agradecido. Luego, de nuevo en Falcon y en helicóptero, regresó a Palacio y se acostó.

De pronto Sánchez sintió un ruido y un dolor en la cadera. Se había caído de la cama. Durante unos segundos extrañó la ausencia del mayordomo presidencial que tendría que haber acudido a su cabecera. Miró alrededor. Reconoció su habitación de Moncloa. Había gozado un sueño reparador. Conectó la radio y le llegó la voz alta y clara de Carlos Herrera en la COPE. Hablaba de él. Tambaleándose se dirigió al baño. Necesitaba una ducha fría.

Cuando se lo comentó a Pablo éste le confesó que aquella noche había tenido el mismo sueño en la confortable cama de su dacha de Galapagar. Curiosa coincidencia.

Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando.

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