El sufragio de los inmigrantes

Nadie discute que la inmigración está transformando la sociedad española y que se precisan reformas legales importantes para su integración. Hay que recordar que la norma básica por la que se rige nuestra sociedad, la Constitución de 1978, se redactó en un contexto en el que el número de españoles emigrantes era alto y el volumen de extranjeros en nuestro país era mínimo. La Constitución recogió esta realidad reconociendo la mayor parte de los derechos y libertades también a los extranjeros, aunque introduciendo una peculiaridad en la regulación del derecho de sufragio. Se partía de la idea tradicional de que la política sólo incumbe a los nacionales, así que también se proponía abrir el derecho de voto a los extranjeros residentes en España si sus países de origen aceptaban el voto de los emigrantes españoles, pensando que esto podía favorecer la mejora de su situación en Alemania, Francia, Bélgica, etc. El debate fue duro y contó con intervenciones interesantes de Manuel Fraga, Óscar Alzaga, Gregorio Peces-Barba y Ernest Lluch, entre otros.

En este marco, el acuerdo entre los grupos parlamentarios constituyentes se alcanzó asumiendo parcialmente las dos posiciones, de forma que tras señalar que los extranjeros pueden ser titulares de los derechos que la Constitución reconoce a los españoles, de acuerdo con la ley y los tratados internacionales, el artículo 13.2 puntualiza: "Solamente los españoles serán titulares de los derechos reconocidos en el artículo 23 (donde se encuentra el sufragio), salvo lo que, atendiendo a criterios de reciprocidad, pueda establecerse por tratado o ley para el derecho de sufragio activo y pasivo en las elecciones municipales".

Esta solución de compromiso llegaba precisamente en un momento en el que algunos Estados europeos empezaban a reconocer a los extranjeros residentes en el país los derechos políticos y, en concreto, el derecho de sufragio (Suecia en 1976, Dinamarca en 1981, Holanda en 1985...). Frente a esta tendencia, el artículo 13.2 de la Constitución ha resultado poco operativo: por una parte, apenas se ha aplicado (únicamente está vigente un convenio con Noruega, de 1991; aunque se firmaron unos pocos más ya superados), y por otra, fue objeto de reforma constitucional en 1992 para incluir el sufragio pasivo en las elecciones municipales -que no existía en la redacción original-, porque así lo exigía el Tratado de Maastricht, para los residentes comunitarios, como una de las manifestaciones de la nueva ciudadanía europea que este tratado instauraba.

El año 1992 depararía otra novedad que de nuevo evidenciaba las limitaciones del art. 13.2: el Consejo de Europa aprobó unconvenio que impulsaba la participación de los extranjeros en la vida política local, promoviendo, entre otras cosas, que se les reconociera el derecho de sufragio a los cinco años de residencia.

La consecuencia de lo anterior es que, en 2008, la inmigración de origen comunitario -incluyendo ahora 600.000 rumanos- tiene reconocido el voto en virtud del Tratado de la Unión, y los nacionales de Noruega -unos 10.000-, también, aunque limitado al sufragio activo en virtud del convenio anteriormente citado. Pero los dos millones y medio (2.534.000 en marzo) de residentes legales provenientes de países extracomunitarios carecen totalmente de derecho de sufragio, aunque lleven viviendo y trabajando en España más de cinco años, que es el periodo recomendado por el Consejo de Europa y aplicado por la mayoría de países que reconocen el voto (aunque algunos reducen a tres años ese periodo).

Esta situación de cierta parálisis necesita remedio, y así lo asumieron todos los partidos representados en el Congreso de los Diputados, que ya en 2006 aprobaron una proposición no de ley para que el Gobierno instrumentase el reconocimiento del voto de los inmigrantes. No cabe extenderse ahora en las razones a favor del sufragio, tanto democráticas (toda persona sometida a las leyes debe participar en la elección de los gobernantes) como de eficacia (las políticas conectadas con la inmigración no prosperarán si los interesados están marginados de las instituciones), y basta señalar la unanimidad de la decisión de los partidos al aprobar la proposición no de ley.

Pero la idea de reconocer el voto a los extranjeros residentes de larga duración en España se enfrenta ahora con un obstáculo serio, la reciprocidad establecida en la Constitución, que exige, por un lado, elecciones municipales democráticas en los países de origen de los inmigrantes, y, por otro, que en esos países se permita el voto de los españoles en las mismas.

El reciente impulso del debate ha coincidido con la oportuna publicación de un estudio de los profesores Santolaya y Crego que examina las condiciones políticas de los Estados de los que proviene la mayoría de la inmigración residente en España (Ecuador, Marruecos, etc.). Contando a los países que tienen más de 30.000 nacionales en España, hay algunos que prohíben la participación de los extranjeros (Marruecos y Ecuador, de forma destacada) y sólo siete cubren los caracteres propios de unas elecciones democráticas (Bolivia, Chile, Colombia, Perú, Uruguay, Venezuela y Argentina, donde depende de las provincias y no del Estado). Sumados todos los ciudadanos de estos países con un mínimo de cinco años de residencia en España, su número apenas alcanza las 232.000 personas. Es decir, con el sistema actual, el derecho de sufragio sólo se extendería a un escaso 10% de los dos millones y medio de residentes legales.

La reciprocidad se introdujo en la Constitución en 1978 con la mejor de las intenciones, pero la situación ha cambiado totalmente y la norma constitucional resulta inadecuada. Este desfase entre la norma constitucional y la realidad social que ésta intenta ordenar supone un caso paradigmático de reforma constitucional. Por otra parte, este artículo 13.2 ya se reformó en 1992 sin mayores problemas, de manera que podría repetirse ahora el mismo procedimiento suprimiendo la exigencia de reciprocidad. Con una fórmula semejante a la existente en la mayoría de los Estados que reconocen el sufragio de los extranjeros (entre 3 y 5 años de residencia), el nuevo electorado alcanzaría a representar a la mitad aproximadamente de la población extranjera. Esta proporción sería más razonable para cumplir los criterios democráticos, sin producir un vuelco repentino en los resultados electorales, ya que sigue representando una parte pequeña del total del electorado español.

Este artículo lo firman Eliseo Aja y David Moya, profesores de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona.

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