El sufrimiento de una ciudad

El sufrir pasa; el haber sufrido no pasa jamás». Las palabras de León Bloy, escritor francés semiolvidado, parecen describir la dolorosa enseñanza de aquel 11 de marzo de 2004. Porque la intensidad del dolor ya no es la misma, pero la huella de aquella experiencia traumática es difícil de disimular.

El sufrimiento se presentó primero en forma de conmoción. No de parálisis, porque la reacción de los servicios de emergencia y de la ciudadanía en su conjunto fue inmediata, pero sí de sorpresa ante un crimen tan desproporcionado como incomprensible. La cotidianidad más arraigada de Madrid, la que nace del trasiego de las estaciones con su flujo incesante de estudiantes y trabajadores, había sido cercenada en un instante, y eso era difícil de asimilar.

Ver a esas personas entrar en el tren, ir a clase, fichar en la oficina, comprar el periódico por el camino mientras se sacuden el sueño de primera hora... son cosas que están al alcance de la razón. Los hierros retorcidos, los gritos de los agonizantes, el no saber qué ha pasado... conforman sin embargo un cuadro tan absurdo e incoherente que lo más natural es el estado de shock, incluso aunque uno se sobreponga a él. Por unos segundos los sentidos se niegan a funcionar y la única actitud lógica es la incredulidad.

La imagen durísima de aquel viajero sentado y cubierto por una manta, junto a su maletín intacto, un maletín en el que se resumía su quehacer habitual, su cita diaria con el trabajo, el discurrir de los días que da forma a la arquitectura vital de la inmensa mayoría, un maletín que parecía esperar en vano a que su dueño volviera a cogerlo en cualquier momento, encierra un enigma que todavía ahora, mirando esa fotografía, no encuentra explicación.

Doy fe de que eso fue al principio el 11 de marzo, aunque no hace falta haber estado en los andenes para haber sentido ese asombro ante un golpe tan mortífero que parecía casi irreal. Por eso, decir hoy que fue el mayor ataque a la población civil ocurrido en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial no logra expresar todo el horror que vivimos. Añadir que Madrid se incorporó ese día a la nómina maldita de las ciudades martirizadas por el terrorismo yihadista, integrada hasta entonces por Nairobi, Dar es Salaam y Nueva York, y a la que un año después se sumaría Londres, tampoco es suficiente.

Enseguida llegó la reacción. Unánime, inmediata, desbordante. Y sobre todo, como en tantas otras situaciones de la historia de Madrid, espontánea. Planificada sólo por lo que se refiere a los protocolos de los servicios de emergencia, a la profesionalidad que se hizo solidaridad en miles de ciudadanos de los más variados cuerpos, instituciones y sectores. Una espontaneidad en la que afloraba el desinterés de toda una sociedad, su valentía, su templanza, la rapidez de reflejos, la sabiduría para discernir lo esencial, un sentido instintivo de la decencia, un apego rabioso a la vida en medio de la muerte, una resistencia cerrada ante el intento de ser sometidos mediante la ignominia. Una indignación creativa contra la depravación y la violencia que en medio del caos introducía un principio de orden y luchaba por abrirle camino a la esperanza. Un muro de civilización frente a la barbarie.

Pasaron las horas y los días, en el paisaje bélico de Atocha, El Pozo y Santa Eugenia, en la morgue del pabellón Seis de Ifema, en los funerales por doquier, en los hospitales repletos, en los altares callejeros, en los homenajes y gestos de afecto del mundo entero, en la despedida en Barajas de féretros que partían al extranjero pero que sentíamos como propios, en la calma tensa de algunos barrios donde la convivencia pasó la prueba... y el alambique de la respuesta colectiva fue separando lentamente los elementos de los que se componía el sufrimiento de Madrid. De un lado, la dignidad de esa reacción, el sabernos vulnerables como individuos pero consistentes como sociedad, el descubrimiento de unos vínculos más intensos y estrechos de lo que el agresor hubiera supuesto. De otro, el dolor puro, en su quintaesencia más amarga: la de haber perdido un hijo, una esposa, un amigo, de cualquier edad, nacionalidad y confesión, en una cuenta inacabable que ascendió hasta los 192 nombres.

Los medios de comunicación se poblaron de historias hasta entonces anónimas, que nos pusieron ante una responsabilidad abrumadora: tomar el relevo de quienes habían sido asesinados. Entender para qué habían vivido, cuáles habían sido sus ilusiones, asumirlas como propias, seguir adelante, por ellos y por nosotros. Por eso al día siguiente los ciudadanos de Madrid, como los de Alcalá de Henares, y los de tantos otros municipios en toda España, se subieron a un tren.

Esa lección de unidad y determinación sigue ahí, y ninguna polémica posterior puede desfigurarla. Diez años después, cuando las sirenas de las ambulancias son un eco tan lejano como el gran silencio de los días posteriores, sólo podemos recordar que Madrid estuvo a la altura. Y preguntarnos cuánto de ese coraje y esa generosidad hemos sido capaces de incorporar a nuestra vida, pública y privada, para hacernos dignos de la entereza y la entrega de esos hombres y mujeres. Nadie que haya vivido el 11 de marzo de 2004 en Madrid debería olvidar que fue uno de ellos.

Alberto Ruiz-Gallardón, ex alcalde de Madrid y actual ministro de Justicia.

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