El suicidio asistido y la Iglesia católica

Los textos generan confusión en torno al suicidio asistido, objeto de debate en Italia en estos momentos. El primero de ellos es un artículo del padre Carlo Casalone, jesuita, publicado el 15 de enero en la revista La Civiltà Cattolica con el título «La discusión parlamentaria sobre el 'suicidio asistido'». El segundo, de la autoría de Marie-Jo Thiel, apareció el 31 de enero en el periódico Le Monde y se titula «La Iglesia católica podría apoyar una ley que ofrezca un marco restringido para la asistencia al suicidio en Italia».

¿En qué sentido generan confusión estos artículos? Sus signatarios son, ambos, miembros de la Pontificia Academia para la Vida y admiten que sus respectivos enunciados entran en contradicción con la doctrina de la Iglesia. En uno y otro texto, el caso italiano conduce a una generalización que anticiparía un cambio de opinión de la Iglesia universal sobre el suicidio asistido. No ha hecho falta más para que el periódico La Croix publicase el titular «Suicidio asistido, el giro estratégico del Vaticano sobre la bioética», como si ya se diese por entendido. De hecho, el artículo no duda en afirmar: «La Pontificia Academia para la Vida se ha mostrado recientemente favorable a que la Iglesia italiana no se oponga más a la legislación sobre el suicidio asistido».

Ahora bien, una cosa es el hecho de que las personas se expresen a título personal. Otra muy distinta es que sus posturas vinculen oficialmente a la Pontificia Academia para la Vida.

El segundo punto es el más importante. El autor de estas líneas, miembro también de la Pontificia Academia para la Vida, tiene igualmente derecho a plantear sus dudas. Está claro que no se ha consultado a los miembros de la Academia, afortunadamente. Instituida por S. S. el Papa Juan Pablo II y creada con el profesor Jérôme Lejeune, quien desempeñó su primera presidencia, la Academia, por definición, no podría sostener propuestas contrarias al magisterio de la Iglesia en un ámbito en el que –además– esta no hace sino transmitir una sabiduría milenaria. En efecto, el respeto a la vida humana retomado por la Iglesia es una regla de oro muy anterior a la Revelación cristiana. El mandamiento negativo de no matar se remonta al Decálogo para los creyentes, pero existe también para los no creyentes (pensemos, por ejemplo, en el juramento hipocrático, de 400 años a. C.). No matar a nuestros semejantes forma parte de las leyes no escritas pero inscritas en el corazón del ser humano. Ni la Iglesia católica ni la Academia tienen el más mínimo poder sobre esta prohibición fundacional.

Queda por hacer un comentario más sobre los dos textos referidos. El artículo del padre Casalone cree poder encontrar en el suicidio asistido un medio para obstaculizar la legalización de la eutanasia. Se apela al pretexto del mal menor para evitar lo peor. Lo que viene después es ineludible: cuando se tolera, ya es demasiado tarde. Y es el colmo invocar al Papa Francisco, quien ha sido siempre claro. Aún el 9 de febrero, en la audiencia general, ha recordado: «Debemos acompañar hasta la muerte, pero no provocarla ni contribuir a ninguna forma de suicidio». Asimismo, resulta falaz dar una interpretación personal de lo que la Iglesia enseña en materia de «leyes imperfectas». La encíclica Evangelium vitae (artículo 73) precisa que votar una ley más restrictiva es legítimo para reemplazar una más permisiva, pero solamente si esta ley ya está en vigor. No habría así ninguna colaboración en una ley inicua sino, por el contrario, una limitación de sus efectos. En el caso del suicidio asistido, no se aplica este razonamiento, ya que se trataría de crear deliberadamente una ley mala para evitar otra, futura, que sería aún más mala. Ahora bien, la asistencia al suicidio es ya una forma de eutanasia. Y la ley que se pretende evitar llegará aún más rápido. Nada impedirá prolongar la transgresión inicial que invita a la medicina a obtener la muerte. Al igual que es ilusorio limitar el aborto regulándolo, también lo será hacer lo mismo con la eutanasia.

En cuanto al texto de la Sra. Thiel, aporta apoyo francés a la injerencia del jesuita en la política italiana y estigmatiza a «los acérrimos de la sacralización absoluta de la vida [a quienes] les encanta criticar y condenar». Mientras que el padre Casalone no menciona su pertenencia a la Academia para la Vida, la Sra. Thiel considera necesario aportar tal precisión por él y por ella. Habría sido más respetuoso no implicar a la Pontificia Academia para la Vida. Sus miembros, estatutariamente defensores de la vida, no desean que pueda imaginarse a la Iglesia colocando la primera piedra de la eutanasia en Italia. Ni en ningún otro lugar.

Jean-Marie Le Méné es miembro de la Pontificia Academia para la Vida.

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