El suicidio de Europa

Fue durante la baja edad media cuando en los incipientes pequeños estados europeos, más atentos a procurar el bienestar de sus súbditos que a emprender ambiciosos proyectos de expansión territorial o grandes inversiones suntuarias, los campesinos se atrevieron a comerciar con sus excedentes de producción, dando inicio así a una actividad mercantil que ha sido la causa inmediata del desarrollo europeo, de forma que Europa comenzó entonces a cobrar ventaja sobre los imperios coetáneos como el otomano y el manchú. Detrás de este fenómeno se hallaba, como factor determinante, el carácter antropocéntrico de la cultura europea, fundada en la filosofía griega (autonomía de la razón para entender la realidad), el derecho romano (autonomía de la voluntad para regular los propios intereses) y la teología cristiana (la persona como eje de la creación). Poco después, el Renacimiento dio un paso más: el acceso directo, sin intermediarios religiosos, a las fuentes de la cultura clásica. Y, unos siglos más tarde, la Ilustración sentó las bases de la modernidad: la autonomía plena de la razón frente a la fe, la proclamación de que el destino humano es la felicidad en este mundo y no la salvación en el otro, y el reconocimiento de la universalidad de los derechos humanos, lo que supone que todos los hombres y mujeres son iguales como personas.

Todo estaba dispuesto para que, tras la era de los descubrimientos y la revolución industrial, Europa alcanzase un desarrollo cultural y técnico que la enriquecieron y le dieron -gracias a su superioridad militar- la hegemonía sobre el resto del mundo, que ejerció bajo la forma de explotación colonial hasta muy entrado el siglo XX. Puede decirse, en suma, que a comienzos del siglo XX -en la belle époque- Europa había alcanzado su plenitud en todos los campos del desarrollo humano, compartiéndola con Norteamérica, “la Europa sin catedrales”, al decir del poeta.

Pero, de repente, Europa se suicidó. Se cumple hoy un siglo del hecho que sirvió de detonante. Fue, en efecto, el 28 de junio de 1914, cuando Gavrilo Princip asesinó en Sarajevo a Francisco Fernando, heredero del imperio austro-húngaro, y a su esposa Sofía. Este crimen fue sólo la chispa que inició el incendio. Hacía tiempo que la situación era explosiva y podía haberla hecho estallar cualquiera de los conflictos que se sucedieron en los años precedentes: la crisis de Marruecos de 1905, que enfrentó a Alemania y Francia; la crisis bosnia de 1908, que enfrentó a Rusia con el imperio austro-húngaro; la nueva crisis de Marruecos de 1911, que renovó la de 1905, y las guerras balcánicas, iniciadas en 1912 al calor de la desintegración del agonizante imperio otomano. Por tanto, ¿qué enfrentaba a las potencias europeas entre sí, hasta el punto de vivir en una auténtica situación prebélica?

El Romanticismo, que supuso una involución respecto a la Ilustración, conlleva -junto con la anteposición de la estética a la ética- la exaltación del yo; una exaltación que se transmuta, a nivel colectivo, en nacionalismo. Y si el nacionalismo es asumido por más de una nación Estado con vocación militarista, nos hallamos ante la expresión más acabada del imperialismo, es decir, ante la coexistencia imposible de unas naciones enfrentadas entre sí por el reparto del mundo en forma de colonias que explotar y zonas de influencia que utilizar. Tan imposible era entonces esta coexistencia que una parte fundamental de la política exterior de todas las potencias fue concertar alianzas que las respaldasen en caso de guerra. Y así se fue tejiendo la alianza entre los imperios centrales (Alemania y Austria-Hungría) y la siempre volátil Italia, por un lado, mientras que Gran Bretaña, Francia y Rusia se concertaban por el otro. Se sabía desde hacía mucho tiempo que la guerra era inevitable. Ahora bien, ¿de quién fue la culpa? Suele echarse al imperio alemán, dominado por el militarismo prusiano y encabezado por el emperador Guillermo II, que tiró por la borda la prudente política de Bismarck y promovió el enfrentamiento con Gran Bretaña. Pero tampoco fueron inocentes Rusia y Austria-Hungría, enfrentadas por el reparto de los jirones del imperio otomano en los Balcanes; ni lo fue Francia, obsesionada por Alsacia y Lorena, celosa de su hegemonía en Marruecos y con buenos negocios en los Balcanes. Todo ello sin olvidar a Gran Bretaña, que sólo salía de su espléndido aislamiento cuando la más ligera sombra amenazaba su dominio imperial del orbe, para preservar su estatus de primera potencia.

Los hombres que, en aquellos días agónicos, tuvieron el destino de Europa en sus manos no fueron conscientes de la tragedia que desencadenaban. Pensaban aún -en palabras del mariscal Von Moltke- en “una guerra de gabinete”, breve, soportable y con una halo de heroicidad, y se encontraron con “una guerra de pueblos”, larga, devastadora y sórdida. Fue el principio del fin. Como escribió en su diario sir Edward Grey -ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña- el día que estalló la guerra, “las luces se apagan en toda Europa”.

Juan-José López Burniol

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