El suicidio de Occidente

La pandemia de Covid-19 es un desastre mayor de lo que dan a entender las estadísticas. En Europa y Estados Unidos las muertes se cuentan por centenares de miles y los enfermos por millones. Es terrible, pero la opinión pública se está acostumbrando, como si se tratara de un desastre natural y temporal. En verdad el desastre es aún peor: hay muchos pacientes a los que no se ha hecho el test y que, por tanto, no figuran en las estadísticas, y también son innumerables las muertes que pasan desapercibidas en las estadísticas. Las cifras oficiales no tienen en cuenta las familias destruidas definitivamente, las que no se formarán, los niños que no nacerán o quedarán huérfanos y los falsos curados que padecerán toda su vida secuelas físicas, sobre todo respiratorias, y psicológicas. Seis meses después de su aparente recuperación, tres cuartas partes de las víctimas manifiestan síntomas duraderos.

Al balance subestimado de la pandemia hay que sumar todas las víctimas de las enfermedades que no han sido tratadas, de operaciones quirúrgicas aplazadas porque los hospitales están llenos y los médicos, desbordados. A este desastroso balance sanitario, hay que añadir los efectos económicos, que también son más graves de lo que nos dicen las estadísticas oficiales. Al parecer, la producción nacional en Occidente ha caído alrededor de un 10 por ciento en 2020 en comparación con el año anterior, y el número de empleos activos se ha reducido en una proporción comparable. La realidad es peor. A la caída de la producción se le suma la falta de creación e inversión, un efecto negativo que se dejará sentir durante varios años; sin duda, la mayoría de los puestos de trabajo destruidos no se recuperarán ni se sustituirán en varios años. Esta depresión, sin precedentes desde 1930, se disimula actualmente tras una ilusión monetaria: créditos sin contrapartida, préstamos europeos, inflación pura. ¿Quién podrá devolverlos? ¿Y qué pasará cuando el crecimiento futuro previsto no permita la amortización de los créditos? Una hiperinflación que destruirá la sociedad y arruinará a los más pobres. Las estadísticas tampoco miden la destrucción de la cultura: la desaparición de las artes escénicas y la ausencia de nuevas producciones tendrán un coste social y psicológico, y no solo artístico. Esta aculturación general contribuirá a la depresión psíquica que está corroyendo a todo Occidente; el aumento del consumo de alcohol y de la violencia doméstica son solo algunos signos de esta depresión.

¿Y la enseñanza? Toda una generación se verá privada de la educación, porque el sector audiovisual no puede sustituir al presencial. Uno o dos años perdidos no se pueden recuperar; millones de niños y estudiantes nunca retomarán sus estudios, lo que supone un mal augurio para su futuro económico y su futura integración en la sociedad.

¿Saldrá indemne la democracia de este colapso sanitario, económico, cultural y psicológico? Esperamos más bien alguna reacción contra la incapacidad de la mayoría de los gobiernos para reconocer la magnitud de la crisis y su inefectividad a la hora de responder. A la sombra de la pandemia, las teorías de la conspiración, la tentación de la violencia y los futuros demagogos se cuelan por la malla de las redes sociales.

¿Significa esto que Occidente se está derrumbando ante nuestros ojos sin más destino que la desesperación y la dependencia de China? Es posible, pero no es seguro, porque Occidente tiene dos armas a su disposición: la verdad y la ciencia. ¿La verdad? Todavía hay tiempo para revelar el alcance de la crisis, como está haciendo Angela Merkel y sin duda hará Joe Biden. A partir de ahí, se podría dedicar el cien por cien de la acción pública a la lucha contra la pandemia, como han hecho, a su manera autoritaria, China y Corea del Sur. Sabemos que el confinamiento total durante uno o dos meses rompería la curva ascendente de la pandemia. Pero los gobiernos occidentales no se deciden, sino que buscan el equilibrio entre salud y economía: política absurda y sin resultado porque nunca habrá ni erradicación del virus, ni recuperación económica al final de este ejercicio de funambulismo. Solo la erradicación del virus conllevará un regreso a la normalidad, por lo que los gobiernos deberían dedicarse a erradicarlo y a nada más. Estamos en guerra y en tiempo de guerra solo hacemos la guerra. Una guerra que la ciencia occidental podría ganar en unos meses: las vacunas están ahí, son efectivas si se administran. Pero no se hace: en España, Francia e Italia apenas se ha utilizado el 10 por ciento de las dosis entregadas por los laboratorios en un mes. Las vacunas se pierden en los meandros de la burocracia y la desmovilización de los gobiernos, que siguen haciendo política a la antigua usanza. Por ceguera e incompetencia pierden la guerra.

En Asia, como hemos mencionado, la pandemia prácticamente ha terminado; en Israel, país occidental y democrático, terminará en un par de meses, porque en marzo toda la población estará vacunada. Occidente, por lo tanto, puede ganar la guerra sin sacrificar sus instituciones ni sus valores, siempre que comprenda que es una guerra y no una gripe estacional.

Guy Sorman

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