La reacción desordenada de los europeos frente a la llegada de los inmigrantes, la tentación británica de salir de la Unión Europea, el aumento del poder de los dirigentes populistas en Europa del Este, en Francia y en Estados Unidos, la incapacidad de reprimir las ambiciones imperialistas de Rusia y China: todos ellos son síntomas convergentes, inquietantes y que podríamos calificar de suicidas.
Los occidentales, en Europa y en Estados Unidos, habían conseguido, a partir de 1945, construir un nuevo mundo, más civilizado, más ilustrado, más respetuoso con los derechos, con las libertades individuales, más próspero, más pacífico, con el objetivo de eliminar o al menos reprimir las ideologías totalitarias. En tan solo dos generaciones, la creación de la OTAN, la Unión Europea y la mundialización económica han supuesto un éxito sin precedentes, un legado directo de la ideología de la Ilustración. Bien es verdad que no todas las guerras han desaparecido, ni toda la pobreza se ha erradicado, pero, en la historia de la humanidad, nunca ha habido tantos hombres que hayan vivido tan bien y durante tanto tiempo. Estos avances han sido tan rápidos que algunas personas, la mayoría de hecho, parecen olvidar que no han sido el fruto de un afortunado azar, sino una conquista laboriosa de la razón frente a la sinrazón.
La libertad de los pueblos para elegir su destino, para desarrollarse con más plenitud que la generación anterior, ha sido el resultado de negociaciones interminables, de la elaboración de unas normas de Derecho debatidas paso a paso, de la victoria final del Derecho sobre la fuerza. Pero la mayoría de los occidentales que viven en libertad desconocen este lento proceso, que rara vez se enseña; imaginan que su libertad, sus derechos, su prosperidad relativa, se dan por sentado como el aire que respiramos: la naturaleza humana se acostumbra más deprisa a la libertad que a la coacción. El regreso a la tiranía, a la violencia, es lo que de repente pone de manifiesto hasta qué punto la libertad y la paz no se pueden dar por descontadas. Hay en la naturaleza humana una especie de asimetría psicológica de la que se burlaba el personaje de Pangloss en el Cándido de Voltaire, al repetir que «todo iba siempre a mejor en el mejor de los mundos posibles».
La garantía contra la tentación precedente e inconsciente del suicidio era la educación pública, una pedagogía incesante destinada a recordar, generación tras generación, que cada avance es la consecuencia de un esfuerzo añadido, de una represión del instinto mediante el ejercicio de la razón. Pero los pedagogos han dimitido de las Universidades, y de la vida política, mientras que las nuevas formas de comunicación han abierto de par en par las puertas al imperio del todo vale, sin moderación y sin moderador: el declive de los medios de comunicación escritos, aun sin ser la única causa del avance del populismo, del nacionalismo, de las teorías conspirativas, del regreso del pensamiento mágico, del culto al hombre fuerte y providencial, sin duda ha facilitado la actuación destructiva de los buhoneros y los vendedores de sandeces que apelan a los instintos más que a las neuronas.
¿Suicidio de Occidente? No, la expresión no es exagerada. Si, por ejemplo, Gran Bretaña sale de la Unión Europea, esta salida dará alas a todos los independentistas, a riesgo de provocar una reacción en cadena que destruiría la marcha única europea, sin dejar a su paso más que paro y recesión. Cada país, cada provincia, sentirán la tentación de replegarse, y olvidarán así que el intercambio es la base de la prosperidad.
¿Resistirá la OTAN esta balcanización? Probablemente no, y permitirá que el Ejército ruso reconstruya un imperio en el este de Europa que englobe Ucrania y los países bálticos, para empezar. No nos atrevemos a imaginar a Donald Trump en la Casa Blanca, pero es factible que, si tal cosa sucediese, pudiéramos contar con que desencadenase, por inadvertencia, algún conflicto importante con China o el mundo árabe. La falta de coordinación entre los gobiernos occidentales también les dejaría la vía libre a los movimientos terroristas que se constituyesen en estados. Este desorden general favorecería los intereses de los movimientos fascistas de Europa; conocemos esta lógica de lo peor porque ya la hemos vivido.
En estos momentos graves en los que la historia puede desviarse, debemos recordar hasta qué punto lo que llamamos Occidente es un edificio frágil, o bipolar, como diría un psiquiatra si se tratase de un paciente. Me viene a la mente otro precedente: en 1914, en Sarajevo, una gran ciudad que pocos europeos habrían sabido situar en un mapa, un único disparo de revólver causó una guerra mundial, un ejemplo perfecto de la teoría del caos en el que un acontecimiento en apariencia insignificante desencadena un huracán generalizado que nadie había deseado. Pues bien, el mundo actual está salpicado de posibles sarajevos, en Libia, en Macedonia, en Siria, en Ucrania y en el mar de China. Por supuesto, lo peor nunca es seguro, pero es posible, sobre todo si nos negamos a preverlo, a analizarlo y a adoptar una estrategia para combatirlo. Hablaremos de ello la semana que viene.
Guy Sorman