El suicidio de Xirinacs

Hoy se cumplen dos meses de su muerte y aún es imposible reconstruir las circunstancias. Con una prisa más que sospechosa se ha pasado página y el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Esa hipocresía social - tartufismo lo denominan los cultos, que ofende menos- tan practicada por estas tierras ha dado a entender que las razones por las que no sabemos cómo se mató Xirinacs se deben a que ya no interesaba a nadie. Y a mí me da en pensar lo contrario, que probablemente había en la trayectoria y en la personalidad del mosén algo que inquietaba y que traía a la memoria demasiadas imágenes del álbum familiar.

Un hombre que tiene el valor de suicidarse no sólo merece un respeto, sino que para mí, que me considero un adversario de todo lo que predicaba mosén Xirinacs, exhibe un valor infrecuente en los tiempos que corren. En España, no digamos ya en Catalunya o Euskadi, donde el peso eclesial aplasta en su evidencia, no creo que se haya suicidado un político jamás de los jamases. Ni cuando le pillaron con las manos en la sólida masa financiera o en la blanda masa femenina. El maestro Jordi Pujol, que creó escuela en tantas cosas, siempre manifestó que los pecados de la carne y del dinero - patriótico, por supuesto- eran veniales. El suicidio es pecado, aseguran, y en este caso mortal, por eso resalto lo de Catalunya y Euskadi como países donde el peso de la Iglesia, más que la religión, han dejado una huella profunda desde el nacimiento del nacionalismo. Quizá eso explique las fórmulas elusivas, tartufescas, de los comentaristas ante el deseo inequívoco del mosén por suicidarse. "Se dejó morir en el bosque", "estaba muy enfermo y quería terminar sus sufrimientos", "tomó unas pastillas sedantes y se dejó ir plácidamente". Lo único evidente es que Xirinacs quiso dejar de vivir entre sus autosatisfechos conciudadanos y que por tanto decidió poner fin a su vida. Lo que en lenguaje común se denomina suicidio. Ése era su deseo. Que luego la Iglesia catalana se invente lo que le parezca, que para eso se pintan solos, y opten por un funeral con 17 sacerdotes oficiando, eso ya que cada uno lo valore como quiera. Debe ser el primer caso en la historia de España, no sólo de Catalunya, que un suicida tiene misa funeral por todo lo alto. Ojalá cunda el ejemplo de las misas y los suicidas creyentes, aliviarían muchas tensiones.

El día 6 de agosto, cuando cumplía exactamente 75 años, Lluís Maria Xirinacs abandonó su casa dejando un escrito en el que denunciaba la traición de los líderes catalanes a su pueblo por asumir la condición de esclavos de los estados español, francés e italiano. Esto del italiano tiene su aquél, porque l´Alguer sardo es un derecho de conquista, pero resulta peccata minuta porque chorradas de este tipo, con pretensiones históricas, el nacionalismo catalán radical las lleva diciendo desde hace décadas, en perfecta equivalencia al precursor fascismo español que representó en su tiempo el inefable Ernesto Giménez Caballero, adalid de la Hispanidad. Conviene tener presente que el padre de Xirinacs fue un notable activista de la causa franquista, detenido en varias ocasiones por conspirar contra la República y la Generalitat de Catalunya.

¿Cómo se mató Xirinacs? ¿Se ahorcó? Parece que no, por más que la primera información fuera ésa, lo que se tradujo en un bloqueo total sobre las circunstancias de su muerte. Un mosén, por más que renunciara a su condición en 1980, no deja de serlo nunca en esta vida, por tanto un mosén ahorcado no creo que tenga precedentes en la historia de la Catalunya catalana, como gustan ahora de decir los irredentos hijos de charnegos. Tampoco es fácil imaginarse a alguien con pastillas y una botella de Fontvella dispuesto a sentarse en el bosque e iniciar el trágala final. Me aseguran amigos íntimos, y me pasma que no se haya publicado ni una línea por ese tartufismo mesiánico de los filisteos de la información y de la política, me aseguran, digo, que su intención era alcanzar el Taga, vecino a Ribas de Freser, y ascender sus poco más de dos mil metros y asumir allí su final por inanición. Meditar sobre la muerte y la vida en aquello que se considera el bressol,la cuna, de la Catalunya nacionalista. Pero se quedó exhausto en la Collada de la Tuta, y allí se apostó para morir.

No sabemos cómo se mató, porque esa falacia para meapilas de se dejó morir encubre toda la mala conciencia de una clase política que usó de Xirinacs como un kleenex patriótico. Tenía un valor fuera de toda sospecha y una arraigada convicción de ser un profeta - Pujol, dixit-, un profeta airado y hasta impertinente, con esa inclinación que tienen los profetas de parroquia a la catequesis para simples. Le retrata su inolvidable intervención en el Fossar de las Moreras del 11 de septiembre del 2002: "¿Sabéis cuánto cuesta en régimen de clandestinidad encontrar la dinamita, pagarla o robarla, trasportarla, colocarla, y, encima, cuando lo tienen todo a punto, avisar de que la desactiven?... Lo hacen porque todavía ETA conservaba un poco de nobleza, del estilo de Ginebra...". Este caballero audaz, a medias profeta a medias payaso, fue candidato al premio Nobel de la Paz por diversas asociaciones de Catalunya en 1975, 76 y 77. Intuyo que ésa es la página, el pliego de páginas, que una sociedad cómplice quiere cerrar. Y se equivocan. Xirinacs muerto es un icono de una fuerza que ellos no saben calcular. Y si no echan luz y palabras sobre esa historia, se convertirá en leyenda para jóvenes ansiosos o descerebrados. Esa velocidad en las ceremonias fúnebres y el silencio auguran el comienzo de una nueva situación, que no será otra cosa que la anterior pero sublimada. Estamos pasando del oasis pujoliano a la burbuja tripartita.

Amí, Xirinacs, nomeha interesado nunca, pero su gesto último exige una explicación y no pasar la página con la complicidad de los hipócritas que le jalearon y le señalaron como el Juan Bautista de los tiempos nuevos. A mí, puestos a hablar de suicidios, me hubiera gustado contarles el de André Gorz y su esposa Dorine. Decidieron matarse hace apenas unos días, con gran eco en la prensa española; es decir, ninguno, fuera de un artículo de Mario Gaviria en el suplemento Dinero de este diario. Toda la tropa selecta de mayo del 68 en París, de cuya generación formo parte por obligación y sin ningún placer, debemos a Gorz textos y análisis impagables. Era un tipo raro, nacido en Viena y llamado realmente Gérard Horst, a quien algunos conocimos personalmente con el seudónimo de Michel Bosquet. Publicó en Les Temps Modernes de Sartre y fueron íntimos hasta que la estupidez sartriana del último periodo los separó definitivamente. Fue posiblemente el primer ecologista coherente cuando en 1973 apareció la revista Le Sauvage,y me pareció brutal su libro de 1980 con título de evidencia, Adiós al proletariado.Tres años después se retiró del periodismo y se fue a vivir a un pueblo de la Francia profunda, en el Aube, donde compró una casita pequeña con árboles grandes. Había escrito un libro hermoso dedicado a su mujer Dorine, inglesa, y ahora, hace unos pocos meses a ella le diagnosticaron una enfermedad terminal y fulminante, y él se ocupó del epitafio. "No quiero vivir sin ti, porque después de 60 años juntos sigo siendo feliz y aún te deseo". Se mataron, sencillamente. Una pastilla letal. Aquí da lo mismo, estamos hablando de gente razonable que da por terminado el ciclo creativo de su vida.

No es el caso de Lluís Maria Xirinacs y su reto mortuorio. Lo encontró un vecino de Sant Joan de les Abadesses, que como viera a un tipo echado en el suelo y en apariencia durmiente, no le hizo caso por más que alrededor hubiera bolsas de plástico, pañuelos, toallas y moscas, un montón de moscas. Volvió a pasar y lo comentó a sus amigos, y todos juntos volvieron al lugar y encontraron al Xirinacs muerto. Llevaba varios días y olía mal. Nadie que yo sepa ha contado aún de qué murió realmente. La nota de color la aportó el alcalde de la vecina Ogassa, el convergente Ramon Tubert, tan patriota él que incluso usa barretina. Como el pueblo celebraba un festival de habaneras - ¡habaneras!- cuando le informaron los mossos d´esquadra, interrumpió el espectáculo, le dedicó un minuto de silencio al profeta fallecido, y continuó la fiesta.

Gregorio Morán