El suicidio oculto

En España –no se sabe por qué– se ejerce una estricta censura sobre unos hechos luctuosos como son los suicidios, y también sobre los nombres de ciertas dolencias físicas o mentales («murió tras una larga enfermedad», suele leerse). Sin embargo, la psiquiatría, la sociología (comenzando por el clásico, «El suicidio», de Émile Durkheim) y la literatura se han ocupado a fondo del suicidio.

Los literatos no sólo han escrito sobre él, también lo han practicado: Virginia Stephen padecía una psicosis maniacodepresiva que la condujo a meterse en un río con piedras en los bolsillos del abrigo. Mariano José de Larra, sin haber cumplido los treinta años años, una mala mañana se puso delante del espejo y en lugar de afeitarse la barba se pegó un tiro con una pistola, privándose él y privando a los demás de una vida creadora. Más lógicos parecen los suicidios de Stefan Zweig y de su esposa, muertos juntos en su exilio brasileño al no poder soportar el hundimiento de un mundo que había sido el suyo. Cesare Pavese terminó su libro «El oficio de vivir» con estas palabras: «No más parloteo. Un gesto. Ya no escribiré más»... y se tomó una dosis letal de somníferos. Yukio Mishima tenía cuarenta años cuando se hizo el harakiri delante de la televisión en un cuartel de Tokio, cuyo asalto había dirigido. Romain Gary –cuyo éxito literario y vital eran indiscutibles– llamó desde su casa parisina a una amiga suya que vivía en Suiza y le anunció que al día siguiente iría a visitarla. A continuación se puso un pijama, cubrió la almohada con una toalla roja, se metió en la cama, sacó un revólver de la mesilla de noche y se pegó un tiro en la sien. Yasunari Kawabata, ganador del Nobel en 1968, había escrito que «el suicidio no es una forma de iluminación», pero en abril de 1972 abrió todas las espitas de gas en su casa y se dejó morir. Emilio Salgari, que había escrito las más hermosas aventuras orientales con Sandokán como protagonista, y lo había hecho sin salir de su casa italiana, usó la espada para suicidarse. El poeta catalán Gabriel Ferrater había anunciado que no cumpliría los 51 años... y poco antes de la fecha metió la cabeza en una bolsa de plástico y se la ató alrededor del cuello.

Emilio, un inspector del Cuerpo Nacional de Policía, llegó el sábado 10 de febrero de 2018 a la comisaría de Palencia donde trabajaba, saludó a los compañeros y entró al vestuario. Allí se disparó un tiro en el pecho y murió. Tenía mujer y un hijo de ocho años.

Jacobo, un guardia civil de 38 años destinado en el puesto de Candelaria (Tenerife). Estaba separado. Los vecinos oyeron un disparo seco a primera hora de la mañana procedente de su vivienda: se había quitado la vida tras acabar su turno.

Estos datos los ha publicado «Esdiario» hace pocos días y también ha informado de que en lo que va de 2018 se han suicidado diez policías y guardias civiles. En Huesca, Sevilla, Benidorm, Motril... la epidemia se extiende por las plantillas de toda España. Pero no es coyuntural. Durante 2017 se suicidaron veintiún guardias civiles y doce policías nacionales.

«Esdiario» publicó también el mensaje de un policía nacional que rezaba así: «Lamentamos comunicar un nuevo caso de suicido en la Policía: la agente M.A.S. destinada en Valencia nos ha abandonado en el día de hoy (19-02-2018)»

Según el psicólogo Juan F. Díez, que es un policía jubilado, el estrés laboral, el desarraigo y los turnos de trabajo son algunas de las causas que van minando la salud mental de los agentes. «Tienen un arma y un trabajo muy estresante. Sólo por ello todos los policías y guardias civiles deberían tener una buena atención psicológica», sostiene. Y añade: «Pero no la tienen. Una vez que ha entrado en el cuerpo, un guardia civil se puede pasar treinta años de carrera sin que le hagan un solo reconocimiento psicológico».

En la Guardia Civil prestan servicio en torno a medio centenar de psicólogos, todo ellos mandos del Instituto Armado (por lo que a un subordinado le cuesta horrores acudir a él en busca de ayuda).

La censura sobre el tema del suicidio viene avalada por el argumento según el cual hacer públicos los suicidios incitaría a cometerlos, pero este argumento no se aplica jamás a otras muertes violentas, especialmente a los asesinatos de mujeres a manos de hombres, que no sólo se publican a bombo y platillo sino que sirven para justificar una ideología radical que predica la violencia intrínseca del «heteropatriarcado» contra las mujeres. A este propósito daré una pista en búsqueda de una explicación de la censura férrea que se practica acerca del suicidio: En España, de cada cuatro suicidios, tres lo son de varones y uno de mujer.

Joaquín Leguina, expresidente de la Comunidad de Madrid.

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