El sultán de Sochi

El perdón del presidente ruso, Vladímir Putin, al expropietario de la empresa petrolera Yukos, Mijaíl Jodorkovski, y su declaración de una amnistía que ha liberado a los activistas de Greenpeace y a dos miembros del grupo de punk rock de protesta Pussy Riot son gestos de bienvenida. Pero no son más que eso, gestos de bienvenida.

Putin ha actuado movido probablemente, sobre todo, por el deseo de asegurar el éxito de los próximos Juegos Olímpicos de invierno en Sochi, amenazados por los últimos atentados terroristas en Volgogrado. También es probable que Putin pretendiera mostrar al mundo una cara más amable y agradable en un intento de consolidar la victoria en su tira y afloja con la Unión Europea sobre la cuestión de Ucrania.

Sin embargo, aunque liberar a unas personas injustamente encarceladas por largos periodos de tiempo reviste importancia, no debería ocultar las importantes violaciones en curso de derechos humanos por parte del Gobierno ruso en el país y en el extranjero. Y, en lo concerniente a este punto, parece poco probable un cambio. El perdón de Jodorkovski no tiene aspecto de ser el inicio de un deshielo en el caso de Putin.

Por ejemplo, en el seno de la Federación Rusa, una ley que entró en vigor hace poco más de un año exige que las organizaciones no gubernamentales involucradas en “actividades políticas” se registren como “agentes extranjeros” si reciben financiación del extranjero. La ley define actividades políticas como acciones encaminadas a influir en las políticas gubernamentales; por lo tanto, incluyen el trabajo de todas organizaciones de derechos humanos que operan en Rusia. Como registrarse como agentes extranjeros sería identificarse como equivalentes de los espías, pocos organismos lo han hecho.

No obstante, numerosas oenegés en Rusia pueden sobrevivir únicamente con apoyo extranjero. Los posibles donantes en el interior del país temen correr la misma suerte que Jodorkovski, que fue el principal defensor ruso de los grupos de derechos humanos hasta que Putin lo encarceló durante más de diez años.

De hecho, algunas organizaciones rusas de defensa de los derechos humanos han sufrido redadas o han sido clausuradas. La ley otorga discreción a las autoridades rusas para clausurar, cuando así lo decidan, cualquier organización importante de promoción de los derechos humanos.

En el plano internacional, Rusia es el sostén principal del régimen brutal del presidente sirio, Bashar El Asad. El apoyo diplomático, financiero, militar y mediático de Rusia ha asegurado la permanencia de Asad en el poder, a pesar de la horrorosa violencia de su gobierno contra el pueblo de Siria. Es comprensible que los gobiernos occidentales se muestren reacios a proporcionar ayuda de orden letal a los opositores de Asad a la vista del amplio número de yihadistas entre ellos y dado que importantes elementos de la oposición han cometido graves abusos. Rusia no tiene tales inhibiciones.

Los ataques indiscriminados del régimen de Asad han desplazado, herido o matado a millones de no combatientes por la fuerza. El papel de Rusia como miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas con derecho a veto ha imposibilitado la creación de un tribunal para pedir cuentas a quienes en cualquier bando hayan cometido crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad o para remitir el asunto al Tribunal Penal Internacional. Putin, al proporcionar apoyo firme y resuelto al régimen de Asad y al bloquear medidas que presenten a los criminales ante la justicia, comparte con Asad las atrocidades de mayor envergadura en el mundo actual.

Algunos pueden pensar que un líder enérgico como Putin y un Estado poderoso como Rusia son insensibles a la presión para que se respeten los derechos humanos y jurídicos. Más que cualquier otro líder político de hoy, Putin parece encarnar las características del líder de cariz “sultanista” descrito por el sociólogo alemán Max Weber hace un siglo. Para el sultanista, el Estado y sus funciones se convierten en “instrumentos puramente personales del amo”. Una figura como Jodorkovski va a la cárcel cuando Putin decide que debe ser encarcelada. Y es puesto en libertad cuando Putin así lo decide. Sin embargo, las recientes actividades de Putin dejan claro que incluso un sultán debe hacer algunas concesiones. Por supuesto, no va a ser tan fácil lograr ni afianzar una política de cambios sobre asuntos que revisten para Putin mayor importancia que la libertad de unos pocos que provocan su enfado. Pero la tarea no es vana e imposible, como ha mostrado el periodo previo a los Juegos Olímpicos. Incluso alguien tan seguro de sí mismo y de su poder se torna sensible a la presión de la opinión pública internacional tan pronto como busca su aprobación.

Aryeh Neier, presidente emérito de Open Society Foundations y fundador de Human Rights Watch © Project Syndicate, 2014. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.

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