El supermercado de los modelos familiares

Empeñado en definir la familia como la institución básica de la sociedad, al conservador le produce un enorme agobio comprobar no sólo que pesa cada vez menos, sino sobre todo la diversidad de tipos en que se ha descompuesto. Hasta bien entrado el siglo XVII, la teoría patriarcal concebía la familia como el antecedente inmediato del Estado, de donde procederían sus rasgos esenciales. Pero la primera modernidad rechaza, pese a contar con el marchamo de Aristóteles, que la familia haya sido el embrión del Estado, recurriendo para explicarlo a las categorías de "estado de naturaleza" y "contrato social".

Hegel recusa tanto la vieja doctrina del origen familiar del Estado como la contractualista de la modernidad. Sustituye las ficciones de "estado natural" y de "contrato social" por las categorías de derecho abstracto, que gira en torno a la propiedad, de modo que sólo en cuanto propietario se es sujeto de derecho, de subjetividad, que se refiere a la autonomía individual de la conciencia, y de moralidad que se despliega en los tres momentos de la familia, la sociedad burguesa y el Estado. Entre los muchos intérpretes de la Filosofía del Derecho no existe acuerdo sobre si, una vez rebasada la familia, la categoría básica en que culmina el "Espíritu objetivo" sea la "sociedad burguesa" o el "Estado". En cualquier caso, el concepto de "sociedad burguesa" impregna tanto la idea moderna de familia, tan distinta de la tradicional, como la de "Estado", que se entiende como la forma en que éste "supera" la sociedad.

Hegel describe una familia desprendida ya del patriarcalismo propio de la gran familia tradicional, aquella institución básica de una sociedad agraria que, además de multitud de funciones políticas, llevaba a cabo la producción y el consumo de bienes. El que estas tareas se hayan trasladado a la sociedad civil es lo que, justamente, diferencia la familia nuclear de la tradicional. El individuo se escinde así en miembro de una sociedad, en la que produce y consume, y de una familia, en la que satisface sus necesidades afectivas.

Traspasadas a la sociedad las funciones económicas, políticas y sociales que la gran familia desempeñó en el pasado, el nuevo tipo de familia nuclear se distingue del anterior por instalar el matrimonio en una relación amorosa previa. Cuando el patrimonio familiar deja de ser pertenencia exclusiva del padre y pasa "a convertirse en una preocupación compartida por ambos cónyuges", el amor romántico suaviza el poder omnímodo del paterfamilias, dando a la familia una dimensión espiritual. En fin, al educar conjuntamente a los hijos, la reproducción alcanza su verdadera dimensión moral.

La familia tradicional era una institución permanente: se nace y se muere dentro de ella, sin que la voluntad libre juegue el menor papel; en cambio, el carácter más llamativo de la familia nuclear moderna es que, creación de la libertad, es perecedera. La familia caduca a lo más tardar cuando los hijos se independizan al llegar a la mayoría de edad, formando una nueva familia, o cuando se disuelve por la misma decisión libre que la fundó. El divorcio es la consecuencia lógica de la espiritualización de una unión matrimonial realizada en libertad. Del vínculo amoroso entre los esposos, libremente elegido, proviene la nueva espiritualidad de la familia moderna (el amor es su componente esencial), pero también su precariedad. Hegel universaliza la familia nuclear, como si la división de funciones que sigue manteniendo fuera la expresión última de la razón. Justifica que el marido presida la institución familiar en que gana el sustento fuera de casa. Esta presunta racionalidad se desploma en cuanto ambos cónyuges trabajan, poniendo a la vez de manifiesto que ejercer una profesión no puede ser privilegio exclusivo de un sexo. En la sociedad tradicional agraria, todos los miembros de la familia trabajan en la casa; en la sociedad moderna, el varón fuera y la mujer dentro; en la sociedad posmoderna, ambos fuera de casa.

Hegel ha descrito correctamente la moderna familia nuclear, aunque, encerrado en el prejuicio dialéctico de que únicamente al final se conocería la esencia de una institución, yerre al elevar la familia burguesa a la expresión última de la razón, por lo que no admitiría ulterior desarrollo. Mayor mérito tuvo haber señalado el fundamento económico que subyace en el salto desde la gran familia, en sí indisoluble y permanente, a la nuclear, necesariamente precaria, al fundarse en la libertad, que se generalizó a finales del siglo XIX, cuando el salario del obrero alcanzó a alimentar a una familia.

Reducida a un conglomerado de vínculos afectivos, la familia ha dejado de constituir la base económica de nuestra existencia, sin que proporcione tampoco el estatus social que nos identifica. Que se exprese en sentimientos y afectos favorece que se despliegue una enorme variedad de tipos: uniones de hecho o legalizadas, en las que ambos cónyuges trabajan o solo uno, con o sin hijos, biológicos o adoptivos, monoparentales, una sola persona, por lo general la mujer, con un hijo o varios, o aquellas familias que reúnen hijos tenidos en distintos matrimonios, uniones heterosexuales u homosexuales, además de otras formas muy minoritarias, o todavía no toleradas en nuestro ámbito jurídico-cultural, como poliándricas o polígamas. Incluso hoy se habla de unidades familiares unipersonales, que ya parece el colmo, pero que, al ir en claro aumento, no cabe obviar.

La familia burguesa, sustentada tan sólo en la relación amorosa, se distingue por su inestabilidad. La dinámica de individualización de la actividad laboral, inherente al capitalismo, ha facilitado en nuestro tiempo, por un lado, que cada vez un mayor número pueda permitirse el lujo de renunciar al vínculo familiar, y, por otro, que la variedad de tipos de familia haya aumentado hasta el punto de que incluso la institución amenace con desaparecer.

En la Antigüedad, la familia perdió su dimensión política; en la modernidad, la económica; ahora sólo conserva la afectiva, y los sentimientos permiten formas muy variadas. En tiempos pasados fue muy difícil, por no decir imposible, sobrevivir al margen de la protección familiar. Baste con recordar el destino trágico de la mujer que quedaba soltera, o se atrevía a romper el matrimonio; trabajo no había para ella. El declive de la familia nuclear burguesa se corresponde con el proceso de liberación de la mujer, producto, en primer lugar, del control de la natalidad, pero al que ha contribuido de manera muy principal el acceso de la mujer al mercado de trabajo, cada vez en mejores condiciones gracias a los avances conseguidos en educación.

A los más conservadores, sobre todo a aquellos que han sacralizado el matrimonio como una institución de derecho divino, les tiene que horrorizar la evolución de la familia posmoderna. Pero, aunque sea a regañadientes, tendrán que reconocer que nada cambia porque arremetan contra la crisis actual de valores, como si en una historia milenaria en la que encontramos tantos tipos diferentes de familia cupiese definir uno como el definitivo.

Tampoco cabe esconder la cabeza debajo del ala, tratando de impedir que en la escuela se hable de la propia realidad, haciendo explícitos los muy diversos tipos de familia, o más grave aún, negando la igualdad de derechos a los que establezcan otras formas de relaciones familiares.

Pero la mayor contradicción que arrastra el defensor acérrimo de la familia es que la diversidad que condena es consecuencia directa del proceso individualizador de un capitalismo, que paradójicamente ensalza sin la menor crítica. En caso de enfermedad, invalidez, desempleo y vejez, eventualidades en las que antes no cabía salir adelante sin la ayuda de la familia, ahora es el Estado social el que proporciona la seguridad mínima imprescindible.

Reconstruir, o por lo menos afianzar la familia burguesa, reponiendo al marido en el anterior privilegio de ser el sustento económico y único administrador de los bienes familiares, significaría, por lo pronto, prohibir el trabajo de la mujer casada y desmontar el Estado social. Dudo que lo pretendan los que se declaran defensores a ultranza de la familia en proceso de disolución. La cuestión peliaguda es cómo se resolverá, en un futuro no tan lejano, la reproducción y educación de las nuevas generaciones.

Ignacio Sotelo, catedrático excedente de Sociología.