El Supremo confiesa su impotencia

La sentencia del Tribunal Supremo español absolviendo a Baltasar Garzón es una buena noticia solo en tanto que no contribuye a empeorar la situación en la que este se encuentra. Sin embargo, una lectura atenta de la misma causa una profunda decepción al constatarse la falta de creatividad y voluntad justiciera de tan alto tribunal.

Los magistrados reconocen la legitimidad de las exigencias de las víctimas del franquismo. Las víctimas —dice la sentencia— tienen el "derecho a saber" lo ocurrido con sus familiares, y su búsqueda de efectivo amparo se justifica. Por mayoría, los magistrados deciden que Garzón no hizo sino responder razonablemente a tal demanda, aunque utilizando un enfoque doctrinal que el Supremo no comparte y califica, por tanto, de "error". El tribunal se muestra al día en relación a tendencias modernas y se hace parte de una creciente jurisprudencia en torno al "derecho a la verdad" (también denominado, en otros países, "derecho a saber" o "derecho al duelo"). Lamentablemente, opta por una interpretación empobrecida de este derecho y lo limita a una "verdad histórica": un ejercicio académico abierto a interpretación y debate, que corresponde a los historiadores, no a los jueces.

El trabajo de los tribunales de justicia, dice el Supremo, se limita a esclarecer la "verdad judicial", entendida como la determinación de la responsabilidad penal del encausado, y nada más. Para defender sus derechos, las víctimas deben conformarse con el marco legal doméstico que la evolución política de España hizo posible y no con el marco legal internacional que el mismo tribunal reconoce como resultado del progreso de la civilización.

Tan conservadora postura es inexplicable en un país en el que —precisamente como efecto de un marco legal insuficiente o negador de derechos— no se tiene siquiera una cifra oficial de muertos y desaparecidos. Inexplicable es también que el Supremo arrincone como "verdad histórica" el pedido concreto de los familiares de los represaliados. Ellos han dicho con transparencia que no buscan un libro de historia para sus anaqueles: buscan restos humanos ilegalmente ocultados, para llorarlos. Es el reclamo de Antígona al rey Creonte, quien no permitía el entierro digno del combatiente derrotado; es un mero signo de civilización que acompaña a la humanidad desde que esta es tal.

Para el Supremo, sin embargo, la identificación legal de los desaparecidos, esto es, la recuperación de su identidad como ciudadanos españoles, es asunto sobre el que la justicia no tiene competencia. El tribunal se niega siquiera a considerar la opción de "juicios de la verdad" para esclarecer los hechos, tal como ocurriese en Argentina durante los años de vigencia de las leyes de amnistía, y lo hace apelando a razones meramente doctrinarias: tal modelo no encaja con la concepción del derecho penal de los magistrados.

Quizá este proceso se recuerde en el futuro, no por la sentencia absolutoria, sino por haber sido la primera vez en que las víctimas tuvieron la oportunidad de declarar y ser reconocidas como tales frente a un tribunal de su propio país. Pero es penoso constatar que el tribunal recibe esas voces solo a título de inventario; remite a las víctimas a tentar suerte en las contingencias de la política parlamentaria y les da una condescendiente lección de derecho penal.

Triste situación para un Tribunal Supremo: declararse impotente para amparar un principio básico de la civilización y —como consecuencia— reducir el esfuerzo de Garzón de servir a la justicia a un mero error interpretativo; una chapuza de estudiante confundido. El magistrado discrepante, José Manuel Maza Martín —que hubiera condenado a Garzón— incluso se indigna de haber tenido que escuchar a las víctimas: le parece una prueba "ociosa", una vergüenza "que se haya podido plantear siquiera la duda" de que los jueces creyeran en la validez de sus derechos. Pero, igual que la mayoría, su forma de reconocer tal derecho es negarlo.

Supongo que si las víctimas tuvieran una segunda oportunidad de aparecer ante el tribunal repetirían, con Antígona, que los decretos del poder no pueden tener "tanta fuerza como para permitirle al hombre ignorar las leyes no escritas, inmutables, de los dioses; pues su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre". En tanto España siga ignorando sus obligaciones, en tanto se obstine en ser un Creonte impotente para corregir su propia injusticia, tendrá que seguir escuchando esas palabras.

Por Eduardo González, director del programa de Verdad y Memoria del Centro Internacional para la Justicia Transicional. Ha trabajado en iniciativas de búsqueda de la verdad en Perú, los Balcanes, Marruecos, Liberia, Canadá y Timor Oriental.

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