El sur de Europa y las elecciones griegas

En las últimas elecciones europeas fui candidata en las listas de Syriza en Grecia, a pesar de ser italiana. Una candidatura simbólica —después de 20 años en el Parlamento Europeo, que culminé en 1999, no tenía ningún deseo real de volver a empezar— cuyo propósito era mostrar la solidaridad de la izquierda italiana con el esfuerzo titánico de Tsipras para hacer frente a las terribles e injustas condiciones impuestas por la Troika. Me unen a Grecia todas las décadas que informé sobre el país como periodista, empezando por la ocasión en la que fui arrestada por el régimen de los coroneles después del golpe de 1967.

Este largo razonamiento pretende explicar mi decepción personal por haber comprobado que las elecciones anticipadas convocadas por el Gobierno de Tsipras, y que se celebraron el pasado 7 de julio, después de que la oposición de derechas sobrepasara a Syriza en los comicios europeos por casi 10 puntos, se han seguido con diversos grados de interés, pero nunca, ni en España ni en Italia, como un acontecimiento que nos tocase de cerca a nosotros, unos países decisivos de la UE y también inmersos en el Mediterráneo. Lo cual tiene un significado no solo geográfico sino también histórico. Profundamente histórico, dado que, por enormes que sean las diferencias entre los tres países, también existen rasgos muy similares. Por eso, todo lo que sucede en Grecia es importante para España e Italia y viceversa.

Ni a nuestros ciudadanos ni a sus representantes institucionales les ha gustado nunca que los catalogaran como “los del sur”. Porque, desde el principio, fue una definición despreciativa: pobres de ellos, son casi africanos, no como nosotros los nórdicos. Desde el principio, la Comunidad Europea se concibió como una formación anclada en el norte, no solo por la situación geográfica de sus cinco primeros miembros, sino como conciencia e imagen de sí misma. Italia, durante mucho tiempo el único país meridional aceptado en el club gracias al manifiesto de Ventotene, redactado en 1941 por los antifascistas allí desterrados —el primer documento en hablar de unidad europea que, aun así, pese a las evocaciones retóricas, no influyó en la formación de la CEE, sino solo en la Constitución italiana—, siempre se esforzó por permanecer vinculada al norte por el temor a “precipitarse” en el Mediterráneo, una posibilidad que se consideraba catastrófica. Comparable, en la jerga periodística, al descenso de un equipo de fútbol de Primera a Segunda División.

Curiosamente, el primer pronunciamiento significativo en favor de la unidad de Europa, en 1955 —dos años antes del nacimiento oficial de la Comunidad—, se hizo muy “abajo”, nada menos que en Messina, pero solo porque el entonces ministro italiano de Exteriores, Gaetano Martino, originario de dicha ciudad e interesado por las elecciones locales, pensó que a su partido le beneficiaría que confluyeran allí tantos personajes importantes. Con gran estupor de los periodistas que informaron de la reunión y que nos dejaron esta exclamación: “¿En Sicilia? ¿Y por qué no en Alaska?”.

La distancia política y cultural les parecía análoga.

La única advertencia sobre la orilla sur de Europa, y a la que no se hizo caso, fue la del ministro de Exteriores griego Charalambopoulos, del PASOK, cuando su país se incorporó a la Comunidad Europea en 1981 y ya se empezaba a hablar de la entrada de España y Portugal, que se materializó en 1986. El ministro advirtió de que la llegada de estos países no representaba solo un salto cuantitativo, sino también cualitativo. Europa estaba cambiando por dos razones: porque la estructura económica de los países del sur era muy diferente de la de los países del norte, y porque su proximidad a la costa sur del Mediterráneo debía interpretarse como un valor, la base de un nuevo proyecto, no como una debilidad. Podría haber sido una oportunidad para construir una Europa mejor. Como escribió en su bellísimo Breviario mediterráneo Predrag Matvejevic, el gran escritor que siempre se definió como yugoslavo, “una Europa sin el Mediterráneo es como un adulto al que hayan arrebatado su infancia”. Es decir, un monstruo.

Sin embargo, la Unión Europea ha seguido distanciándose de este mar en el que se inventó casi todo. La Declaración de Barcelona, con la que Bruselas quiso sentar las bases de una relación, ha sido poco más que la creación de un área de libre comercio entre dos costas muy desiguales en su capacidad exportadora y alguna ayuda financiera de poca importancia; nunca el intento de elaborar un proyecto de codesarrollo ni —pese a la sugerencia de muchos— nada parecido a lo que supuso el Plan Marshall, después de la Segunda Guerra Mundial. Después, tras la caída del muro, la atención se trasladó a los mercados del Este de Europa, mucho más atractivos. Los resultados de esta miopía están hoy a la vista de todos.

Y ahora volvamos a las elecciones griegas: la caída del Gobierno de Tsipras constituye además una derrota de la idea de crear una alianza de los países del sur de Europa, capaz de cambiar la correlación de fuerzas dentro de la UE, impulsar un giro que tenga en cuenta las distintas estructuras económicas de los Estados miembros y promover no la mera competencia entre ellos (un principio contenido en el tratado de Maastricht), sino la solidaridad indispensable para un crecimiento común. Es una derrota que, en este sentido, nos afecta a todos.

Alexis Tsipras llamó a los demás países mediterráneos a sumarse a esta línea de actuación, pero se quedó solo. Tuvo el valor de no escoger la vía inmediata y más popular que le habían sugerido muchos demagogos, es decir, rebelarse contra las condiciones de la Troika y abandonar el euro (lo que equivalía casi, como dijo el ministro alemán Schäuble, a abandonar la UE), y así, a pesar de todas las dificultades, atravesó el túnel, intentando siempre que las cargas impuestas al pueblo griego recayeran lo menos posible sobre las capas más débiles, a pesar de los escasísimos márgenes que le habían dejado.

En las elecciones del 7 de julio venció Nueva Democracia gracias a una campaña abiertamente demagógica. El resultado habría podido ser distinto si hubiera existido más unidad. Ahora bien, Tsipras, pese a haber sufrido la amarga pérdida del Gobierno, ha conservado un asombroso 32% de los votos y es la izquierda más fuerte de Europa. Ese dato debería y podría ser la base para relanzar, por fin, una reflexión de todos los demás partidos de izquierda y centro izquierda de la Europa mediterránea.

Luciana Castellina es periodista y escritora. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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