El tabú de nuestro invierno demográfico

Un agravante de nuestra crisis es que por sus urgentes desafíos apresa a nuestra política en lo inmediato. Al ser sus dominios el «hoy» y su estrategia la supervivencia presente, podíamos llamarla con toda propiedad «política hodierna» que siempre es eminentemente reactiva a remolque de los acontecimientos. Todo lo contrario, pues, de lo que preconizaba el aforismo de Comte aplicable a una política de altos vuelos: «Saber para prever, a fin de poder».

Y ello se comprueba en un tema de inmensa gravedad cual es el envejecimiento de la población española con el ensanchamiento de la pirámide respectiva. Sobre el que además se añade un extraño silencio, me temo que por razones ideológicas emanadas del Mayo del 68 -poco amigo de la fertilidad- que todavía tienen plena vigencia en las elites de nuestro discurso dominante. Por algo decía Hannah Arendt que al fin al cabo la natalidad era la categoría central del pensamiento político, como estamos comprobando en su sentido negativo. De hecho, en un magnífico ensayo, El invierno demográfico europeo: causas, consecuencias, propuestas (Cuadernos de pensamiento político, enero-marzo, 2013) disponible en internet, Francisco Contreras cuenta cómo Tony Blair le confesaba a Martin Amis que en las cumbres de estadistas el envejecimiento europeo sólo podía ser evocado «entre susurros». Tal es la fuerza del tabú en lo que parece que se cumple, también en el resto de Europa, la grave sentencia orteguiana: «En España, es más importante lo que no se dice, que aquello que se dice».

El tabú de nuestro invierno demográficoYa en 2002, Julián Marías -poco dado al alarmismo y a los susurros- calificaba como «aterrador» el descenso de nacimientos en Europa y su envejecimiento, fenómeno inédito en la Historia. Basten unos pocos datos: el 40% de las mujeres universitarias alemanas no tiene ningún hijo y la edad media en Europa pasará de 40 a 50 años para 2050. De manera que, como señalaba Contreras y aterraba a Marías, el retrato robot del alemán medio para la mitad de nuestro siglo bien podrá ser una persona de 51, 2 años, sin hermanos, un primo y una madre anciana.

Si nos ceñimos al caso español, la situación no ofrece consuelo al observar la morfología de nuestra pirámide poblacional. No hace falta acudir al libro de Alejandro Macarrón El suicidio demográfico de España (2011) -tan poco divulgado- para hacerse cargo de los avisos que nos viene haciendo nuestro INE. Por ejemplo, que en 2013 por primera vez en las tres últimas décadas España pierde población. O que de seguir las actuales tendencias, dentro de 40 años perderemos el 10% de nuestra población actual. O que en 2052 por cada persona en edad de trabajar habrá otra inactiva. O que en 2018, las muertes superarán los nacimientos por primera vez. A lo que añadir que la nupcialidad se da ya como media en los varones a los 36 años y en las mujeres a los 33, con un promedio de fertilidad de 1,37 hijos (1, 27 si es mujer española no inmigrante). De modo que necesitaríamos un 50% más de nacimientos, unos 250.000 al año, simplemente para asegurar el reemplazo de la población (2,1 hijos por mujer, una tasa desconocida en España desde hace 30 años).Y la población inmigrante tenderá a seguir disminuyendo en razón de nuestro estancamiento económico, tan parecido al que padece Japón. Quien por cierto, tiene las mayores tasas de envejecimiento del mundo.

Para entender lo que se nos avecina en esta «sociedad terminal» conviene familiarizarse ya con un baremo cuyas siglas en inglés son OADR, Old Age Dependency Ratio -o tasa de dependencia-. Consiste en el índice demográfico que expresa la relación existente entre la población dependiente y la población productiva de la que aquella depende. Según Naciones Unidas si en España tenemos actualmente un OADR del 26% (un jubilado cada cuatro activos) en 2050 pasará al 68% (dos jubilados por cada cuatro activos). Reparemos que Japón posee desde 2011 un OADR del 58%, con casi una cuarta parte de sus 128 millones de habitantes mayores de 60 años. Y cuando las cosas están así de alteradas, no extrañe que las peores amenazas políticas vayan tomando cuerpo. Baste, para verlas venir, recordar que el año pasado en Japón su ministro de Finanzas, Taro Aso, solicitó muy seriamente a los ancianos japoneses que «se dieran prisa en morir» para que de esta manera el Estado no tenga que pagar su atención médica. Son los heraldos negros de las políticas reactivas que postergan una y otra vez las verdaderas cuestiones que dilucidan el futuro mismo de nuestra civilización. Y los precios de la esterilidad de nuestra languidez.

Y es que a lo mejor convendría sustituir la pregunta «¿qué podemos hacer con nuestros ancianos?» -que siempre es una pregunta aviesa-, por otra de mayor calado y altura política: «¿Por qué no tenemos hijos?» y dejar de solasyarla como un tabú como reconocía Tony Blair. Es decir, plantearnos qué secreto anida inconscientemente en el alma española para preferir vivir en una sociedad de términos que en otra de comienzos cuya esterilidad traerá una alteración profundísima de la manera de vivir. Y nada buena.

CLARO QUE la pregunta es ciertamente incómoda por cuanto el examen de algunas respuestas pone en franca evidencia el mito político del progreso en su doble vertiente económica y vital. Si no tenemos hijos suficientes para asegurar la supervivencia de nuestra sociedad (recordemos, 2,1 hijos) por el encarecimiento del vivir, entonces el progreso económico tiene mucho de falsa ilusión que no resiste esta prueba inmediata de realidad. Y si no tenemos hijos porque creemos íntimamente que la vida en el fondo no merece ser trasmitida -siguiendo los dictados de la última gran revolución occidental del Mayo del 68- ello supone una cantidad muy alta de angustia y neurosis existencial difícilmente soportable. El tabú sobre nuestra catástrofe demográfica tendría pues una doble función política e individual: la primera silenciaría para el poder político si la economía está realmente al servicio de la persona y la segunda nos evitaría un examen personal sobre nuestro vivir (o sinvivir). Y si acaso existe algo más que nuestra mera soberanía. Además de revelarnos la inmensa paradoja que entrevió Arendt entre la omnipotencia técnica del hombre moderno y la impotencia de esos mismos hombres para vivir en este mundo. Es muy improbable que el personaje de El Grito de Munch tuviera hijos.

Y es que sin duda hay en nuestro invierno demográfico mucho de lo que Marías nos alertó sobre la extraña vocación de nuestro tiempo por el suicidio. Como si se escondiera tras el envejecimiento dramático de nuestra población y en la ausencia de jóvenes una «tanatofilia» que explicaría el tabú sobre él.

Ante lo cual lo primero que habría que hacer políticamente ante esta realidad sería dejar de acallarla o comentarla «entre susurros» y aventarla cuanto antes en el foro público. Y plantearnos qué hay que hacer para que nuestro mundo occidental y nacional dejen de ser una sociedad melancólica de términos que mira petrificada al pasado, como la mujer de Lot, para estimular una sociedad de nacimientos que siempre suponen un comienzo cargado de futuro.

Ignacio García de Leániz es profesor de Recursos Humanos en la Universidad de Alcalá de Henares.

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