El tabú sociológico de la posesión de armas

El 20 de abril de 1999, dos estudiantes de último curso en el instituto de Columbine, en Colorado (Estados Unidos), irrumpieron en las aulas con sendas armas semiautomáticas dejando tras de sí un saldo de 12 estudiantes y un profesor muertos. Desde entonces, este tipo de episodios luctuosos se repiten con una pasmosa regularidad, aunque no por repetidos resultan menos dolorosos. En diciembre de 2012, 20 niños y seis adultos murieron en la escuela de Sandy Hook en Newton, Connecticut, y 17 fueron las víctimas en 2018 en la escuela de Parkland, Florida. En la última década el número de víctimas en colegios asaltados por jóvenes estudiantes -la mayoría alumnos o ex alumnos de esos mismos centros- ha ascendido hasta 200 y en la última década son 900 el número de incidentes con intervención de armas de fuego en colegios de primaria e institutos en Estados Unidos.

Más allá del factor humano y la tragedia que representa, las cifras resultan sobrecogedoras si añadimos asesinatos masivos en universidades, centros comerciales o centros de trabajo. En EEUU, el número de personas muertas con intervención de armas de fuego supera al número de fallecimientos por accidente de tráfico, y existen más armas en manos de particulares que habitantes tiene la nación. En los años 70, el número anual de personas fallecidas en matanzas -con un número de víctimas mortales superior a cuatro- era de ocho; en la última década, de 51. Concluyo el anecdotario con otro dato significativo: los estadounidenses suponen el 5% de la población mundial pero poseen el 50% de armamento en manos privadas.

La segunda enmienda de la Constitución de Estados Unidos garantiza que «no se violará el derecho del pueblo a poseer y portar armas». Este es el principio que invocan quienes se oponen a cualquier medida tendente a restringir la libertad individual respecto al polémico tema que nos ocupa. Legalmente, la enmienda podría derogarse -como se derogó la decimoctava prohibiendo la producción y consumo de bebidas alcohólicas-, pero tal posibilidad resulta en el actual panorama social estadounidense, más que improbable, imposible. El presidente Clinton fue el primero en promover cambios legislativos tras los asesinatos de Columbine. Y, después, Barack Obama lo intentó implementando duras medidas y condicionantes de tipo psicológico para la compra de armas con más voluntad -más allá de su sorprendente pretensión de legislar a la australiana- que resultados. Ayer, el presidente Biden condenaba enérgicamente los asesinatos de Uvalde en Texas y lanzaba la pregunta «¿cuándo, en el nombre de Dios, vamos a plantarnos frente al lobby de las armas?».

Pero responsabilizar a la potente Asociación Nacional del Rifle de este tipo de acciones resulta un ejercicio tremendamente reduccionista y no sin cierta dosis de populismo. El significante de las palabras del presidente tenía que ver con la negativa de algunos congresistas republicanos, de forma más precisa senadores, «que saben lo que hay que hacer» pero se oponen a cualquier reforma restrictiva en este asunto. La semana que viene, la NRA -en siglas de la referida asociación- celebrará su 151 reunión anual en Houston, Texas, a unos 400 kilómetros del lugar del atentado. En ella participarán Donald Trump y el senador por ese Estado y más que probable candidato presidencial en las futuras primarias republicanas, Ted Cruz, nombres que indican hasta dónde llega la fuerza e influencia desde la referida asociación. Para un buen número de dirigentes republicanos, «lo que hay que hacer» es entregar y entrenar a los profesores en el uso de las armas como la mejor forma para evitar este tipo de asesinatos masivos. Aunque, sin la menor duda, los profesores de la escuela primaria de Uvalde habían sido entrenados, como todos sus colegas en Estados Unidos, para hacer frente a este tipo de ataques... sin que ello haya servido absolutamente de nada.

El tema del control de las armas se ha convertido en un asunto de confrontación política entre los dos principales partidos norteamericanos. En un país con 400 millones de armas en manos de particulares, donde en ciertos estados le resulta más sencillo a un joven de 18 años comprar un arma de asalto que tomar una cerveza con su novia en un bar, medidas como las propuestas en anteriores legislaturas se antojan más placebo que remedio. La cuestión armamentística es tremendamente más compleja que aprobar un puñado de leyes en el Congreso, pues interesa la esencia e idiosincrasia de la sociedad norteamericana. La guerra de independencia contra los británicos se inició, precisamente, por un asunto armamentístico. En la madrugada del 19 de abril de 1775, Paul Revere cabalgó de Boston a Lexington para avisar a los granjeros del peligro que corrían, pues tropas inglesas se dirigían a esa población para requisar las armas que estaban almacenando los granjeros rebeldes. La posterior batalla -más bien una escaramuza- marcó el inicio de la guerra de independencia.

Más allá de condicionantes de tipo político e histórico el verdadero nudo gordiano tiene que ver con asuntos de índole sociológica. A los europeos, y en especial a los españoles, nos resulta complicado asumir ciertos principios que forman parte del imaginario colectivo de los norteamericanos. No comprendemos que exista un rechazo ampliamente extendido entre aquella sociedad al sistema médico propuesto por Obama -el popularmente conocido como Obamacare-, o que un padre comience a ahorrar para que su hijo recién nacido pueda acudir a una buena universidad que, sin duda, será privada. Exactamente lo mismo ocurre en cuanto a la posesión de armas, el número de norteamericanos que está de acuerdo con no alterar las disposiciones legales tal como están ahora es superior, en torno al 65%, al de aquéllos que exigen algún tipo de control de armas tendente a restringir su venta. La respuesta tal vez pueda encontrarse, de nuevo, en la historia.

Los estadounidenses exigen que el Estado, el Gobierno federal, les garantice la seguridad frente a cualquier ataque de un enemigo extranjero -de ahí su ejército tan poderoso-, pero cuando se trata de su seguridad personal quieren tener la capacidad y la posibilidad de defenderse ellos a sí mismos y con sus propias armas -en sentido literal-. Con cierta frecuencia se afirma que los norteamericanos son unos puritanos, y no falta a la verdad en el sentido literal quien así se expresa, pues, a diferencia de los católicos, los puritanos renegaban del Estado paternalista en beneficio de una libertad individual que a la postre derivaría en el manifiesto liberalismo de su Constitución. Los postulados católicos, por el contrario, esperan del Estado paternalista una mayor protección e interés por sus conciudadanos dispuestos a ciertas renuncias en beneficio de la colectividad.

Se trata en definitiva de dos modelos sociales, la de quienes exigen que los poderes del Estado se mantengan lo más alejados posible de sus vidas y la de quienes esperan que sean precisamente esos poderes quienes resuelvan sus necesidades vitales fundamentales y que, a la postre, constituyen lo que se ha venido en denominar el estado del bienestar. Es por ello que nuestras exigencias a nuestros gobernantes difieren sustancialmente, en sus propias raíces, de aquéllas que preocupan a los estadounidenses. En lo que respecta a la posesión de armas, entienden que las propuestas relativas a su control son una injerencia en sus propias libertades: la de proteger sus vidas, las de sus familias, así como sus propiedades, pues ellas, tal como apuntara Locke, constituyen la base de la democracia norteamericana.

Durante los próximos días escucharemos manifestaciones y condenas de todo tipo; veremos desgarradoras imágenes de familiares y amigos rotos por el dolor, a republicanos y demócratas ofreciendo mil y una soluciones a este grave problema que ya se ha vuelto endémico y que no tengo la menor duda de que volverá a repetirse. Primero fue Columbine, después Sandy Hook y Parkland, ayer Uvalde. El mes que viene o tal vez el año que viene le volverá a tocar a cualquier pequeña población del sur o del medio oeste... No es tanto lo que hace falta un cambio legislativo, que no niego que sea necesario, como uno sociológico. Y cualquier cambio, en especial si es tan trascendente como éste, requiere tiempo. El mismo tiempo que ya no tienen las víctimas.

José Antonio Gurpegui es catedrático de Estudios Norteamericanos del Instituto Franklin-UAH.

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