El talante conciliador de Juan J. Linz

Tras la reciente muerte de Juan Linz no han faltado insinuaciones de que fuera una especie de “agente franquista”. Sin ser la única injusticia que se cometió con este enorme intelectual, profesor de Sociología y Ciencia Política en la Universidad de Yale, es seguramente la de mayor alcance moral. La dedicatoria de su libro por un discípulo izquierdista nos da un indicio de lo delirante e insidioso de esta difamación: “Al Frente de Liberación Nacional de Vietnam del Sur y a Juan Linz”. Hace poco, el 13 de noviembre, el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales le rendía homenaje aprovechando la presentación de sus Obras escogidas.

Durante la guerra de 1936-1939 medio millón de personas se afiliaron a Falange; en la posguerra, muchas más. Fue —sostiene Brenan— un partido “refugio” —de supervivencia— para miles de republicanos, de todas las tendencias, en la zona rebelde. Era la fase “totalitaria” del franquismo (1936-1944), cuando este se quería legitimar mediante el encuadramiento y movilización de un partido único. La madre viuda del niño Linz, intelectual de origen acomodado, pero que, venida a menos con la crisis del 29, vivía de su trabajo, fue favorable a posturas laicas y reformas sociales rechazadas por la mayor parte de los insurgentes y, de 1937 a 1939, militó en Falange. Tras la desnaturalización del partido por Franco, dejó la afiliación y se ganó la vida como traductora y profesora de alemán. ¿Es este el “pecado original” de Linz?

Pese al contexto reaccionario de la posguerra, ya en sus años mozos estuvo expuesto al pensamiento liberal y de otras tendencias, empezando por las del mentor masculino que le asignó su madre y un barbero anarquista —ambos, exiliados nórdicos—. A ello siguió, tras licenciarse en Derecho y de Ciencias Políticas pasada la Segunda Guerra Mundial, el oasis intelectual del Instituto de Estudios Políticos, donde a menudo se discutía sobre ideas e instituciones prohibidas extramuros. Después, la inmersión del veinteañero Linz en las ciencias sociales estadounidenses no solo dio rienda suelta a su curiosidad y entusiasmo inagotables, sino que afianzó la sensibilidad social, apertura de miras, talante conciliador y vocación reformista de un demócrata comprometido e inclusivo.

La principal acusación reprueba e incrimina la distinción analítica entre regímenes “autoritarios” y “totalitarios” que, como comparativista y —en la tradición de Max Weber— a modo de “tipos ideales”, Linz propuso. El franquismo fue ilegal, ilegítimo, genocida y aplicó el terror sistemático y masivo desde el inicio de la guerra y por largos años. Pero, como comprobaría la oposición, el Partido Comunista inclusive, los aliados no iban a liquidarlo tras la caída del Eje. Al igual que Lipset y otros muchos, Linz quería saber cómo se podrían democratizar su país y tantos otros sometidos a autocracias. Estudioso de las instituciones y el comportamiento político, comparó la Alemania nazi, la Italia fascista, la Unión Soviética de Stalin, el franquismo, y muchas más autocracias a diestro y siniestro. Así, constató que las diferencias superestructurales e ideológicas eran sustanciales y acuñó la nueva tipología —ampliada después en otras subcategorías—.

Los totalitarismos nazi y soviético perseguían grandes transformaciones sociales; otras autocracias no y, desde luego, tampoco el franquismo. Los primeros movilizaban inmensas cantidades de individuos desde una organización política única, que debía monopolizar también la ideología —una doctrina secular que arrinconaba a las religiones tradicionales—. Este tampoco era el caso en autocracias que podían carecer de partido alguno, o bien tener partido único, pero en competencia con otras organizaciones con intereses y valores distintos, como la Iglesia, y donde también podía limitarse tanto la intensidad como el alcance de la movilización política secular. Así fue en España, con una pronunciada rivalidad entre el Movimiento, la Iglesia y las Fuerzas Armadas, y donde el partido “de masas” se rebajó a partido “de cuadros”.

En un plano típico-ideal, la confluencia de pluralismo limitado y ausencia de movilización de masas podría dejar cierto espacio al advenimiento de una sociedad civil, organizaciones sociales autónomas que propician el pluralismo y cierto control externo del abuso de poder, fortaleciendo la democracia liberal cuando se establece. En plena guerra fría, esta tipología fue como agua de mayo para el imperialismo de Estados Unidos, que la esgrimió para tratar de legitimar ante la opinión pública su apoyo y fomento de crueles dictaduras. Sin embargo, ni Linz la elaboró por encargo ni fue recompensado por ello y, desde luego, no en España: aunque Linz deseó ardientemente regresar a su país, ninguna de las numerosas cátedras que se crearon fue para él. Pese a todo, jamás renunció a su ciudadanía española ni solicitó la estadounidense.

Preocupado por el hundimiento (“quiebra”) de las democracias en la Europa de entreguerras, Linz también estudió la estabilidad gubernamental de estos regímenes. En este sentido, cabe destacar su vindicación del parlamentarismo frente al presidencialismo, al comprobar la mayor propensión al inmovilismo —por el bloqueo de la iniciativa gubernamental— y al golpismo del segundo. También es de ver su preferencia por la representación proporcional frente a regímenes electorales mayoritarios como el británico. Aunque su conocimiento de la Alemania de Weimar le hacía partidario de reforzar la mayoría para producir gobiernos estables, veía también necesaria la inclusión o integración de las minorías políticas, incluidas las “semileales” —en la España de la Transición, tanto los comunistas como los nacionalistas catalanes y vascos—. Esta postura discrepaba con la de Manuel Fraga, partidario de un sistema mayoritario —sin saber que esto hubiera barrido del mapa a su propia Alianza Popular—.

Linz confiaba en la inclusión y el reformismo como forma de gestionar los conflictos sociales. Abogó por la reconciliación nacional —mostrando gran reconocimiento a “Don” Santiago Carrillo— y se implicó en la Transición Pactada con numerosas conferencias y apariciones en medios de comunicación en España a favor de la democracia que darían tranquilidad a sectores conservadores todavía renuentes.

Linz, asimismo, estudió a fondo, y de modo muy innovador, los conflictos nacionalistas en Cataluña, País Vasco y Navarra, evidenciando la existencia de identidades “duales”, que compatibilizan con naturalidad lealtades múltiples, y propugnó la autonomía e incluso el federalismo como un pacto con las élites nacionalistas catalanas y vascas que habría de integrarlas en el nuevo sistema. Aunque en la desmembración de la Unión Soviética y Yugoslavia reconocería hechos refutatorios, siguió esperando que, con una sociedad civil más desarrollada, el desenlace fuera integrador. Solo en sus años postreros lamentó profundamente que esta fórmula haya potenciado el secesionismo.

En sus últimos años, su esposa —y estrecha colaboradora— Rocío de Terán y él estuvieron enormemente interesados por la integración de los inmigrantes extranjeros en España y, en medios de comunicación de amplia difusión, Linz criticó el sistema político estadounidense y alabó la educación y la sanidad públicas, es decir, el Estado de bienestar o modelo social europeo. Además, pese a su educación de otro tiempo, aceptaba bien el advenimiento de los derechos de los homosexuales. Linz era un reformista con gran sensibilidad social. No es de extrañar que entre sus discípulos, de quienes siempre deseaba aprender, haya intelectuales de izquierda como Albert Szymanski —el del Viet Cong—, John Stephens, Robert Fishman y Thomas J. Miley. Tal era su apertura intelectual y talla humana, reconocible para cualquiera dispuesto a verlo.

Enric Martínez-Herrera es doctor por el European University Institute (Florencia), profesor de Sociología Política en la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona) y Affiliated Lecturer de la Universidad de Cambridge.

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