El talento ya no es excusa

El mundo cultural francés se estremece con las correrías sexuales del cineasta Roman Polanski y la pedofilia confesa del escritor Gabriel Matzneff. Ellos creían que su talento les situaba por encima de las leyes y las normas de decencia habituales en nuestras sociedades. Pero resulta que las víctimas hablan. Sus predadores pensaban que eran musas, pero ellas nos explican que las trataban como carne de cañón y que nunca han superado el trauma que se les infligió. Los artistas incriminados alegan en su defensa que los tiempos han cambiado, una coartada de lo más mediocre.

En Francia, desde 1945, la ley sobre la protección de los menores considera delito las relaciones con un niño menor de 15 años. Esta ley no se aplicaba, esencialmente, porque la casta de los artistas se consideraba una aristocracia por encima de las leyes y las normas del decoro. A decir verdad, la costumbre es antigua. Ya en el siglo XVIII Voltaire consideraba que existían dos morales, la de las élites, que es inmoral, y la del pueblo, que debía ser la única vinculante. De igual modo, consideraba que la religión, inútil en el vértice, era indispensable para las clases inferiores. Al menos Voltaire tenía la honradez de reconocer esta discriminación moral y social.

Los intelectuales y artistas contemporáneos no son tan sinceros. Pero igual que antes, siguen siendo una casta protegida por el poder político, tanto de izquierdas como de derechas. ¿No es esta casta la gloria de Francia, la ilustración de su cultura? ¿Acaso habría que preguntarle a Sartre si sus innumerables conquistas tenían la edad requerida? Incluso el general De Gaulle, que no debía de sentir la menor simpatía hacia Sartre, ordenó a la Policía que no le detuviera nunca, ni siquiera cuando, durante las manifestaciones callejeras, infringía la ley. «No se encarcela a Voltaire», decía De Gaulle, asimilando así a los dos filósofos, adeptos ambos a la doble moral.

Gabriel Matzneff presumía de su pedofilia en televisión y escribió sobre ello libros autobiográficos, muy mediocres. El filósofo Michel Foucault, estrella intelectual de la década de 1970, iba aún más lejos: consideraba que cualquier ley, cualquier norma, era una forma de opresión por parte del Estado y de la burguesía. En nombre de una liberación total, que aplicaba en primer lugar a sí mismo, le vi comprar niños en Túnez con la excusa de que tenían derecho a disfrutar. A Foucault le traía sin cuidado lo que le pudiera ocurrir a sus víctimas, o quería ignorar que eran víctimas de un viejo imperialista blanco. De repente, todo ha cambiado, no la ley, sino las costumbres, en gran parte gracias a las redes sociales; las víctimas anónimas que no se atrevían a hablar o que no sabían hacerlo, ahora tienen acceso a la palabra.

El poder de sus confesiones y acusaciones es tal que incluso la casta de los artistas se dispersa hoy huyendo, y se acusan los unos a los otros, después de haber vivido sus depravaciones en común. Hasta ahora, los ministros de Cultura franceses habían protegido a los artistas, y aunque fueran pedófilos, los condecoraban y remuneraban. Pero eso se acabó. El ministro actual, Franck Riester, ha declarado que el talento no debe excusar el delito; toda una revolución intelectual.

¿Qué hacer con las obras del pasado? ¿Deberíamos descolgar los gauguins de los museos porque su autor abusó de tahitianas impúberes? ¿Quemar los libros de André Gide, pedófilo confeso, o no enseñar la filosofía de Michel Foucault? ¿Y qué hacer con los antisemitas? Uno de los principales escritores del siglo XX, Louis-Ferdinand Céline, fue un destacado antisemita, pero su obra es indiscutiblemente universal.

Empecemos por aplicar la ley a los vivos, aunque sean artistas. El talento ya no es excusa. Y que después las autoridades políticas dejen de codearse con los canallas so pretexto de su supuesto genio. Por lo que respecta a las obras, no se trata de quemarlas, sino de informarse sobre quién fue su autor; esto, a menudo, nos permitirá contemplarlas con una nueva mirada. Foucault seguirá siendo importante, pero encogerá cuando se sepa mejor que su exaltación de la libertad fue, por una extraña coincidencia, la coartada de sus depravaciones. Lo mismo ocurre con Jean-Paul Sartre, personaje de dudosa moralidad.

Recordemos también que no es necesario ser perverso para ser artista; Matisse y Cezanne llevaron vidas burguesas, y también Romain Rolland. En cuanto al marqués de Sade, escribió sus principales obras en prisión, donde pasó la parte esencial de su vida; su «sadismo» era literario, sin víctimas. No solo el talento no excusa el crimen, sino que el respeto a la ley y a los demás no impide el talento.

Guy Sorman

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