El talón de Aquiles de la huelga

La huelga como expresión colectiva de protesta es tan vieja como el hombre, es decir, que igual que la sombra acompaña al sol, la huelga acompaña al trabajo. Si no hay trabajo no hay huelga, pero desde que ha habido trabajo, ha habido huelga. Las referencias históricas nos remontan hasta épocas tan pasadas como la egipcia, dónde ya nos encontramos conflictos entre el patrono y sus trabajadores que se exteriorizaban en la forma más abrupta y palpable posible como era simple y llanamente dejar de trabajar para reivindicar derechos, por pequeños que estos fueran. Pero para lo que aquí interesa, las huelgas generales, sin embargo, por su connotación más política que laboral, son más recientes.

En el ámbito español se puede señalar 1855 como el año en el que se produjo la primera huelga llamada general en nuestro país. Primero porque fue masivamente seguida por los trabajadores del momento. Duró nada menos que ocho días seguidos y el motivo de la movilización fue principalmente la oposición masiva y solidaria de los trabajadores fabriles a la orden cursada por el capitán general de Cataluña, Juan Zapatero -curiosa coincidencia- el 24 de julio, disolviendo las asociaciones obreras ilegales y poniendo bajo el control militar todas las asociaciones de socorros mutuos permitidas.

El lema de la huelga era «asociación o muerte» y finalizó mediante la intervención militar del general Espartero. Este tipo de huelgas de carácter marcadamente revolucionarias, subversivas contra el poder político de la época, con elementos que van más allá de los propios de un simple conflicto laboral entre empresa y sus trabajadores, afortunadamente ya no existen a día de hoy en España ni en países de nuestro entorno. Lo que nos encontramos ahora, como sucede mañana, son huelgas multisectoriales y generalizadas, que si bien tienen un claro objetivo político, de protesta aunque sea sobre temas laborales, ya no gozan de ese desarrollo violento o extremista. Estas huelgas político-laborales han sido reconocidas por nuestros tribunales como legítimas y se configuran como un verdadero derecho de los trabajadores; de ahí que cada vez sea menos comprensible la inexistencia de una regulación adecuada que encauce su ejercicio. Como luego veremos, regular no es aniquilar o eliminar el derecho, sino encaminarlo o guiarlo para que se desarrolle de forma normal y razonable.

En España nuestro legislador ha querido dotar a la huelga de los trabajadores de un reconocimiento constitucional expreso y privilegiado, configurándolo como un derecho fundamental amparado por la Constitución, con todo lo que ello conlleva. Desde esta perspectiva, no cabe ninguna duda de que el ordenamiento español optó, de forma avanzada, por una protección especial de este derecho, si bien han sido nuestros tribunales (Constitucional y ordinarios) los que han ido delimitando sus perfiles. El realzamiento de este derecho se contradice, sin embargo, con un inexistente desarrollo legislativo, y la norma preconstitucional actualmente vigente (Real Decreto Ley de Relaciones de Trabajo de 4 de marzo de 1977, por todos conocido) establece un marco básico con pautas legales por las que debe discurrir el derecho de huelga que son claramente insuficientes en los momentos actuales y que no recogen los aspectos más fundamentales o controvertidos en el modo de hacer huelgas en el siglo XXI. Por ello, es perfectamente respetable exigir una reflexión ambiciosa y completa del estado del régimen legal del ejercicio de huelga en nuestro país, y la ocasión es más propicia que nunca a raíz de los acontecimientos de mañana.

En otros países europeos contamos con regulaciones más o menos modernas, más o menos detalladas de la huelga. En efecto, en una aproximación breve, se puede señalar que solamente en Francia y en Italia, al igual que en el caso español, el reconocimiento de este derecho se contiene en el texto constitucional, no así en el caso alemán. Pero respecto a su ejercicio, existen previsiones completas respecto a las posibles sanciones de los huelguistas por participaciones abusivas o ilícitas, legitimación de los convocantes con participación de los trabajadores afectados (caso inglés), procedimientos especiales para el uso legítimo y sus consecuencias en las empresas, y, en fin, medidas de solución extrajudicial de conflictos.

Además, en los ordenamientos comparados más importantes, existe una generalización de la regulación en materia de huelga destinada a tutelar los intereses generales de los ciudadanos en los conflictos que afecten a servicios básicos de la comunidad, prohibiendo determinadas actuaciones de huelgas en determinados servicios públicos o en días concretos, o regulando su ejercicio con autoridades administrativas autónomas. Como se ve, toda una normativa que no elimina el derecho, simplemente lo reconduce.

Y en España, ¿por dónde empezar? Pues por lo más elemental y conflictivo. Se esté o no de acuerdo con una huelga general, y siendo conscientes que en los momentos actuales todos pierden con la huelga, cuando ésta obstaculiza gravemente el funcionamiento de lo que nuestra Constitución denomina servicios esenciales de la comunidad, «en la medida en que la acreedora y destinataria de estos servicios es la comunidad entera y los servicios son al mismo tiempo esenciales para ella, la huelga no puede imponer el sacrificio de los intereses de los destinatarios de los servicios esenciales» (STC 11/1981). De ahí que el derecho de huelga debe tener unos límites, porque este instrumento de presión debe ceder cuando con él se ocasiona o se puede ocasionar un mal más grave que el que los propios huelguistas experimentan con su reivindicación.

Ello se da claramente en las huelgas generales pero también en otro tipo de huelgas de menor afectación pero que inciden en servicios críticos para los ciudadanos en épocas señaladas del año, como hemos tenido ocasión de comprobar recientemente. Por ello, urge comenzar con una regulación básica de los servicios mínimos y de los límites del ejercicio de huelga cuando afecte a esos llamados servicios esenciales de la comunidad. Para evitar la improvisación en cada momento sería muy bienvenida la creación de una Comisión formada por sindicatos, empresarios, expertos independientes y Gobierno, que establecieran con vocación de futuro las garantías deseables para que la colisión de derechos entre los ciudadanos y los huelguistas no se produzca continuamente o que de forma más o menos improvisada haya que dictar órdenes ministeriales para cada sector, sabiendo como ya sabemos, qué servicios son los que están siempre afectados.

Dicha Comisión podría concluir con unas normas de obligado cumplimiento para las partes afectadas sobre la forma y consecuencias de las futuras huelgas, estableciendo pautas de conducta -evitando conflictos innecesarios-, derechos y obligaciones. La citada Comisión podría convocarse en cada huelga que afecte al interés general de los ciudadanos para dilucidar de antemano sobre sus efectos, para determinar a posteriori las consecuencias de la misma o para dirimir controversias. Frente a una norma impuesta, se conseguiría así una autorregulación que siempre es deseable en este asunto ciertamente espinoso.

Bien es cierto que quedarían pendientes de regular aspectos clave del ejercicio del derecho en el ámbito de la empresa privada, como es el de la legitimidad de la convocatoria, el control previo de legalidad, la actuación abusiva de los llamados piquetes informativos, el legítimo derecho al trabajo de los no huelguistas y las deducciones salariales de los que sí lo son, pero permítanme que les diga que son asuntos más o menos resueltos por nuestros tribunales, y el verdadero talón de Aquiles de nuestra regulación de huelga, sigue siendo, y seguirá en reconocer que es prioritario el derecho a las prestaciones vitales de los ciudadanos que el derecho de huelga. Y ello a día de hoy no está, para nada, bien resuelto. Ojalá me equivoque según los acontecimientos de mañana.

Iñigo Sagardoy de Simón es presidente de Sagardoy Abogados y profesor de Derecho del Trabajo en la Universidad Francisco de Vitoria.

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