El tamaño de las cosas

¿Cuál es el tamaño de las cosas? En una conferencia dictada en la London School of Economics and Political Science, en 1961, y publicada al año siguiente con el título La tradición del conocimiento general, Ernst H. Gombrich alaba el compendio y resumen de creencias que sostienen la fe de la Iglesia condensadas en el Credo de Atanasio.

Lo hace al final de su intervención, después de ponderar la labor de clérigos como san Isidoro de Sevilla ,«que no sintieron vergüenza de ningún tipo por haber escrito compendios sencillos en los que depositaron las pocas ideas sobre el universo y el pasado que consideraron indispensables, (pues) precisamente a partir de escritos de este tipo sería como podría renovarse la idea del conocimiento general».

La larga cita corresponde, como ya se avisó, a algo dicho hace casi medio siglo. Ya entonces se echaba en falta la transmisión del conocimiento general y se apreciaba la discontinuidad, cuando no la ruptura, de una tradición y del sistema de valores que toda cultura traslada a través del tiempo. Hoy en día, todavía no sabemos muy bien por qué ha sido sustituida.

La conferencia de Gombrich pueden leerla, si lo encuentran, en un libro titulado Breve historia de la cultura, editado en 1977 por Ariel y, más tarde, en el 2004, por Península/Atalaya, traducido al castellano por Luis Alonso López. La dificultad de que lo encuentren ejemplifica al máximo la discontinuidad, la perenne ruptura que Gombrich señalaba hace medio siglo. Entonces, los libros permanecían en los estantes de las librerías durante años. Hoy, apenas unos pocos consiguen abandonar las cajas en las que fueron enviados a las librerías, y aún son menos los que alcanzan la gloria de la exposición en las estanterías; qué decir ya de la de los escaparates reservados a los que son reclamados, en virtud de criterios variopintos, por lo que de modo genérico llamamos «la audiencia», esa masa que impone, ya que no sus criterios, sí, al menos, sus preferencias.

Después de sus alabanzas a Isidoro de Sevilla y al Credo de Atanasio como compendios de las verdades y creencias transmitidas para que la humanidad no perdiese pie, Gombrich se atreve a proponer, a someter al juicio de sus oyentes un «primer borrador no demasiado riguroso de ese tipo de credo, parcial, subjetivo y selectivo, pero que contiene la ración de emergencia que (le) gustaría distribuir antes de que estallemos por los aires». Si pueden, léanlo. Termina con la afirmación de que «el siglo XX ha transformado y puesto en peligro de desaparición la mayoría de las culturas del globo, que ha encogido hasta el tamaño de un sputnik».

Me acordé de este ensayo al leer la reciente entrevista de Pablo Jáuregui con Eugene Cernan, el último de los astronautas que pisó la Luna, el 14 de diciembre de 1972, apenas una década después de la lectura de la conferencia de Gombrich. Entonces, todo, no había cambiado aún tanto. En la conversación mantenida, Cernan afirma que lo que más recuerda de sus paseos por su superficie es, «en primer lugar, la extraordinaria belleza y majestuosidad de la Tierra vista desde la Luna».

Recuerdo que, mientras sabíamos que los astronautas la pisaban, debíamos de ser no pocos los que la observábamos, admirándonos, unas veces, de su majestuosidad; de su belleza, otras; según la ofreciesen a nuestra contemplación sus fases y tamaños, la nitidez de la atmósfera que nos envuelve, las nubes que pudiesen velarla o la densidad de la niebla que la ocultase.

Pues así el resto de las cosas. ¿Cuál es su tamaño real, cuál su realidad y qué ha cambiado? ¿El punto de observación, acaso también el modo, la perspectiva, rota que fue la transmisión de la cultura, del modo de instalarnos en el mundo y habitarlo, sustituido por otro todavía sin definir esencialmente?

Llevamos meses, interminables, de travesía por los páramos de una crisis originada fundamentalmente por un sistema de valores en decadencia, cuando no prácticamente disueltos, sin que se haya hecho nada a fin de que sean, cuando no sustituidos, sí al menos renovados.

Mientras en otros países están siendo puestos límites al enriquecimiento desmedido de los altos ejecutivos de la banca o de las grandes corporaciones industriales y poniendo coto a las obscenidades económicas vividas, en el nuestro 50.000 individuos salen a la calle manifestando su convicción de que lo mejor que puede hacer el presidente de un club de fútbol es irse a su casa y no se sabe cuántos cientos de miles de aficionados no se indignan, sino que alaban el tufo que desprenden los fichajes de dos jugadores, avalados por una entidad bancaria, con una celebrada carencia de dos años.

Tenía razón Gombrich. O bien el mundo ha crecido tanto que ya está a punto de estallar, o bien ha encogido tanto que no solo se ha reducido al tamaño de un sputnik, sino más, de forma que cabe ya dentro de un puño. Lo que haría falta sería determinar de quién, de quién es el puñetero puño, aunque solo sea por ver de abrirlo y liberarlo. Acaso para ello fuese bueno elaborar un credo, un compendio de verdades que nos permitiese saber de nuevo quiénes somos y ver de transmitir esa creencia que, como la Luna, bien se ve que varía de tamaño a lo largo de la historia.

Alfredo Conde, escritor.